El nivel teórico de los profesionales del Derecho de un país se juzga también por la índole y la calidad de los libros que se escriben y se estudian en las Facultades de Derecho. La calidad de la vida jurídica dentro de un Estado de Derecho y el nivel de las garantías de los ciudadanos suele estar en correlación directa con el grado de desarrollo de la respectiva Teoría del Derecho y, muy especialmente, de su dogmática jurídica. No hay buen Estado en funcionamiento sin abogados que manejen con soltura un aparato conceptual depurado y capaces de calar hasta el fondo de la articulación sistemática de las distintas ramas del Derecho y de comprender cabalmente y explicar con claridad los fundamentos filosóficos y políticos del ordenamiento y de cada una de sus disciplinas.
En nuestra cultura jurídica latina me parece que son tres los hábitos o modos de pensar de muchos tratadistas que obstaculizan el desarrollo de una ciencia jurídica útil y rigurosa. Repasémoslos brevemente.
En primer lugar resulta sumamente estéril la contraposición entre los llamados dogmáticos y críticos. Hay Facultades enteras en la que la división en estos dos bandos es radical y se usa como magnífico pretexto para que ni los unos ni los otros hagan ningún trabajo cierto que merezca tal nombre. Los críticos solían basarse antes en cuatro tópicos de marxismo mal digerido y ahora echan mano de un par de cantinelas posmodernas y deconstruccionistas para condenar por engañosas e inútiles a las normas jurídicas y, a cambio, hablaban en sus clases de lo divino y lo humano sin más propósito que fingirse reformistas y sin ver incompatibilidad entre su antijuridicismo y su oficio de profesor de Derecho. Por su parte, los llamados dogmáticos se limitan a obligar a los estudiantes a memorizar sin seso códigos y reglamentos a los que se les supone una inteligencia tan honda que no necesita más reflexión ni explicación ninguna que no sea la de su cerril recitado. Coinciden, pues, críticos y dogmáticos en su perezosa naturaleza y en su crónica inutilidad, y bien se aprecia en lo que escriben para vender, que no para enseñar en lo que verdaderamente crean. El cinismo los iguala.
En segundo lugar, cuando hacemos teoría de la decisión judicial se muestra profundamente engañosa la división entre el llamado “método exegético” y el que podríamos llamar método axiológico o moralista. Suponen el imperio de similares metafísicas. Los primeros enseñan que la ley contiene en su letra solución clara e indubitada para cualquier litigio, por lo que no merece la pena andar discutiendo interpretaciones posibles ni esmerarse en exigentes argumentaciones justificadoras de la opción que se tome. Les gusta llamarse positivistas con frivolidad ofensiva para los Kelsen, Hart o Bobbio, pongamos por caso. Los segundos piensan que la letra de la ley nada significa y apenas vincula al juez, pues para todo litigio se contiene solución clara en otra parte, en los fundamentos morales de la Constitución, a los que se accede sin error a través de una facultad llamada razón práctica y que poseen algunos jueces, la mayoría de los magistrados auxiliares y casi todos los profesores no conservadores, pero que por definición le está hurtada a legislador democrático. Los dos coinciden en que en Derecho la verdad no tiene más que un camino, sin bien el camino de ambos conduce a magníficos grados de arbitrariedad y a una práctica del Derecho fuertemente elitista y autoritaria.
Por último, nos queda referirnos a la articulación entre la teoría jurídica y los fundamentos del Estado constitucional y democrático de Derecho. Se da la triste paradoja de que muchos de los autores que escriben sobre Derecho, especialmente sobre Derecho Constitucional, descreen profundamente de la democracia y sus condiciones. Y en este punto se dan la mano dos posturas aparentemente opuestas. Por un lado, están los que apelan a los fundamentos valorativos del sistema constitucional democrático para obstaculizar, consciente o inconscientemente, el funcionamiento propio de tal sistema. Por otro, los que por estimar innecesaria cualquier atención a tales fundamentos no ven en la democracia más que un pretexto para que se impongan impunemente las decisiones del ejecutivo de turno. Los primeros desprecian en el fondo a los Parlamentos y sus
decisiones, las leyes, y quieren confiar toda capacidad decisoria a los jueces, especialmente a las Cortes Constitucionales. Los segundos, desprecian igualmente a las cámaras legislativas y otorgan su confianza plena al Gobierno de turno, oponiéndose a que los jueces interfieran de ninguna manera en esa voluntad suprema de Presidentes y Ministros. Unos y otros, conjuntamente, hace una peligrosa pinza que amenaza con vaciar de todo sentido la mecánica representativa a través de la cual funciona la democracia y se expresa la soberanía popular. Unos y otros están, cada cual a su manera, a favor de una especie de estado de excepción permanente y larvado y coinciden en justificarlo por la incapacidad de los políticos y los partidos o grupos parlamentarios para representar el interés general o evitar las mil formas de la corrupción. Sin embargo, ambos bandos coinciden en una fe prodigiosa e inexplicable en una persona o grupo de personas que provienen de los mismos ámbitos políticos y de los mismos grupos sociales tan denostados, pero que se libran de esas lacras por puro efecto del cargo que ostentan, ya sea éste el de Presidente de la Nación o el de magistrado de determinadas cortes altas. Eso sí, ese Estado continuo de excepción siempre se justifica Constitución en mano, igual que durante tantas décadas hizo el Tribunal Supremo Argentino, que dictaminaba que cada golpe militar era compatible con los fundamentos últimos del orden constitucional que dicho Tribunal, supuestamente, garantizaba.
Es curioso cómo se alinean estos tres pares de contraposiciones estériles. Los críticos suelen ser moralistas jurídicos y judicialistas antiparlamentarios. Los dogmáticos suelen gustar de ese engañoso método exegético que ni es método ni es nada y acostumbran a ser enemigos del Parlamento por quererse amigos de presidentes y ministros.
Lo que falta es que haya suficientes teóricos del derecho que sean verdaderamente demócratas y constitucionalistas y que, además y sobre todo, estudien un poquito y escriban por amor a la ciencia del Derecho y no para medrar en oficios y canonjías de todo pelaje.
Juan Antonio García Amado.
enero 15, 2015
En realidad existe una tecnología muy avanzada y la ciencia y la conquista del derecho ha sido avasallado por la innovación tecnológica. ….excelente post