Brother. Sobre criminalidad organizada, Estados y legitimidades.

BROTHER[1]. Sobre criminalidad organizada, Estados y legitimidades[2]

 Juan Antonio García Amado

            Cuando en el Derecho y el Estado modernos se define un delito y se exponen sus características, hay un aspecto que no suele explicitarse, pues se da por supuesto. Se trata del punto de vista desde el cual la actividad delictiva recibe esa su consideración negativa. Es ese punto de vista el que, por un lado, determina la calificación moral negativa de la conducta o actividad que va a ser, luego, formalmente, tildada como delictiva, y, por otro, justifica esa tipificación jurídico-normativa de dicha conducta o actividad como delito.

            Es decir, la legislación estatal enumera las notas definitorias de una conducta o actividad que formalmente va a contar como delito y que, en consecuencia, va a ser objeto de el tipo específico de sanción que es la sanción penal. El principio de legalidad impone que no puede haber delito ni, consecuentemente, castigo penal sin esa previa tipificación expresa y suficientemente precisa de la conducta o actividad constitutiva de delito. También se requiere previsión legal concreta del alcance de la pena prevista para el ilícito penal así tipificado.

            Pero esa tipificación jurídico-formal del delito y su correspondiente previsión de castigo se asientan en la previa calificación moral fuertemente negativa de la respectiva conducta o actividad. Aquí viene al caso la categoría doctrinal de bien jurídico-penal, entendiéndose que el delito sólo cabe como proscripción de conductas y actividades que atenten contra bienes básicos del individuo y de la convivencia social[3]. De ahí que se suela afirmar que el Derecho penal es ultima ratio o garantía extrema de tales bienes y que entra en juego cuando las normas morales y las demás normas sociales en general por sí no basten para el aseguramiento de dichos bienes fundamentales.

            En otras palabras, el sistema penal presupone dos cosas al definir los delitos y sus penas: un grupo social mínimamente compacto en cuanto a la asunción de un sistema moral común y un Estado con la función de delimitar formalmente el delito y organizar institucionalmente su represión. Desde la primera perspectiva el delito aparece como moralmente ilegítimo, y desde el segundo punto de vista se presenta como jurídicamente ilícito, como acción antijurídica. Ilicitud moral e ilicitud jurídica son los dos componentes que se superponen en la caracterización del delito. Sin la primera la calificación de una conducta como delictiva aparecería como socialmente inaceptable; sin la segunda la persecución del delito perdería su especificidad formal por ausencia de un Estado monopolizador del uso de la violencia legítima y que opera bajo la óptica jurídica que lo define, óptica legal e institucional.

            Si partimos de estas consideraciones y nos preguntamos si en Brother estamos ante una recreación de la delincuencia organizada, o de un tipo de ella, se impone una respuesta matizada. Es el espectador, somos nosotros los que, al introducir y dar por sentado el punto de vista tanto moral como estatal y jurídico-formal, reconducimos la historia a dicho esquema de delincuencia. Al presuponer la reprochabilidad moral de la violencia que se exhibe y la ilicitud jurídica de tales conductas y de ese modo de organizarse, damos por evidentes, en el punto de partida, el sistema moral entre nosotros vigente y el sistema jurídico-estatal en nuestro medio operativo. Pero ese es, por así decir, un punto de vista externo a dicha narración fílmica y a sus personajes, valores y vivencias, no es el punto de vista interno del mundo social y parainstitucional que en la película se deja ver. Todo ello sin contar con que la propia noción de delincuencia organizada es evanescente e incierta en grado sumo. Como dice L. Zúñiga, “hay muy pocos acuerdos acerca de qué es la criminalidad organizada”[4]. Por su parte, J.O. Sotomayor señala que “de <<criminalidad organizada>> se habla para referirse a un sinnúmero de delitos de muy diversas características y en algunos casos con muy poca relación entre sí”[5]

            Para empezar, en el filme el Estado y sus instituciones de orden y de persecución del delito no aparecen, o lo hacen de modo absolutamente tangencial, con la brevísima presencia de un par de policías corruptos que, a cambio de dinero, se abstienen de perseguir a los que, para ellos, habrían de tener la consideración de criminales. En el tramo inicial, en Japón, los mandos policiales que aparecen vienen a ser parte también de la mafia misma, a la que amparan y aconsejan. Fuera de esos detalles de relleno o de concesión a cierta verosimilitud argumental, no comparece el Estado como mantenedor del orden y detentador de la violencia legítima. Ese Estado marginal se abstiene, hace mutis y carece de cualquier otra presencia en la historia. No se contempla una contraposición entre violencia estatal legítima y violencia grupal que, bajo el prisma legal e institucional, resulte ilícita. Formalmente, la violencia que se aplica pierde el componente de ilicitud. Si, como órgano del Estado, la policía es puramente venal, se esfuma toda contradicción entre un sistema normativo estatal legítimo y una violencia grupal ilegítima. En ausencia de un patrón de legitimidad y legalidad, decae la base también para observar lo ilegítimo e ilegal.

            Del mismo modo, tampoco la acción mafiosa se expone como contraposición entre un grupo social delictivo y una sociedad aglutinada en torno a valores morales alternativos. Tampoco la sociedad tiene apenas presencia, no figura como contrapunto. La mafia japonesa o la mafia italiana en Nueva York no son presentadas, por razón de las reglas que las rigen o de las acciones que ejecutan, como excepción frente a una sociedad trabada mediante normas comunes y estructurada institucionalmente. Hay más de estado de naturaleza que de sociedad estatalmente organizada en el ambiente de la película. En ese contexto tácitamente anómico, sólo los grupos mafiosos poseen un sistema de reglas claras y eficaces.

            Así las cosas, a la pregunta sobre el carácter delictivo y sobre la reprochabilidad, moral y jurídica, de los comportamientos que en la cinta se muestran puede darse una contestación peculiar: no hay delito ni reprochabilidad ni ilegitimidad ninguna, salvo que el espectador así lo presuponga a partir de los datos que él mismo aporte a la contemplación y la lectura de la historia expuesta. Bien al contrario, los protagonistas se atienen a sistemas normativos muy densos y dotados de normas que se hacen valer conforme a dinámicas sistémicas bien marcadas. Fuera de tal sistema, no hay más normas ni más valoración alternativa que las del espectador, con su punto de vista externo.

            Hay familias, lazos de parentesco, y hay clanes. Existen ritos con valor constitutivo y se establecen fuertes lealtades. Una parte de las acciones violentas tiene el carácter de sanción por la vulneración de las normas del grupo. En ocasiones, esas sanciones violentas las aplican contra sí mismos los propios sujetos que han infringido la norma, con lo que se siente la fuerza intensa con que las reglas fundamentales del grupo se anclan en la conciencia de sus miembros. Las jerarquías son estrictas y la obediencia se torna suprema virtud que se desvincula de la razón y la reflexión. La ligazón emocional entre el individuo y el grupo es tan fuerte, que el heroísmo más alto consiste en la autoinmolación por el bien del colectivo. La pauta máxima de las relaciones entre los sujetos acaba siendo el honor, y hasta la propia ambición y el interés particular ceden frente el valor del sacrificio y el peso de la lealtad. La vida propia vale menos que el honor y la muerte se prefiere a la traición o la derrota. El enfrentamiento a muerte con el enemigo para compensar los atentados contra el grupo no es tanto venganza particular cuanto ejercicio de comunión con el colectivo y riesgo y sacrificio por su identidad y su pervivencia. La vida de uno no vale nada fuera de esa comunidad grupal y vital.

            Reléase este párrafo inmediatamente anterior dejando de lado que es descripción de lo que en la película vemos. ¿Nos es completamente extraño ese mundo así descrito, ese sistema de valores y jerarquías, ese entramado de lealtades y fidelidades, esa dinámica entre el valor del sujeto individual y el de la comunidad que lo acoge? En modo alguno. Así se ha adiestrado secularmente a los militares, en el patriotismo, en la inmolación por la nación, en el honor y en la entrega por la comunidad. El militar heroico no era estructuralmente tan distinto de estos valerosos protagonistas de la película. También la formación religiosa tradicional participa de esos perfiles y sólo hace falta pensar en conceptos como el de martirio o el de pueblo elegido o en la cesura intencional entre fe y razón y entre interés personal e interés trascendente de la comunidad eclesial. ¿Qué cambia, pues? El tipo de legitimidad que en cada ocasión y lugar -Estado, iglesias, grupos delictivos…- esté presente, las razones para así darse al grupo y acatar sus normas.

            Decíamos antes que en Brother no comparece propiamente el Estado, en su función y con su legitimidad. ¿Cabría matizar o enmendar dicha afirmación? ¿Qué inconveniente habría para considerar que ese grupo neoyorquino gobernado por Yamamoto es un Estado? Lo primero que se nos ocurrirá es que un grupo que procede con esa fría y criminal violencia carece de todo rastro de legitimidad. Pero ahí el juicio de legitimidad lo estaríamos poniendo nosotros, desde el punto de vista de nuestro grupo y nuestros Estados, pues hemos visto que el sentimiento de legitimidad que viven los protagonistas con sus acciones es radical y profundo. No se pierda de vista, además, que buena parte de los Estados contemporáneos históricamente nacen de la violencia extrema de grupos que a sangre y fuego se adueñan de un territorio y en él imponen su ley, tanto sus normas jurídicas como sus sistemas de valores y su escala de lealtades. Desde ese momento, todo grupo organizado que se oponga a los designios del así constituido como Estado adquirirá, para la normativa estatal, el carácter de delincuencia organizada. Una visión puramente sustancial y moralizante de la delincuencia organizada llevaría a concluir que muchos Estados originariamente nacieron de la misma o, incluso, que algunos de los actuales todavía pueden ser así calificados. Por eso estamos aquí insistiendo en que el concepto jurídico-penal de delincuencia organizada presupone un enfoque estatal cuya legitimidad no se cuestiona, se presupone. Y eso nos acaba forzando a establecer pautas de legitimidad de los Estados para que podamos diferenciarlos de las redes delincuenciales.

            Si la cuestión de la legitimidad la acotamos de esa manera, a la hora de establecer las diferencias entre Estado y delincuencia organizada, las otras diferencias posibles se tornan más sutiles. Cuando un grupo violento y/o mafioso consigue el pleno dominio sobre un territorio y una población, a los que somete mediante una muy estricta aplicación de sus normas internas de actuación, cabe siempre preguntarse si habrá nacido un Estado. Esa era, como es bien conocido, la tesis de Kelsen, para quien el Estado no es más que el reverso institucional y operativo de un sistema jurídico eficaz, por lo que allí donde un sistema jurídico eficazmente se impone tenemos un Estado en toda regla[6]. Sabemos, además, que hasta por el Derecho internacional acabará esa dominación fáctica siendo reconocida y, con ello, alcanzando juridicidad también bajo dicho sistema.

            Es la índole o alcance de la dominación sobre un territorio lo que tal vez nos permita diferenciar entre dominio estatal y dominio mafioso o de la delincuencia organizada. Donde un grupo mafioso tiene una presencia notable y muy eficaz e impone su interés y sus pautas, la situación, en lo que al Estado se refiere, puede ser de dos tipos: puede el Estado preexistente desaparecer de allí y ser reemplazado por un Estado nuevo, nacido de aquella dominación, o puede pasarse de una situación de monopolio estatal de la violencia legítima a una de duopolio de la violencia “legítima”. Lo primero podemos verlo en lugares en los que grupos armados se enfrentan violentamente al Estado y, al tiempo, se nutren económicamente de actividades que el Derecho nacional o el internacional considera delictivas. Tal sería el caso, por ejemplo, en aquellas zonas de Colombia eficazmente dominadas por la guerrilla. En dichos territorios el orden estatal viene a quedar plenamente desplazado por un orden nuevo, protoestatal o paraestatal, ya que son esos mismos grupos los que legislan sobre los más variados asuntos y los que imponen sus normas mediante sanción y a través de una nueva institucionalidad, más o menos formalizada. El enfrentamiento, ahí, se asimila, de hecho, a la guerra entre Estados.

            En cambio, la situación prototípica de dominio en un territorio de un grupo mafioso o de delincuencia organizada no da lugar a un caso de monopolio de la normación y del uso de la fuerza “legítima”, sino a una duplicidad, con reparto de funciones o tareas entre dicho grupo y el Estado. Por eso una nota definitoria de tales grupos podría ser su carácter parasitario del orden estatal. No van contra el Estado como tal o en cuanto un todo, sino que solamente pretenden acomodarse en los márgenes del mismo y reservando para sí ciertas actividades o determinados beneficios. Expliquemos esto un poco mejor.

            Las mafias no legislan sobre cualquier asunto ni se ocupan de imponer mediante su fuerza cualesquiera normas. Las mafias no pretenden derribar el Estado y su orden, sino acomodarse dentro de él con ventaja e impunidad. Su designio no es político, sino económico. Sobre múltiples aspectos de la organización social no tienen inconveniente en que sea el Estado, a través de sus instituciones, el que norme y juzgue. Solamente se ocuparán de que esas normas o sentencias les sean favorables en los ámbitos de actividad económica en los que tengan intereses, y para ello corromperán, chantajearán, amenazarán o atentarán contra legisladores, jueces, cargos políticos y cuerpos de seguridad. Y cuando no logren adaptar la normativa estatal a sus propósitos, la infringirán o procurarán de sortearla de cualquier modo.

            De otra forma explicado, las mafias poseen internamente un orden normativo muy denso y estricto, que rige las relaciones entre sus miembros y sus grupos, pero hacia el exterior no pretenden imponer un orden social, político y jurídico resultante de un punto de vista alternativo al vigente, sino que son moral y políticamente indiferentes hacia ese orden en lo que a su beneficio no afecte, y lo parasitan, sobre él se constituyen y a partir de él y en relación con él se organizan. De ahí que la delincuencia organizada de tipo mafioso y de propósito económico no sea propiamente delincuencia política. A Yamamoto y a los demás protagonistas del film no se les conocen ideales políticos de ningún género.

            Volvamos a la película. No figura en ella un único grupo, sino varios. En Japón compiten y guerrean dos clanes mafiosos. En Nueva York el grupo de los japoneses acaba enfrentado a la mafia italiana. Cada uno de estos grupos tiene sus normas internas y hay unas pocas de las que parece que todos participan. Pero en la lucha por el dominio del territorio y por el la ganancia económica los japoneses acaban sucumbiendo ante los italianos en un enfrentamiento a muerte. Pelea por el territorio entre grupos internamente cohesionados en torno a sus propias normas y con pautas de guerra compartidas: ¿ha venido siendo, históricamente, tan distinta la relación entre las naciones, entre los Estados?

            Terminemos por donde comenzamos. Más que para cualquier otro tipo de delitos, la comprensión de la delincuencia organizada presupone la toma en consideración destacada del problema de la legitimidad. Entre la que en sentido muy amplio podemos llamar delincuencia organizada podemos resaltar dos tipos principales: el de aquellas organizaciones que con su acción combaten la legitimidad del Estado y pretenden imponer un modelo de Estado distinto con una base de legitimidad diferente, y el de las que no ponen en tela de juicio el orden estatal en sí, sino que, presuponiéndolo, intentan manipularlo o vulnerarlo para sus fines propios, generalmente de carácter económico. Tampoco olvidemos que, como señala Albrecht, los límites entre criminalidad organizada, terrorismo e, incluso, nuevas guerras, son muy fluidos[7]. En todo caso, la definición de la actividad de esas organizaciones como delictiva presupone no solamente un esquema legal de conductas lícitas e ilícitas, sino un modelo de legitimidad no puesto en solfa.

            En el fondo está la vieja distinción agustiniana entre el Estado y la banda de ladrones. Solo el Estado legítimo se distingue conceptualmente de la banda de ladrones, de la organización y utilización de la violencia para fines espurios. Son los modelos de legitimidad estatal los que históricamente se han ido modificando. Cuando el fundamento de la legitimidad del Estado se colocaba en esquemas trascendentes de corte religioso, la suprema ilegitimidad de las organizaciones se atribuía a aquellas que combatían el dogma de fe. El Estado moderno, centrado en la idea de soberanía y comprometido con la seguridad, la libertad y ciertos derechos básicos de los ciudadanos, tuvo que procurarse una base distinta de su legitimidad, apoyada en la noción, primero moral y luego jurídica, de los derechos humanos y en el interés general, como interés ya no unido a la trascendencia, sino a la calidad de vida y al desarrollo libre de la personalidad individual en este mundo.

            Es en ese punto donde se aprecia el fundamento moral, político y jurídico desde el que redefinir y tipificar la delincuencia organizada. Ya no es que esos grupos merezcan sanción penal por abrigar unas u otras ideas o concepciones del mundo, sino por contravenir con su acción concertada el interés general y los derechos fundamentales de los ciudadanos todos, bien por proponer modelos de legitimidad y de orden político incompatibles con ese supremo valor del sujeto individual, como en los casos de terrorismo, bien por sustraerse, además, al interés general y a las normas democráticamente establecidas, como sucede con las organizaciones orientadas a la delincuencia con fines económicos. Por eso, para que las fronteras entre coacción estatal legítima y violencia delictiva e ilegítima sean nítidas, resulta decisivo que, por su forma y sus fines, la acción estatal sea contemplada por la ciudadanía y por la sociedad internacional como esencialmente diversa de la que es propia de una banda de ladrones, de una mafia cualquiera. Si no, el Estado es una banda más y la coerción estatal se deslegitima, para tornarse servidora del delito y la corrupción. Por ejemplo, tal habría sido el caso del Estado peruano bajo el gobierno de Fujimori, en opinión de Sánchez Girao[8]. Un ejemplo entre muchos que podrían nombrarse.

            Repetimos y concluimos. En Brother, la película de T. Kitano que ha dado pie a nuestro análisis, ese doble punto de vista, el del Estado y el de la organización delictiva, no se explicita. Únicamente nos deja ver que también una organización de otro tipo, no estatal, tiene su sistema normativo denso y compacto e internamente sentido, por sus miembros, como legítimo, y que la superación de esa especie de estado de naturaleza, en el que cada grupo lucha a muerte para sentar su dominio, solo puede venir de la mano del monopolio estatal de la violencia al servicio de fines supragrupales, con preeminencia de los derechos individuales de cualquier sujeto, al margen de su filiación en otros grupos (familias, clanes, grupos de interés…) y donde las normas que fijan el patrón común no se valoren por su origen en una tradición o en prácticas sin más sustento reflexivo que su raíz en la historia, sino que se consideren en abstracto, por su función y su utilidad para un ciudadano sin más atributos, para un ciudadano que vale y cuenta nada más que en cuanto ciudadano.

            De ello se siguen lecciones en primer lugar para la defensa del llamado Estado de Derecho constitucional, democrático y social, pero también, en segundo lugar, para la reforma del Derecho internacional como derecho de los ciudadanos del mundo. Pues, en caso contrario, la relación y la pugna entre los Estados no será algo muy diferente de esa rivalidad entre organizaciones violentas, unidas por vínculos emocionales, que vemos en la película, cuando por la supremacía en un territorio y la explotación económica del mismo luchan la mafia de origen japonés y la mafia italiana en un contexto exterior anómico.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

ALBRECHT, Hans-Jörg (2007), “Internationale Kriminalität, Gewaltökonomie und Menschenrechtsverbrechen: Antworten des Strafrechts”, Internationale Politik und Gesellschaft – International Politics and Society, Nº 2: pp. 153-169 (http://www.fes.de/ipg/inhalt_d/pdf/11_Albrecht_D.pdf)

KELSEN, Hans (1982), Teoría pura del Derecho (México, UNAM. Trad. de R. Vernengo), 364 pp.

SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ, M. Isabel (2001), “Función político-criminal del delito de asociación para delinquir: desde el Derecho penal político hasta la lucha contra el crimen organizado”, en: ARROYO ZAPATERO, L.A., VERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, I. (coords.), Homenaje al dr. Marino Barbero Santos: “in memorian” (Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha), pp. 645-681.

SÁNCHEZ GIRAO, Mónica, “El caso Fujimori/Montesinos, binomio de criminalidad organizada y corrupción: un quiebre de la democracia”, en: SANZ MULAS, Nieves (coord.), El desafío de la criminalidad organizada (Granada, Comares), pp. 1-37.

SOTOMAYOR ACOSTA, Juan Oberto (2010), “Criminalidad organizada y criminalidad económica: los riesgos de un modelo diferenciado de Derecho penal”, Revista de Estudios de la Justicia, Nº 12: pp. 231-262.

ZÚÑIGA RODRÍGUEZ, Laura (2006), “Criminalidad organizada. Derecho Penal y sociedad. Apuntes para el análisis”, en: SANZ MULAS, Nieves (coord.), El desafío de la criminalidad organizada (Granada, Comares), pp. 39-68).


[1] Brother es la película japonesa del año 2000 escrita y dirigida por Takeshi Kitano.

[2] Trabajo inicialmente publicado en: oira Nakousi, Daniel Soto (eds.), Cine y criminalidad organizada. Una mirada multidisciplinar. Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2012, pp. 261-268 (ISBN: 978-956–260-610-13).

[3] Sobre los problemas de legitimidad que se plantean a la hora de establecer cuál es el bien jurídico protegido en ciertos delitos relacionados con la pertenencia a grupos de delincuencia organizada, véase SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ (2001), p. 673.

[4] ZÚÑIGA (2006), p. 39.

[5] SOTOMAYOR (2010), pág. 235.

[6] KELSEN (1982), pp. 291ss.

[7] ALBRECHT (2007), p. 262.

[8] SÁNCHEZ GIRAO (2006), pp. 7 ss.

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