PIDIENDO EL PRINCIPIO. DWORKIN Y LA TEORÍA DEL DERECHO EN SERIO

Los principios son elemento central de la teoría jurídica de Dworkin y componente decisivo en su crítica contra la teoría positivista del derecho. La insuficiencia radical del positivismo estribaría en que sus dos notas definitorias no permiten dar cuenta de ese ingrediente esencial de lo jurídico, los principios. Así, la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, de la mano de la regla de reconocimiento o de “regla maestra” semejante, impide a los positivistas ver que hay normas morales que son jurídicas del todo, los principios; y la teoría positivista del carácter convencional de todo derecho posible (tesis de las fuentes sociales del derecho) hace que no se den cuenta de que en lo jurídico comparecen principios, que son normas jurídicas que como tales existen aunque no haya acuerdo social sobre su existencia como derecho.
Aquí voy a intentar hacer una crítica de fondo de la doctrina dworkiniana de los principios. En este texto usaré solamente referencias al primer libro en el que Dworkin presenta su teoría de los principios elaborada, Taking Rights Seriously, Los derechos en serio . Es la obra que catapultó a la fama su teoría y que ha sido usada de continuo por miles de principialistas y iusmoralistas. Siempre se puede alegar que en sus trabajos posteriores evolucionó o que cambió aspectos de su teoría, pero en lo sustancial jamás rectificó a fondo las tesis de ese libro inicial ni dejó de defenderlas, aun cuando las fuera emborronando sibilinamente.
Considero que muchos de los razonamientos de Dworkin forman un catálogo de peticiones de principio y un alarde de quimeras verbales, amén de que casi nunca entiende o toma en serio las doctrinas que dice rebatir, sean las que sean, sino que las deforma a conciencia para ponerlas al nivel de los galimatías conceptuales que le son propios. No me corresponde a mí averiguar los secretos del éxito de un autor tan incongruente, escasamente erudito, no particularmente laborioso ni dado a la lectura de obras ajenas y cuyos escritos de teoría del derecho son, en una alta proporción, sencillamente incomprensibles. Sería una sociología del conocimiento teórico-jurídico y iusfilosófico la que debería revelarnos por qué casi nadie se anima a reconocer que el rey está desnudo y a qué se debe un eco internacional que ni por asomo se esperaría si hubiera enseñado filosofía del derecho en otros lugares o hubiera escrito en cualquier otro idioma diferente de ese único en que cita, o si se hubiera insinuado simpatizante de otras ideologías menos del gusto de la pequeña burguesía que académicamente domina.

1. ¿Los principios existen porque los jueces los mencionan?
No fue Dworkin el primero ni el único en resaltar que puede haber un tipo de normas jurídicas que son los principios, principios jurídicos, por tanto. Muchas veces se ha señalado ya que allá por 1959 publicó Josef Esser en Alemania una obra canónica sobre los principios en derecho, su famosa Grundsatz und Norm. Y no fue el primero, ni con mucho, al menos en la doctrina del derecho continental. Mas no vamos a describir aquí la trayectoria de esta noción antes de Dworkin.
De principios en el derecho, y dejando de lado a los iusnaturalistas de toda la vida que mencionan los principios de derecho natural como normas plenamente jurídicas, ha hablado y habla la doctrina largamente, en dos sentidos principales. Por una parte, se sigue discutiendo sobre si dentro del llamado derecho positivo, derecho puesto o legislado, hay unas normas de un tipo especial que sean principios, como normas estructuralmente distintas de otras a las que actualmente se suele llamar reglas. Así, entre nosotros abundan los autores que tratan de señalar esa diferencia estructural entre reglas y principios, pero por referencia a enunciados presentes en el llamado derecho positivo. Podríamos mencionar como ejemplo bien representativo la teoría de Atienza y Ruiz Manero, cuando distinguen entre reglas (que definen supuesto de hecho y consecuencia jurídica), principios (que definen el supuesto de hecho, pero no la consecuencia jurídica) y directrices (que definen la consecuencia jurídica, pero no el supuesto de hecho). O cabría mencionar a Alexy cuando explica que todas las normas iusfundamentales (las que en las Constituciones dan forma a los llamados derechos fundamentales) son o reglas o principios, si bien en Alexy es poco menos que imposible hallar una diferencia estructural o tangible entre reglas y principios . Cuando de lo que se trata es, pues, de catalogar (dentro de los enunciados de derecho positivo) las normas que son reglas y las que son principios, lo primero que se ha de hacer es ver cuál es la diferencia estructural que nos permite atribuir ese carácter de reglas o principios a los enunciados jurídico-normativos, y seguidamente importa considerar dos asuntos más: si esos principios prevalecen o no sobre las reglas, en caso de conflicto, y si los principios se aplican, en los casos en que concurren, de manera diferente a como se aplican las reglas y, si es así, cuál es el modo peculiar en que tendría lugar dicha aplicación de los principios, mediante un razonamiento o método diferente y específico de ellos.
La otra noción de principios, de larga tradición en nuestra cultura jurídica continental, es la de principios generales del derecho. Los principios generales del derecho (excluyendo aquí a quienes por ese camino introducen los principios de derecho natural como normas supremas de los sistemas jurídicos) se obtienen por una especie de inducción a partir de un grupo de reglas, las cuales tendrían en común su base o inspiración en un principio, que les daría su sentido valorativo de conjunto. Esos principios generales del derecho funcionarían como normas jurídicas, aun cuando no se hallen expresamente enunciados en normas del sistema jurídico correspondiente. Pero tendrían su asiento en normas positivas del sistema jurídico y, lo que aquí es más importante, operarían como pauta para la resolución de casos solamente cuando no exista en ese sistema regla propiamente aplicable al caso. Así los dibuja el art. 1 de nuestro Código Civil cuando dice que los principios rigen en defecto de ley o costumbre aplicables. Si se aplican esos principios en defecto de norma legislada o consuetudinaria, carecen de autonomía o fuerza para derrotar una norma legislada o consuetudinaria que venga al caso. Cuestión adicional es la de si tales principios generales tienen también una utilidad interpretativa de la norma legislada (o consuetudinaria, en su caso). Por interpretación estoy entendiendo aquí la elección entre significados posibles del enunciado “positivo” correspondiente. Parece claro que tal uso interpretativo de esos principios sí cabe, constituyéndose, de esa manera, tales principios en base de interpretaciones teleológicas de dichos enunciados “positivos”.
Lo primero que se debe subrayar es que en los ejemplos que en Los derechos en serio Dworkin maneja para ilustrar la existencia y funcionamiento de los principios no está refiriéndose ni a principios “positivados”, como normas “legisladas” con una peculiar estructura, ni a principios generales del derecho, en ese sentido tradicional entre nosotros.
Esos ejemplos de Dworkin son dos . Uno, el que muestra a hilo del caso Riggs vs. Palmer, de 1889, y que habría sido formulado por un tribunal de Nueva York. Ese principio es el de que “A nadie se le permitirá aprovecharse de su propio fraude o sacar partido de su propia injusticia, o fundar demanda alguna sobre su propia iniquidad o adquirir propiedad sobre su propio crimen”. El otro ejemplo que Dworkin nos da es el de un principio que habría sido aplicado en 1960 por un tribunal de Nueva Jersey, en el caso Henningsen vs. Bloomfield Motors, Inc. Su enunciado no parece del todo comprensible, pero podría ser el de que los fabricantes de ciertos productos, como coches, deben responder por los defectos de fabricación conforme a un estándar especialmente exigente. Dejaremos de lado este segundo caso, ya que no está nada claro si ahí se aplicó un principio o un haz de ellos . Además, tampoco se aprecia que el principio (o los principios) se utilizara para enmendar o derrotar una ley , sino los términos de un contrato. Así que vamos a hacer como la inmensa mayoría de la doctrina que sigue a Dworkin o lo comenta y nos atendremos únicamente al ejemplo del caso Riggs vs. Palmer y su correspondiente principio de que nadie puede aprovecharse de su conducta ilícita.
Los hechos de aquel caso son muy bien sabidos. El nieto, que había sido por su abuelo nombrado heredero testamentario de su fortuna, mata a dicho abuelo y reclama la herencia, aun constando tal homicidio. En nuestro Código Civil el asunto se resolvería sin mayores problemas mediante la “regla” del art. 756 del Código Civil, a tenor del cual “Son incapaces para suceder por causa de indignidad… 2º El que fuere condenado en juicio por haber atentado contra la vida del testador, de su cónyuge, descendiente o ascendientes”. Y aunque esa “regla” legislada no existiera, seguramente sería aplicable aquí el principio general del derecho que veda el enriquecimiento injusto.
Pero, tal como Dworkin nos presenta el caso en el derecho estadounidense de fines del siglo XIX, no hay en aquel sistema ni regla legal que ponga tal excepción al derecho de ese nieto heredero según testamento, ni regla jurisprudencialmente construida que tal disponga, conforme al sistema de precedente que rige en los sistemas de Common law. Así que quedémonos con el dato que importa: el tribunal de Nueva York resolvió el asunto: a) contraviniendo el “derecho positivo” en ese momento vigente, excepcionándolo sin base en una norma “positiva” que marque tal excepción al derecho a suceder; b) basando la decisión en un principio que es jurídico, según Dworkin, pero cuya juridicidad no es de derecho positivo ni porque esté en una norma “legislada” enunciado tal principio ni porque se “induzca” o extraiga del derecho positivo, al modo como aquí decimos que se hace con los principios generales del derecho.
Así puestas las cosas, el debate está en si dicho tribunal aplicó o no aplicó derecho al aplicar ese principio. Si mantenemos que sí y partimos de que el principio en cuestión no formaba parte del “derecho positivo”, habrá que explicar qué otras normas hay que sean derecho, fuera del “derecho positivo” y por qué son derecho esas normas que no son legales ni consuetudinarias ni están extraídas de las normas legales o consuetudinarias.
De todos es sabido que Dworkin considera que el principio aplicado en el caso Riggs vs. Palmer es una norma moral que al tiempo es jurídica. Y hemos visto también que no se ha utilizado para colmar una laguna, sino para enmendar la solución que para el caso la norma positiva ofrecía y que se consideraba una solución injusta, inmoral. Pues conocido es asimismo que la regla primera de todo iusmoralismo es que una solución para un caso, la dé la norma positiva que la dé, no puede ser una solución jurídica (o jurídico del todo) si es una solución inmoral o fuertemente inmoral. En otras palabras, una solución de un caso no puede ser jurídica y, al tiempo, marcadamente inmoral, sino que si es inmoral no será jurídica, o no del todo. O sea: la moral está por encima del derecho positivo y condiciona radicalmente la eficacia u operatividad de sus normas. Podrá el derecho positivo, hasta el más democrático, decir lo que quiera, pero a lo que el juez está vinculado por encima de ese derecho positivo es a la moral, y la moral es la que para el caso predomina. Además, la moral no es asunto ni de democracia ni de mayorías.
Todo lo que en este punto llevo expuesto tiene el propósito de servir de introducción al tratamiento del siguiente asunto capital: ¿Cómo justifica o explica Dworkin que sean plenamente derecho esos principios que, como en Riggs vs. Palmer, son usados por los tribunales para excepcionar la solución que para el caso ofrece el derecho positivo y aun cuando se trata de principios no “positivados” previamente en ese sistema jurídico?
Dice Dworkin: “cuando los juristas razonan o discuten sobre derechos y obligaciones jurídicas, especialmente en aquellos casos difíciles en que nuestros problemas con tales conceptos parecen agudizarse más, echan mano de estándares que no funcionan como normas [reglas, rules] , sino que operan de manera diferente, como principios, directrices políticas y otros tipos de pautas. Argumentaré que el positivismo es un modelo de y para un sistema de normas [reglas, rules], y sostendré que su idea central de una única fuente de derecho legislativa nos obliga a pasar por alto los importantes papeles de aquellos estándares que no son normas [rules]” .
El primer problema o desajuste proviene de esa imputación al positivismo. Un positivista no tiene por qué encontrar grave dificultad para admitir que las normas jurídico-positivas, las que figuran enunciadas en los cuerpos jurídicos (constituciones, leyes, reglamentos, convenios, tratados internacionales) puedan ser de diferentes tipos o tener distintas estructuras. Un positivista no pondrá objeción a que podamos entender como normas jurídicas aquellas en cuyo enunciado leemos cosas tales como que “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1 CE), “Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia” (art. 39 CE), “Los derechos deberán ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe” (art. 7.1 Código Civil), “Los cónyuges deben respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en interés de la familia” (art. 67 Código Civil). etc., etc., etc.
Se trata de enunciados presentes en cuerpos jurídicos formalmente y que, en cuanto normas, están en vigor, por lo que se les puede o debe presuponer alguna relevancia o valor jurídicos. En lo que discreparán sin duda iuspositivistas y iusmoralistas es en lo referente a si, además de esas normas jurídico-positivas, recogidas y enunciadas en el sistema jurídico-positivo, hay otras normas que también son jurídicas, aun cuando no hayan sido creadas o reconocidas según las normas del sistema jurídico-positivo, y que están por encima de esas normas del sistema jurídico-positivo y, en caso de contradicción entre unas y otras, privan a estas últimas de validez general o las derrotan en su aplicación a casos concretos. Aquí ya no estamos hablando de si hay normas estructuralmente diferentes (por ejemplo, reglas y principios) entre las normas enunciadas por el sistema jurídico, legisladas y puestas en él, sino de si hay normas que, estructuralmente diferentes o estructuralmente iguales a las jurídico-positivas, son plenamente derecho aunque no estén enunciadas en el derecho positivo.
Con lo anterior ya podemos ponerle a Dworkin una objeción bien evidente. El iuspostivismo en modo alguno está conceptual o intelectualmente atado a la tesis de que el derecho pueda constar nada más que de reglas (rules). A lo que el positivismo está atado es a que, dicho simplificadamente, el derecho sólo es el derecho positivo. En otras palabras, que podremos ver principios (o directrices, etc.) entre las normas de un sistema jurídico-positivo, pero que lo que como derecho no hay son normas suprapositivas o que sean jurídicas porque son morales y sin ser positivadas o reconocidas por normas puestas en el sistema jurídico-positivo. Que el positivista no “vea” los principios moral-jurídicos de Dworkin no obedece a un defecto accidental del positivismo, sino que va con su mismo concepto. Los positivistas pueden perfectamente ser tales si asumen que entre los enunciados normativos de un sistema jurídico hay reglas y principios (o directrices, o…), pero no si admiten que hay normas morales que por sí son derecho , que son jurídicas (además de morales) aunque vayan contra los contenidos del ese sistema jurídico-positivo. Esto queda de manifiesto cuando Dworkin define los principios: “Llamo <> a un estándar que ha de ser observado (…) porque es una exigencia de la justicia, la equidad o alguna otra dimensión de la moralidad” .
El positivista no tiene ningún inconveniente en reconocer, bien al contrario, que cuando los juristas discuten sobre casos difíciles acuden a estándares diversos, entre ellos estándares morales. Ese acudir a otros estándares es consecuencia de que el positivista (al menos los positivistas de todo el siglo XX y hasta hoy) cuestiona aquellos mitos de la teoría decimonónica del derecho que con Dworkin reaparecen bajo nuevo ropaje: los mitos de que el derecho sea un sistema normativo completo (sin lagunas), coherente (sin antinomias) y claro (sin problemas de indeterminación en el contenido de sus normas, de las normas aplicables a los casos). Precisamente porque los sistemas jurídicos tienen lagunas, contradicciones y márgenes de vaguedad en el contenido de sus normas, la capacidad regulativa del sistema jurídico no es plena, es limitada. De ahí que, según el positivismo, los juristas en la práctica deban acudir a estándares no jurídicos para completar esa capacidad regulativa de las normas jurídicas para los casos. Según el positivismo, el jurista echa mano de lo que no es derecho para poder decidir jurídicamente los casos.
Para el positivista hay una diferencia clara y sustancial entre casos jurídicos jurídicamente difíciles y casos moralmente difíciles. Un caso jurídico es jurídicamente difícil cuando el sistema jurídico (sistema jurídico-positivo) no aporta para él solución unívoca, jurídicamente indubitada. Un caso jurídico es moralmente difícil cuando la solución que para él el sistema jurídico-positivo ofrece es moralmente insatisfactoria.
¿Puede un iuspositivista admitir que exista la moral verdadera y que además puedan ser conocidas sus soluciones para cada caso que moralmente enjuiciemos? Nada en la esencia de la doctrina iuspositivista lo impide. Cierto que la mayoría de los iuspositivistas de nuestro tiempo no son objetivistas morales ni cognitivistas en teoría ética. Pero cualquiera podría serlo sin renunciar al núcleo del iuspositivismo. Esto no los forzaría a admitir que la solución moral de un caso que sea contraria al derecho positivo sea una solución jurídica, ni a propugnar que la solución de un caso conforme al derecho positivo sea antijurídica por no ser acorde con la moral.
Lo que tenemos que ver es en qué se basa Dworkin para mantener que la moral forma parte del derecho, de cualquier sistema jurídico. Su argumento principal, o uno de los principales, es que la moral es usada por los juristas como fuente de debate y soluciones en los casos jurídicamente difíciles (casos de lagunas, de antinomias, de dudas interpretativas…). Mas esto jamás lo ha negado ni lo negará un positivista. Lo que el positivista niega es que los casos que por referencia a las normas jurídico-positivas sean jurídicamente claros puedan, al tiempo, ser casos jurídicamente difíciles por causa de las injusticia de las soluciones jurídico-positivas. ¿Acaso si en el razonamiento moral se utilizaran a veces argumentos jurídicos o razones jurídicas (por ejemplo, la de que en un caso en que haya dudas sobre la respuesta moral correcta se opte por la solución que sea jurídica) podríamos decir que las normas jurídicas son, como tales, parte constitutiva del sistema de las normas morales?
Lo que nos interesa es analizar cómo fundamenta Dworkin la tesis de que los principios, que en su concepción son principios morales (no enunciados de derecho positivo), forman parte del sistema jurídico y, además, poseen esa capacidad para enmendar el propio derecho positivo, al margen de los procedimientos de creación, reforma o derogación que para sus normas prevé (en otras normas) el propio sistema jurídico.
Ya hemos comprobado y volveremos a encontrarnos muchas veces con la razón principal que Dworkin da para esa incorporación de los principios -normas morales- al sistema jurídico: los principios (la moral) forman parte del sistema jurídico porque están presentes en el razonamiento de los juristas. ¿Habremos de entender que todo lo que se integre en el razonamiento de los juristas cuando resuelven casos en derecho es parte del sistema jurídico? Si, como razón para inclinarse por una u otra norma de las que se crean para resolver en un caso de laguna de segundo grado, los juristas emplean argumentos económicos ¿tendremos que asumir que, por ejemplo, la economía, los principios económicos, es parte del sistema jurídico?

2. ¿Hay diferencia estructural entre reglas y principios, en Dworkin?
Es bastante enigmática la diferencia entre reglas [rules] y principios en Dworkin. Si la diferencia fuera estructural, es decir, referida a la diversa estructura o conformación básica que tienen reglas y principios, no podría aplicarse lo que voy a llamar el patrón de mutua convertibilidad entre reglas y principios. Pero estructuralmente sí es aplicable ese patrón de convertibilidad a los principios dworkinianos. Veámoslo.
Tomemos aquel principio operante en Riggs vs. Palmer, según el cual “a nadie se le permitirá aprovecharse de su propio fraude o sacar partido de su propia injusticia, o fundar demanda alguna sobre su propia iniquidad o adquirir propiedad por su propio crimen” . Si este principio rigiera así y con carácter general, habría montones de situaciones perfectamente jurídicas que no serían jurídicamente lícitas e imponibles, pues lo violentarían. Por ejemplo, no sería conforme a derecho, aunque estuviera de acuerdo con la norma positiva, que prescribieran los delitos económicos cuando esa prescripción implica que el delincuente se queda con el botín y sus beneficios; o habría que considerar que es perseguible penalmente la conducta que proporciona beneficios económicos a un sujeto a costa de pérdidas de otro y sin particular mérito del primero, aun cuando esa conducta no estuviera formalmente tipificada como delito .
Pero vamos con el patrón de convertibilidad entre reglas y principios dworkinianos. De aquellas tres formulaciones que acabamos de ver y que Dworkin presenta como intercambiables, tomemos la de que “nadie puede adquirir propiedad por su propio crimen ”. Según nuestro autor, los principios así “no son del tipo que consideramos normas jurídicas [rules, reglas jurídicas]” , pues “[p]arecen muy diferentes de proposiciones como <> o <>. Son diferentes porque son principios jurídicos más bien que normas [rules] jurídicas” . Si los principios son distintos de las reglas, tenemos que saber dónde, en qué está esa diferencia.
Probemos a expresar de otra manera el mismo contenido de aquel citado principio de que “nadie puede fundar demanda alguna sobre su propia iniquidad”. Podría ser así:
“Si el que demanda la propiedad ha generado mediante un crimen la situación o hecho en que se funda tal demanda, no podrá obtener la propiedad”.
¿No es esa una norma normal y corriente, una rule? ¿Ha dejado de ser principio sólo con cambiar la forma de enunciación y aunque el contenido sea idéntico?
Puesto que el caso en Riggs vs. Palmer era de sucesión testamentaria, podemos concretar más la norma y enunciarla así:
“Si el que, con base en el testamento, demanda la transmisión de la propiedad hereditaria ha cometido un crimen contra el testador, no podrá recibir tal propiedad”.
¿Esta última norma es un principio o una regla? Sea lo que sea, una norma así la tenemos en nuestro Código Civil, en el art. 756 . Creo que cualquiera diría que se trata de una norma jurídica normal y corriente, y si aceptamos que las normas jurídicas pueden ser reglas o principios, habría bastante acuerdo en que ésta es una regla de las de toda la vida, con supuesto de hecho y consecuencia jurídica. No se ve mayor diferencia con aquella otra que, según nos explica Dworkin, es clarísimamente una regla, la de que no es válido el testamento que no esté firmado por tres testigos.
Entonces, si lo que distingue reglas y principios no es ni el contenido, que puede ser exactamente el mismo en unas y otros, ni la estructura de fondo de la norma (supuesto de hecho y consecuencia jurídica), ¿cuál será esa diferencia? Leamos a Dworkin: “La diferencia entre principios jurídicos y normas [rules] jurídicas es una distinción lógica. Ambos conjuntos de estándares apuntan a decisiones particulares referentes a la obligación jurídica en determinadas circunstancias, pero difieren en el carácter de la orientación que dan. Las normas [rules] son aplicables a la manera de disyuntivas. Si los hechos que estipula una norma están dados, entonces o bien la norma es válida, en cuyo caso la respuesta que da debe ser aceptada, o bien no lo es, y entonces no aporta nada a la decisión” . En una regla como la de que el testamento no es válido si no está firmado por tres testigos, “[s]i la exigencia de tres testigos es válida, entonces no puede ser válido un testamento que haya sido firmado solamente por dos testigos. La norma [regla, rule] puede tener excepciones, pero si las tiene es inexacto e incompleto enunciarla de manera tan simple, sin enumerar las excepciones. En teoría, por lo menos, se podría hacer una lista de todas las excepciones, y cuantas más haya, más completo será el enunciado de la norma” .
Bien, retomemos nuestra norma, en cualquiera de sus formulaciones como regla y una vez que sabemos que, se formule con una forma u otra, tiene el mismo contenido:
“Si el que, con base en el testamento, demanda la transmisión de la propiedad hereditaria ha cometido un crimen contra el testador, no podrá recibir tal propiedad”.
En primer lugar, esa norma será jurídicamente válida si no colisiona con ninguna norma del sistema de manera que tal colisión (con norma superior, con norma posterior de igual jerarquía…) pueda fundar su declaración de invalidez y si ha sido creada por órgano competente y según el procedimiento debido . Asumamos su validez dentro del sistema jurídico de referencia, el que sea.
Entonces veamos la total similitud entre estas dos normas:
N1: Si un testamento no es firmado por tres testigos, es inválido.
N2: Si la solicitud de transmisión de la propiedad prevista en el testamento es realizada por quién cometió crimen contra el testador, debe ser rechazada.
De ser atinado mi análisis, resulta que lo que hace que aquella norma aplicada en Riggs vs. Palmer sea un principio y no una regla no está ni en el tipo de contenido prescriptivo ni en la estructura con que la norma se formula o enuncia. La consecuencia jurídica es igual de clara en N1 y N2: la invalidez, en un caso del testamento y en el otro de la demanda de que la propiedad se transmita. Y en las dos normas esa consecuencia se sigue deónticamente del acaecimiento de lo que en el supuesto de hecho se describe como condición desencadenante de esa consecuencia debida.
Las dos normas tienen otro aspecto en común: introducen excepciones al alcance de otras normas: una, a la norma que permite con carácter general la validez de los testamentos; otra, a la que permite con carácter general la transmisión de la propiedad conforme a lo dispuesto en el testamento válido. Hemos visto que el propio Dworkin nos cuenta que la completa enunciación de una regla debería contener la mención de todas sus excepciones. Pero todo requisito de validez funciona al mismo tiempo como excepción de invalidez.
Podríamos considerar algunos intentos de salvar la diferencia entre el principio y la regla. Así si aducimos que lo que los distingue es la relevancia moral del contenido. De hecho, Dworkin y los dworkinianos siempre dan como ejemplos de reglas normas de contenido moralmente indiferente o poco relevante, como sucede en los dos que en este apartado de su obra nuestro eximio autor menciona: la limitación a cien kilómetros por hora de la velocidad permitida en las carreteras y la exigencia de que tres testigos firmen el testamento, para que sea válido. Pero si el criterio fuera ése, el art. 138 del Código Penal español, que tipifica y sanciona el homicidio, por razón de su gran relevancia moral sería un principio y no una regla, igual que serían principios y no reglas todas las normas del Código Penal, o al menos todas las que penen conductas que con seriedad puedan considerarse moralmente reprobables.
Tenemos que seguir buscando la clave de la diferencia, en Dworkin. A lo mejor la hallamos al leer su descripción de cómo son u operan los principios. Nos explica que los principios no funcionan como nos ha dicho que funcionan las reglas, pues “[N]i siquiera los que más se asemejan a normas [rules] establecen consecuencias jurídicas que se sigan automáticamente cuando se satisfacen las condiciones previstas. Decimos que nuestro derecho respeta el principio de que nadie puede beneficiarse de su propio delito, pero no queremos decir con ello que la ley nunca permite que un hombre se beneficie de las injusticias que comete. De hecho, es frecuente que la gente se beneficie, de manera perfectamente legal, de sus injusticias. El caso más notorio es el de la usucapión; si penetro reiteradamente en predio ajeno, algún día tendré el derecho de atravesarlo siempre que quiera (…) Si alguien quebranta la libertad bajo fianza para ir a hacer una inversión provechosa atravesando los límites estatales [en los Estados Unidos], es posible que lo envíen de vuelta a la cárcel, pero seguirá obteniendo los beneficios” .
De acuerdo, entonces resulta que si una norma es un principio, no se va a aplicar en todos los casos en que se dé su supuesto de hecho (en nuestro ejemplo, que alguien obtenga beneficio de su propio acto inicuo o de su propio crimen), pues puede haber muchas excepciones a su aplicación. Mas sabemos, y Dworkin ya nos lo ha dicho, que también las reglas son excepcionables en su aplicación. Ahora bien, según Dworkin, en el enunciado completo de una regla se pueden recoger todas sus excepciones posibles, pues tales excepciones están expresamente tasadas, como tales, en otras normas del sistema, que se supone que son reglas también. Una regla completa vendría a ser la enunciación de un supuesto con una consecuencia jurídica y de todas las excepciones a esa consecuencia aun dándose el supuesto. Creo que un ejemplo que no traicione a Dworkin podría ser este: en derecho penal español rige la regla de que el homicidio debe castigarse con la pena prevista a no ser que sea cometido concurriendo alguna eximente o alguna atenuante o…
Pero si las reglas son aquellas normas jurídicas que tienen tasadas todas sus posibles excepciones, tenemos un problema, pues sabemos y estamos viendo que las reglas también pueden ser excepcionadas por los principios (en Riggs vs. Palmer sucede eso, según Dworkin) y, como los principios no necesitan estar “tasados” o expresamente positivados y, por tanto, no tenemos de antemano una lista de ellos, ya no será verdadera la afirmación de que reglas son aquellas normas en cuyo enunciado pueden (y deben) ser recogidas todas sus excepciones. Habrá, tal vez, que corregir la idea del modo siguiente: reglas son aquellas normas que pueden ser excepcionadas por otras reglas o por principios, mientras que principios son las normas que pueden ser excepcionadas por otros principios, pero no por reglas. Mas esto ya nos ha explicado Dworkin hace un momento que no es así, puesto que a veces los principios, como el de que nadie puede beneficiarse de su propia injusticia, ceden o pierden ante reglas, como la que permite la usucapión. Además, a falta de diferencia estructural clara entre reglas y principios, seguimos dándole vueltas a la misma cuestión: cuando el Código Civil español, en su artículo 362, dice que “el que edifica, planta o siembra de mala fe en terreno ajeno, pierde lo edificado, plantado o sembrado, sin derecho a indemnización”, ¿estamos ante una regla que pone una excepción a otra de carácter general o ante un principio, el de buena fe, que excepciona la regla general ?
Los principios dworkinianos son normas que pueden derrotar a otras o ser derrotados por otras, en función de que en cada caso pesen más o menos que esas otras. Los principios dan una razón de peso para una solución, pero no imponen esa solución, a diferencia de las reglas, que “son aplicables a la manera de disyuntivas” . Ni siquiera los principios que más se parecen a reglas, “establecen consecuencias jurídicas que se sigan automáticamente cuando se satisfacen las condiciones previstas” . Pero las reglas, en Dworkin, en verdad, tampoco se aplican “automáticamente” cuando se da su supuesto de hecho. ¿Por qué? Porque hay que ver si no concurre un principio que, por ofrecer una razón de más peso, las excepcione, las derrote. Entonces automáticamente se inaplican las reglas.
¿Y si no hay regla aplicable al caso y sólo concurre un principio como norma candidata para resolver ese caso? En tal supuesto el principio se aplica “automáticamente”, estamos ante una disyuntiva de ésas que cuenta Dworkin que son característica distintiva de la operatividad de las reglas, y tendremos que el principio o se aplica o no se aplica, como si fuera una regla.
En resumen, que lo que, por contraste con los principios, caracteriza las reglas no puede ser ni que todas sus excepciones estén tasadas de antemano ni que sólo ellas se apliquen con base en una disyuntiva (aplico esta norma o no la aplico, pero no hay más norma que considerar para el caso). Un dato más: si cuando ganan los principios es porque aportan una razón de más peso, ¿qué ha sucedido cuando un principio no ha ganado y es vencido en un caso por una regla? El principio aportaba una razón para decidir el caso en un sentido, pero ¿qué habrá aportado la regla vencedora? La respuesta sólo puede ser una: la regla ha aportado una razón de más peso que la razón traída por el principio. Pero, entonces, las reglas no se aplican “automáticamente”, sino que dan razones de mayor o menor peso para que se imponga su consecuencia jurídica .
Dworkin: “Un principio como <> no pretende siquiera establecer las condiciones que hacen necesaria su aplicación. Más bien enuncia una razón que discurre en una sola dirección, pero no exige una decisión en particular. Si un hombre tiene algo o está a punto de recibirlo, como resultado directo de algo ilegal que hizo para conseguirlo, ésa es una razón que la ley tendrá en cuenta para decidir si debe o no conservarlo. Puede haber otros principios o directrices que apunten en dirección contraria; por ejemplo, una directriz de aseguramiento de derechos o un principio que limite la pena a lo estipulado por la legislación . En tal caso, es posible que nuestro principio no prevalezca, pero ello no significa que no sea un principio de nuestro sistema jurídico, porque en el caso siguiente, cuando tales consideraciones contrarias no existan o no tengan el mismo peso, el principio puede ser decisivo. Cuando decimos que un determinado principio es un principio de nuestro derecho, lo que eso quiere decir es que el principio es tal que los funcionarios deben tenerlo en cuenta , si viene al caso, como criterio que les determine a inclinarse en uno u otro sentido” .
Así pues, un principio es una norma que “no exige una decisión en particular”, mientras que la regla sí. ¿Qué significa que el principio no exige una decisión particular? El principio de que “nadie debe beneficiarse de su propio delito” parece que pide una decisión bien particular: que se niegue ese beneficio al que lo solicita. Ésa es su consecuencia jurídica. Igual que la norma de que para ser válido el testamento necesita tres testigos exige una decisión igual de particular (su consecuencia jurídica), ni más ni menos: que se niegue validez a ese testamento.
¿Qué significa eso de que un principio como el citado “no pretende siquiera establecer las condiciones que hacen necesaria su aplicación”? Lo pretenda o no lo pretenda, ese principio, esa norma, tiene supuesto de hecho, un supuesto de hecho tan claramente definido como el de la mayoría de las normas que Dworkin tomaría por reglas. Luego de nuevo observamos que no está en la estructura la peculiaridad de los principios sino en la “necesidad” con que “pretenden” su consecuencia jurídica. Una regla “pretende” del todo su consecuencia jurídica, aunque pueda ser derrotada por otra norma (por de pronto, por un principio) que presente una razón mejor para la consecuencia jurídica suya. En cambio, un principio sólo pretende su consecuencia jurídica un poquito o tímidamente, asumiendo que puede ser derrotado por la mejor razón dada por otro principio (o por una regla, curiosamente). Pero en los efectos viene a ser lo mismo: tanto una regla como un principio pueden ser derrotados por un principio opuesto si éste da una razón de más peso. Por consiguiente, la diferencia entre reglas y principios habrá de estar en el modo de “pretender” su consecuencia jurídica. Las reglas la pretenden más perentoriamente y los principios menos, pero como muchas veces los principios son moralmente más relevantes que las reglas, los que pretenden imponerse menos vencerán a las reglas, que pretenden imponerse más. Tremendo galimatías. Y la pregunta del millón es ésta: cuando usted o yo vemos una norma, ¿cómo sabemos cuál su nivel de “pretensión” de imponer la consecuencia jurídica, nivel del que dependerá que sea una regla (pretensión alta) o un principio (pretensión más baja, pero con capacidad para derrotar a la otra norma, más “pretenciosa”)?
De los principios nos cuenta Dworkin, en el párrafo últimamente citado, que deben ser tenidos en cuenta por los funcionarios, cuando vienen al caso . Como esto lo expresa Dworkin al señalar la peculiaridad de los principios por contraste con las reglas, habremos de entender que o bien las reglas no necesitan ser consideradas por los funcionarios cuando vienen al caso, o bien tienen que ser algo más que tomadas en cuenta por los funcionarios cuando vienen al caso. Lo primero es completamente absurdo y contrario a lo que parece que Dworkin quiere indicar. Así que tendremos que concluir que con las reglas no basta que los funcionarios las tomen en cuenta, sino que deben aplicarlas. Pero cuando una regla que tiene que ser aplicada por el funcionario colisiona con un principio de los que ese funcionario tiene que tomar en cuenta, la regla puede ser derrotada por el principio (como en el caso Riggs vs. Palmer, sin ir más lejos), y de esa manera arribamos a la suprema paradoja: el funcionario inaplica la regla que debe aplicar, ya que la vence el principio que tiene que tomar en cuenta. De lo que, si la lógica sigue en vigor, se desprende: el funcionario a veces debe inaplicar la regla que debe aplicar. Como esa aplicación del principio contra la regla no la ve Dworkin como antijurídica, sino como supremamente jurídica, podemos expresar la paradoja de un modo que ya es sangrante, tanto para la lógica como para la teoría del derecho: el funcionario a veces está jurídicamente obligado a inaplicar la norma que jurídicamente debe aplicar. Ese es un buen resumen de Dworkin y su teoría del derecho.

3. Principios pesados.
Señala Dworkin una segunda nota distintiva de reglas y principios, aunque con el problema de que nos indica que es secuela de la anterior, y a la anterior no le habíamos visto el meollo o el uso práctico para diferenciar normas por algo que ellas tengan y que no les pongamos nosotros. “Los principios -escribe- tienen una dimensión que falta en las normas [rules]: la dimensión del peso o importancia. Cuando los principios se interfieren (la política [policy ] de protección a los consumidores interfiere con los principios de libertad de contratación , por ejemplo), quien debe resolver el conflicto tiene que tener en cuenta el peso relativo de cada uno. En esto no puede haber, por cierto, una medición exacta, y el juicio respecto de si un principio o directriz en particular es más importante que otro será con frecuencia motivo de controversia. Sin embargo, es parte esencial del concepto de principio el que tenga esta dimensión, que tenga sentido preguntar qué importancia o qué peso tiene” . En cambio, las reglas “no tienen esta dimensión. Al hablar de reglas o normas, podemos decir que son o que no son funcionalmente importantes (…). En este sentido, una norma jurídica [legal rule] puede ser más importante que otra porque tiene un papel más relevante en la regulación del comportamiento. Pero no podemos decir que una norma [rule] sea más importante que otra dentro del sistema, de modo que cuando dos de ellas entran en conflicto, una de las dos sustituye a la otra en virtud de su mayor peso” .
Si la importancia de las reglas es sólo “funcional”, una regla como la que tipifica el delito de homicidio sólo será funcionalmente importante, pero puede tener funcionalmente la misma importancia que la que permitiera matar impunemente a los pelirrojos o a los bajitos. ¿Será verdad que no podemos distinguir reglas más importantes y reglas menos importantes por razón de su mero contenido? Pero Dworkin insiste: como las reglas no tienen esa dimensión de peso o importancia, si hay un conflicto entre dos reglas no vale buscar la que pese más o sea más relevante, sino que se eliminará una por inválida, aplicando los criterios de jerarquía (formal), el de lex posterior o el de lex specialis “o algo similar”. Pero en la frase siguiente Dworkin se contradice sin rubor: “Un sistema jurídico también puede preferir la norma [rule] fundada en los principios más importantes. (Nuestro propio sistema se vale de ambas técnicas)” . ¿Cómo puede “nuestro” sistema con las reglas valerse de la técnica del peso si acabamos de afirmar que las reglas no tienen peso ? Y si al fin lo tienen, una regla preterida porque pesa más otra regla o pesa más otro principio ¿también es eliminada por inválida? El rigor analítico no es el punto fuerte de la obra de este autor.
Olvidémonos de esa última consecuencia y aceptemos la tesis general de que en caso de conflicto los principios se pesan y gana en cada ocasión el de más peso en ese caso y que las reglas luchan entre sí a muerte y la que no se aplica queda descartada por no válida. Lo primero que nos resultará imprescindible para saber si estamos ante un conflicto de reglas o un conflicto de principios o un conflicto entre regla y principio será conocer cuál norma es una regla y cuál un principio. Es decir, tendremos que haber aplicado un criterio previo de diferenciación y, sobre su base, sabremos si nos hallamos frente a un principio y, por tanto, ponderamos, o frente a una regla, en cuyo caso no ponderamos. Esta segunda diferencia, la de que pesen o no las normas según sean principios o reglas, es enteramente dependiente de la diferencia anteriormente trazada por Dworkin, pero creo que se ha mostrado con claridad que tal diferenciación es fallida y no nos permite la pretendida identificación de reglas y principios. No nos vale absolutamente de nada saber que los principios hay que pesarlos, en caso de conflicto, si antes no somos capaces, a la vista de una norma, de saber con un elemental rigor si esa norma es una regla o es un principio. Y como con los criterios de Dworkin no somos capaces, llegamos a otra espectacular paradoja: los principios no se ponderan porque son principios, sino que son principios porque se ponderan; es decir, porque decidimos que sean principios para poder aplicarlos ponderando.
Y luego está la cuestión del conflicto entre reglas y principios, que mismamente hemos visto, según Dworkin, en el caso Riggs vs. Palmer, donde habría ganado el principio. Si, cuando vienen al caso, las reglas o se aplican o son tenidas por inválidas, y los principios, cuando vienen al caso, se pesan, ¿cómo hacemos cuando el conflicto se dé entre una regla y un principio? Si resulta que se soluciona ponderando, tenemos que las reglas también se ponderan y seguimos sumando incongruencias a esta curiosa teoría de las normas.
A la postre, hasta Dworkin toma conciencia de que sus distinciones hacen aguas y tienen más agujeros que un colador: “La forma de un estándar no siempre deja claro si se trata de una norma [rule] o de un principio. <> no es una proposición muy diferente, en la forma, de <>, pero quien sepa algo del derecho norteamericano sabe que debe tomar el primero de estos enunciados como la expresión de una norma [rule], y el segundo como la de un principio. En muchos casos, la distinción es difícil de hacer: tal vez no se haya establecido cómo debe operar el estándar, y este problema puede ser en sí mismo motivo de controversia” . Será que hay casos en los que para ver la diferencia no basta con “saber algo del derecho norteamericano”. Añade: “En ocasiones, una norma [rule] y un principio pueden desempeñar papeles muy semejantes, y la diferencia entre ambos es casi exclusivamente cuestión de forma” . Así que a veces la forma no deja claro si una norma es regla o principio, pero otras veces “la diferencia entre ambos es casi exclusivamente cuestión de forma”. El ejemplo que de esto último aporta Dworkin es la norma de la Sherman Act que dice que “todo contrato que restrinja el comercio será nulo”. La cuadratura del círculo la habría encontrado la Suprema Corte, que entendió que esa norma funcionaba lógicamente como una regla y sustancialmente como un principio . ¿Por qué? Porque esa norma contenía la expresión “irrazonable”. Diablos, pero entonces la norma no prohibía los contratos que restringieran el comercio, sino los contratos que restringieran irrazonablemente el comercio.
¿O acaso tiene alma de principio, aunque en cuerpo de regla, la norma que use expresiones como “irrazonable” en su supuesto de hecho? Al parecer sí, pues “un tribunal debe tener en cuenta multitud de otros principios y directrices para determinar si una restricción en particular, en determinadas circunstancias económicas, es <>” . ¿Será, entonces, que las normas que contienen expresiones bastante indeterminadas, como “irrazonable”, son principios en el fondo? No es eso lo que acaba de afirmar Dworkin, sino que esas normas son “sustancialmente” principios porque para su interpretación en cada caso hay que echar mano de principios. Con lo que vemos otro salto mortal sin red: son “sustancialmente” principios las normas cuyo significado o interpretación para el caso se hace con ayuda de principios. O sea, serían principios casi todas las normas necesitadas de interpretación; o lo serían en los casos en que necesitan ser interpretadas.
Bien, pero en qué quedamos, ¿son o no son principios “sustancialmente” esas normas? Sí, pero no: “Con frecuencia, palabras como <>, <>, <> y <> [sifnificant] cumplen precisamente esta función. Cada uno de esos términos hace que la aplicación de la norma que lo contiene dependa, hasta cierto punto, de principios o directrices que trascienden la norma, y de tal manera hace que ésta se asemeje más a un principio. Pero no la convierten totalmente en un principio , porque incluso el menos restrictivo de esos términos limita el tipo de los otros principios y directrices de los cuales depende la norma” . No es nada fácil entender esto, ni con buena voluntad siquiera o aplicando un dworkiniano principio de caridad, pero parece que quiere decir que aquella norma no es principio del todo porque algo restringe el abanico de las interpretaciones o aplicaciones posibles. Pero ¿acaso un principio no restringe el juego de las interpretaciones o aplicaciones posibles? ¿Y acaso no ponen los principios límites al alcance posible de otros principios?
Lo que es peor, seguimos sin enterarnos de cómo distinguir una regla de un principio para, luego, ver qué nos manda cada uno, cómo o con qué “pretensión” nos lo manda y si hemos de ponderar o no para decidir el caso para el que la norma correspondiente concurra. Con todo, una nueva afirmación nos turba: no sabremos cuáles son los principios, pero estamos rodeados de ellos y una vez que sabemos que los hay (aunque no los diferenciemos), captamos que son legión. Pasa como con los ángeles y los demonios o las ánimas del purgatorio. Oigámoslo: “Una vez que identificamos los principios jurídicos como una clase de estándares aparte, diferente de las normas [rules] jurídicas, comprobamos de pronto que estamos completamente rodeados de ellos” .
Se nos informa de que donde más funcionan los principios y tienen “el mayor peso es en los casos difíciles, como el de Riggs y el de Henningsen” . Ya acostumbrados a la duda y al enigma, vuelven las preguntas: ¿Por qué es difícil un caso? ¿Un caso difícil lo es porque no hay norma aplicable o no es clara? En Riggs, parece que sí la había, pero que llevaba a una solución injusta. Entonces un caso es difícil cuando la solución normativa que da el sistema jurídico-positivo es injusta o nos parece injusta. Ciertamente así ocurría en esa oportunidad. Para librarnos de la consecuencia jurídica de la norma aplicable, cuando la hay y no es oscura, buscamos un principio y lo hallaremos, pues estamos rodeados de ellos. Pero veamos qué pasa cuando aplicamos un principio:
“Una vez decidido el caso, podemos decir que el fallo crea una norma determinada (por ejemplo, la norma de que el asesino no puede ser beneficiario del testamento de su víctima). Pero la norma no existe antes de que el caso haya sido decidido; el tribunal cita principios que justifican la adopción de la norma nueva. En el caso Riggs, el tribunal citó el principio de que nadie puede beneficiarse de su propio delito como estándar básico con arreglo al cual debía entenderse la ley testamentaria, y así justificó una nueva interpretación de dicha ley” .
Esa relación entre la norma general y la norma individual que para los hechos del caso se construye en la sentencia y que determina el fallo no tiene nada de particular ni se ve sólo cuando comparecen principios. Tomemos el art. 756 del Código Civil español:
“Son incapaces para suceder por causa de indignidad: 1º Los padres que abandonaren, prostituyeren o corrompieren a sus hijos. 2º El que fuere condenado en juicio por haber atentado contra la vida, del testador, de su cónyuge, descendientes o ascendientes…”.
Puede haber muchos casos en los que se requiera interpretar esos enunciados de la norma para saber si el que demanda los bienes hereditarios con base en el testamento puede recibirlos o no. ¿Qué significa exactamente “prostituir” o “corromper”? ¿Y “abandonar”? ¿El atentado contra la vida del testador tiene necesariamente que ser doloso? ¿Se considera también el dolo eventual, en su caso? Es fácil encontrar o discurrir casos cuyo fallo impepinablemente dependa de cómo se resuelvan estas dudas interpretativas. De la interpretación de la norma aplicable al caso resultará siempre la norma más concreta que al caso se aplica y que ya recoge los concretos hechos del caso en su supuesto, habiendo justificado por vía de interpretación que esos hechos son subsumibles en el enunciado genérico de la norma genérica. Pero si esto es así, como Dworkin también nos acaba de relatar, la aplicación de los principios a los casos tampoco se diferenciaría de la aplicación de las reglas: simple razonamiento interpretativo-subsuntivo.
4. Hércules y los herculanos
Dworkin intenta demostrar dos tesis interrelacionadas, la de que existen los principios y la de que los jueces carecen de discrecionalidad. Lo que hace que, pese a las insuficiencias regulativas de las reglas, no haya discrecionalidad son los principios. Si no hubiera principios habría discrecionalidad, y si hubiera discrecionalidad habría que admitir, según Dworkin, que de alguna forma los jueces “legislan”, pues lo que el sistema jurídico no les dé para solucionar el caso tendrían que “ponerlo” ellos.
Tendremos que ver cómo fundamenta nuestro autor los principios y su naturaleza , pero ese fundamento tendrá que ser compatible con su tesis de que los principios son o pueden ser conocidos por el juez de manera suficientemente precisa para que sea la decisión correcta la que coincida con ellos y errónea la que la que no. Todo ello sin dejar resquicio a la discrecionalidad judicial.
Esos principios que al juez vinculan y le enseñan la decisión de los casos difíciles tendrían su clave en que han de ser “coherentes con decisiones anteriores que no han sido modificadas, y con decisiones que la institución está dispuesta a tomar en las circunstancias hipotéticas” . A partir de aquí todo es todavía más oscuro en Dworkin. Intentaré resumirlo sin traicionarlo.
Si dijera que los principios habitan en un lugar llamado L, nos estaría dando una “regla maestra”, tipo la hartiana regla de reconocimiento, y eso no puede ser, pues haríamos como los positivistas, pero aquí para el derecho no positivo. Los principios no pueden ser localizables en L, tienen que estar diseminados por ahí. Esto es, tenemos que poder encontrarlos, pero no podemos saber o decir dónde se encuentran. Están en la moral subyacente al sistema jurídico del que forman parte, son los patrones morales que explican moral y políticamente el sistema jurídico, pero no en la parte de esa moral referida a objetivos políticos, sino a derechos individuales. Si no me equivoco, algo por el estilo ya habían explicado bien los de la Jurisprudencia de Valores, pero en Alemania y en alemán.
Si, dentro de un sistema jurídico determinado, tomamos la Constitución, las leyes y los precedentes judiciales, encontraremos una serie de pautas valorativas desde las que hemos de poder reconstruir dicho sistema como un sistema coherente, un sistema moralmente coherente y coherente en cuanto a sus objetivos últimos y a los derechos que son asignados a los ciudadanos. Es necesario, según Dworkin, hacer una teoría completa de los fundamentos del sistema jurídico de referencia, y dentro de esa teoría ya aparecerá lo que puede faltar en el conjunto de las reglas del sistema, sean esas reglas constitucionales, legales o jurisprudenciales.
Primero comparecerán decisiones y valoraciones aparentemente contradictorias o en tensión, pero una teoría que se proponga la reconstrucción coherente y la superación dialéctica de esas tensiones arribará a un sistema teórico presidido por unos principios perfectamente trabados, completos y entre sí congruentes. Desde esos principios se retorna a las reglas y los casos y quedará resuelto aquel problema que sin tal teoría teníamos: la insuficiencia regulativa de las reglas de cualquier tipo y la consiguiente presencia de casos difíciles. Los casos sólo son difíciles en cuanto contemplados nada más que desde las reglas (la Constitución, las leyes, las costumbres, los precedentes), pero habrá para ellos solución unívoca en cuanto desde esa teoría del conjunto que resalte los fundamentos morales de ese conjunto busquemos la solución para dichos casos difíciles, ya fáciles ahora.
La construcción de una teoría tan completa y abarcadora, que supone conocer todas las reglas, toda la historia del sistema y todas las decisiones en el sistema e incluir todo ello en un edificio teórico abarcador que de todo ello dé cuenta, es una tarea hercúlea y que, ciertamente, no está al alcance de los jueces de carne y hueso y ni siquiera de Dworkin mismo. Pero hipotéticamente sería posible para un jurista o juez perfectamente sabio y genial, figura a la que Dworkin llama Hércules. De manera que:
a) Los principios están ahí, en el fondo del sistema jurídico entendido como un todo, un todo en sentido sincrónico (todas las reglas vigentes) y en sentido diacrónico (todas las decisiones tomadas a lo largo de la historia de un sistema).
b) Hércules, en su infinita sabiduría, encontraría los principios sin equivocarse y, a partir de ellos, conocería la respuesta correcta para cada caso difícil: qué derecho tiene o no tiene cada parte.
c) Como Hércules basa su decidir en su pleno conocer y como acata los resultados de su conocimiento de los principios, Hércules no decide con discrecionalidad.
d) El juez de carne y hueso que tiene que fallar en un caso difícil habrá de ser consciente de que:
– Existen los principios que dan la única respuesta correcta para el caso.
– Hércules conoce esa respuesta porque conoce los principios y sus prescripciones para ese caso. Sabe, por ejemplo, qué principio pesa más en ese caso.
– Él, el juez de carne y hueso llamado a decidir, no es Hércules ni sabe lo que Hércules sabe.
– Él, ese juez real, decidirá el caso erróneamente si no lo decide como Hércules lo decidiría, es decir, aplicando los principios que más pesen, extraídos, con su peso, de esa omnicomprensiva teoría moral del sistema.
e) Ese juez verdadero, que sabe que tiene que dar con la decisión verdadera pero no puede saber cuál es, carece de discrecionalidad: no tiene discrecionalidad porque el sistema jurídico no le permite alternativa, sino que lo obliga a decidir lo correcto.
f) Tanto si ese juez presupone que existen los principios y razona con ellos, como si no lo hace porque es un juez positivista, a efectos prácticos está en la misma situación: no sabe cómo tiene que decidir para dar la única respuesta correcta, ya que él no es Hércules; pero tiene que dar la respuesta correcta puesto que la hay y Hércules la conocería.
En resumen, el esquema completo vendría a ser más o menos así: (i) los casos difíciles tienen una única solución correcta (y no hay discrecionalidad para el juez) porque existen los derechos individuales; (ii) los derechos individuales existen porque existen los principios; (iii) de los principios podemos decir que existen y pueden ser conocidos porque Hércules los conoce, teniendo en cuenta que Hércules es un ser hipotético; (iv) como los principios existen y pueden ser conocidos (de lo cual es prueba que Hércules los conocería si existiera y no fuera sólo una hipótesis o un ser de ficción), los jueces no pueden negar que existen y que ellos deben o deberían conocerlos y aplicarlos; (v) la prueba de que los jueces están al corriente de esto es que a menudo apelan a principios cuando resuelven casos difíciles ; (vi) cuando los jueces no aciertan a aplicar los principios como deben, puesto que no están en condiciones de conocerlos como Hércules los conocería, deben saber que yerran en la solución de sus casos; (vii) pero como no son Hércules, tampoco sabrán lo que sabrían si fueran Hércules: que yerran cuando yerran; (viii) como no saben que yerran cuando yerran, será normal que, con toda su buena voluntad, piensen que aciertan siempre que a los casos difíciles aplican principios; (ix) como sólo Hércules les podría demostrar que están en el error por aplicar mal los principios, nadie les podrá demostrar que erraron (podría Hércules, pero Hércules no es real y jamás les va a recurrir una sentencia ni se la va a criticar en una revista).
Por tanto: a) lo que los jueces reales tienen que hacer en los casos difíciles es proponerse resolverlos como Hércules los resolvería; b) si esto lo hacen honradamente y de buen fe, otros podrán discrepar de sus decisiones, pero ninguno les podrá demostrar que son erróneas, ni siquiera otro que también razone con principios proponiéndose hacerlo como Hércules lo haría.
Impresionante. A cosas así fue a parar la teoría del derecho del último cuarto del siglo XX. Y por ahí sigue.
Ahora vamos con alguna cuestión de detalle, al hilo de los textos de Dworkin.
Así se nos presenta a Hércules: “Si un juez acepta las prácticas establecidas de su sistema jurídico -es decir, si acepta la autonomía prevista por sus distintas normas constitutivas y regulativas-, entonces, de acuerdo con la doctrina de la responsabilidad política, debe aceptar alguna teoría política general que justifique dichas prácticas. Los conceptos de intención de la ley y los principios del derecho consuetudinario son recursos para la aplicación de esa teoría política general a problemas controvertibles sobre los derechos”. “Por consiguiente, haríamos bien en considerar de qué manera, en los casos adecuados, un juez podría elaborar teorías sobre qué es lo que exigen la intención de la ley y los principios jurídicos (…) Para este propósito he inventado un abogado dotado de habilidad, erudición, paciencia y perspicacia sobrehumanas, a quien llamaré Hércules. Supongo que Hércules es juez en alguna jurisdicción importante de los Estados Unidos. Supongo que acepta las principales normas constitutivas y regulativas no controvertidas del derecho en su jurisdicción. Es decir que acepta que las leyes tienen poder general de crear y extinguir derechos, y que los jueces tienen el deber general de ajustarse a las decisiones anteriores de su tribunal o de tribunales superiores cuyas bases lógicas, como dicen los juristas, abarquen el caso que tiene entre manos” .
Ya ha surgido una buena diferencia con el iusnaturalismo clásico. Estos principios que Hércules, en su omnisciencia e infinita bonhomía, extrae son los principios morales que laten bajo un concreto sistema jurídico-positivo, sincrónica y diacrónicamente. A un sistema jurídico-positivo S un iusnaturalista puede oponerle, a modo de normas de derecho natural, los principios de validez universal de la moral verdadera (o de una parte de la misma), aquella grabada por Dios en la naturaleza humana o que la razón por sí descubre en dicha naturaleza. Pero Dworkin y Hércules no están en eso. Dworkin tiene que admitir, según lo dicho, que si un sistema S1 y un sistema S2 son muy distintos, contienen reglas incompatibles (por ejemplo, uno reconoce la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, sea cual sea su sexo y el otro sienta la superioridad en derechos del varón) y presentan historias diferentes del todo, la teoría que Hércules elaboraría en cada uno de ellos tendría contenidos bien heterogéneos y opuestos ; y que heterogéneos y opuestos serían los principios jurídicos así hallados para guiar a los jueces en los casos difíciles de cada uno de esos sistemas y para descartar su discrecionalidad valorativa. Más aún, un juez de S2 no estaría autorizado a anteponer en su decisión un principio de igualdad de derechos entre los sexos, ya que con ello contravendría un principio obligatorio de su sistema y uno de los fundamentos morales ese mismo sistema. En esto un iusnaturalista moderno y que considerara como de derecho natural la igualdad entre los sexos nos ayudaría bastante más que Dworkin si queremos pedir que los jueces no apliquen las normas inicuas de sistemas inicuos.
Para colmo, además de que las decisiones de Hércules no podemos conocerlas, sino que tenemos que imaginarlas sin poseer sus dones prodigiosos, resulta que tales decisiones pueden ser discutibles, “controvertibles”. ¿Controvertibles por otro Hércules o controvertibles por nosotros mismos? Porque para nosotros mismos, que andamos medio a oscuras porque no somos Hércules, controvertibles serían todas. Pero qué digo: nosotros mismos no podemos propiamente conocer las decisiones de Hércules para discutírselas, ya que sus decisiones son tan hipotéticas como él mismo. Las que le veamos controvertibles será porque se las imaginamos. Y ya que lo hemos asimilado como perfecto, ¿por qué no vamos a imputarle siempre decisiones incontrovertibles? Pero Dworkin, a su estilo, dice esto: “Es perfectamente cierto que en algunos casos la decisión de Hércules en lo que se refiere al contenido de la moralidad comunitaria, y por lo mismo su decisión sobre los derechos jurídicos, serán controvertibles. Tal sucederá toda vez que la historia institucional deba ser justificada apelando a algún concepto político discutido, como la equidad, la libertad o la igualdad, pero no sea lo suficientemente detallada para que se pueda justificar gracias a una sola de las diferencias conceptuales de tal concepto” .
Sospecho que Hércules es en realidad Ronald Dworkin, pero no puedo probarlo. O no lo es, porque dice el autor que en ocasiones los jueces “cometerán errores, porque son seres falibles y, en todo caso, porque discrepan . Pero naturalmente, aunque -en cuanto críticos sociales- sepamos que se cometerán errores, no sabemos cuándo, porque tampoco somos Hércules” .
Total, que la única respuesta correcta existe y está en los principios, pero no se sabe a ciencia cierta cuál será. Lo que se ha de hacer es presuponerla para animarse a buscarla. Pero el análisis no puede quedar ahí, una vez que afinamos la crítica. Si no sabemos cuándo hay acierto y cuándo error al aplicar los principios, tiene que deberse a que tampoco conocemos cuáles son o qué contenido tienen los principios. Pero como los principios, dice Dworkin, son una parte cierta e indiscutible del sistema jurídico, en el sistema jurídico hay normas -principios- que o no sabemos cuáles son o desconocemos lo que prescriben para los casos. Pese a lo que Dworkin se mantiene en sus trece: el juez no tiene discrecionalidad. Ah, y los positivistas están ciegos por no ver esos principios y su importantísimo papel regulativo.
Antes comprobamos que un argumento esencial para Dworkin en favor de que los principios jurídicos objetivamente existen está en que los jueces y abogados apelan a ellos. Si se encomendaran a los ángeles se habría de asumir, por esa regla de tres, que los ángeles existen y son fuente del derecho. Ahora vamos a comprobar por qué cree Dworkin que para cada caso hay una respuesta única correcta, la respuesta verdadera: porque cómo no va a pretender el juez que la respuesta que le parece la más convincente es la verdadera.
Pone el supuesto de un filósofo escéptico que no creyera en la única respuesta correcta para los casos difíciles y se lo fuera diciendo así a los perplejos jueces. Se imagina Dworkin qué sucedería si a ese filósofo escéptico se le hiciera estudiar derecho y luego empezara a trabajar unos cuantos años como juez: que él también acabaría diciendo, como cualquier juez, cuál le parece la respuesta correcta para cada caso que decide. Ese antiguo escéptico “descubrirá que le parece que una teoría determinada del derecho ofrece una mejor justificación del derecho establecido que las teorías concurrentes . Podrá fundamentar con razones esa creencia, aun cuando sepa que para otros esas razones no serán concluyentes. ¿Cómo puede decir que, de acuerdo con argumentos que para él son convincentes, el daño económico puede ser indemnizado, y al mismo tiempo negar que una proposición tal pueda ser verdadera? ¿Cómo puede tener razones para su creencia y, sin embargo, negar que cualquiera puede tener razones para una creencia tal?” .
¿Es prueba de la verdad de un enunciado el que quien lo emite esté convencido de que es verdadero y fundamente esa convicción con razones, incluso a sabiendas de que esas razones no serán concluyentes para otros? ¿Cómo puede sostenerse tesis tan rara?
El problema P (un problema de los llamados de razón práctica o un problema jurídico difícil) sólo tiene, supongamos, dos respuestas posibles e incompatibles, R1 y R2. Sobre el problema P dos sujetos, S1 y S2 discrepan. S1 defiende R1 con toda convicción y aportando razones; S2 defiende R2 con toda convicción y aportando razones. Con los planteamientos de Dworkin, ¿qué podemos concluir?
Primera posibilidad: que tanto R1 como R2 son verdaderas. Esto es absurdo. Además, trasladado a Dworkin, mutatis mutandis, choca con su tesis de la única respuesta correcta.
Segunda posibilidad: que tanto S1 como S2 están convencidos de que P tiene una única respuesta correcta y cada uno está persuadido de que es la suya, pero ninguno puede saber objetivamente cuál es la única respuesta correcta ni, por tanto, si él acertó o erró. Entonces, ¿por qué creen S1 y S2 que hay una única respuesta correcta? Contestación con Dworkin: porque si no creen que hay una única respuesta correcta, cómo van a pensar que la correcta es la suya. Esto, que creo que es completamente fiel a Dworkin, acarrea varias consecuencias desopilantes:
a) En cualquier asunto o materia en el que alguien crea que tiene una respuesta que es la correcta, existe la única respuesta correcta, sea ésa u otra. Por ejemplo, A cree, con amplias razones que nos aporta, que para alcanzar el paraíso eterno es mejor rezarle a Yahvé que a Alá, y B cree, con muchas razones también, que para eso es mejor rezarle a Alá que a Yahvé. Una de las dos respuestas tiene que ser la única objetivamente correcta, porque cada uno está convencido de que es la suya. Y, además, ahí tendríamos la prueba de que Dios existe, aunque no sepamos quién es. Razonamiento à la Dworkin en estado puro.
b) Si todos los jueces de un sistema jurídico sentenciaran convencidos de que su respuesta es la mejor que buenamente y con honestidad se les ocurre, pero no necesariamente la objetivamente correcta (esos jueces asumirían que actúan con discrecionalidad), en ese sistema jurídico habría Dworkin de decir que no existe la única respuesta objetivamente correcta, ya que los jueces no razonan como si la hubiera.
Conclusión: la teoría dworkiniana de la única respuesta correcta (y de los principios que la alimentan) es la teoría de que la única respuesta correcta existe porque los jueces creen que existe, aunque no puedan saber cuál es esa respuesta para cada caso y sólo les quede pensar que cuanto más convencidos estén, más cerca andarán de ella. En la búsqueda de la verdad, también en el derecho, lo importante es participar. No como los positivistas, que no creen en nada y no tienen ni principios.

Juan Antonio García Amado

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