¿Tienen sexo las normas?

¿TIENEN SEXO LAS NORMAS? TEMAS Y PROBLEMAS DE LA TEORIA FEMINISTA DEL DERECHO

Juan Antonio García Amado

(Este artículo lo publiqué en 1992, en el nº 9 del Anuario de Filosofía del Derecho. Ha llovido mucho…)

 

      “Speaking as a feminist I think it must be very uncomfortable to be male, white, middle-class and a philosopher at a time in history when many oppresed groups are beginning to question the very foundations of Western subjectivity. It must be very painful to be cast back in the role of the oppressor and to be asked to account for it” (Braidotti, 58).

Introducción.

La Teoría y Filosofía del Derecho tienen también sus modas y sus mecanismos de importación. Posiblemente es ese un fenómeno que afecta a todos los paises del extrarradio de los imperios, pero que entre nosotros tiene especial presencia por razones sobre las que sería largo especular aquí. El caso es que cabe augurar que en los próximos años se hablará y escribirá abundantemente por estos pagos acerca de corrientes de pensamiento jurídico que cuentan en sus lugares de origen, fundamentalmente Estados Unidos, con más de una década de cultivo. Tal es el caso del movimiento Critical Legal Studies o el de la Feminist Jurisprudence. Lo que me propongo aquí es exponer unas líneas generales de este último, labor que exige algunas puntualizaciones previas.

La primera, que se trata aquí únicamente de una visión de conjunto de ese movimiento, en lo que afecta a cuestiones y temas de la Teoría y la Filosofía del Derecho. Significa esto que predominará en el tratamiento del tema la extensión sobre la profundidad. Este trabajo quiere ser ante todo una presentación conjunta y sintética de las doctrinas en cuestión, más que un análisis a fondo de todas o alguna de ellas. Y aunque procuraré no evitar la valoración y crítica, esos mismos caracteres de la exposición pueden hacer que la crítica no sea todo lo matizada y minuciosa que un tratamiento más pormenorizado del tema permitiría. En segundo lugar, ese mismo enfoque de conjunto es un tanto simplificador, ya que se alude bajo ese común denominador a teorías divergentes y de muy distinto alcance. Ni el movimiento feminista es homogéneo, ni, como se verá, lo son tampoco las posturas de las teóricas feministas del derecho. De ahí que por “Jurisprudencia feminista” entienda aquí no un preciso movimiento, de contornos definidos y nítidos, sino un conjunto de doctrinas y autoras/es que tienen  en común tan sólo unos pocos puntos básicos: entender que la mujer sigue en nuestras sociedades ocupando una posición de subordinación, que tal situación es injusta y que el derecho, no sólo como sistema de normas, sino como conjunto complejo de reglas, métodos, principios y procedimientos, coadyuva de modo importante en el mantenimiento de semejante realidad discriminatoria. A partir de ahí, como veremos, las recetas acerca de qué reformar en el derecho o en qué medida utilizar el propio derecho como instrumento de reforma de esa situación, variarán considerablemente.

Es en los años ochenta principalmente cuando se produce el giro que dará lugar a las corrientes que aquí analizaremos. En ese momento la doctrina feminista detecta que las victorias logradas en el ámbito de la legislación y la jurisprudencia, con normas y decisiones que reconocen igual trato por el derecho para hombres y mujeres, no impiden que la subordinación de la mujer en la práctica se mantenga o que, incluso, esas mismas medidas normativas tengan efectos paradójicos e inesperados para los intereses femeninos. La conclusión que de tal constatación se extraerá en estos años es que el compromiso del derecho con los intereses masculinos no se expresa única ni principalmente a través de los contenidos de sus normas sino, mucho más sutilmente, a través de los principios, métodos y modos de proceder con que en derecho se opera. Estos, derivados fundamentalmente del racionalismo y la Ilustración y presentados como patrimonio de la imparcialidad y garantes del interés general, serían, sin embargo, intrínsecamente masculinos y discriminatorios para el ser y el interés de la mujer (SMART 1991, 137). Semejantes planteamientos formarán parte de un análisis feminista de mayor calado, conforme al cual, como dice Benhabib, “para explicar la opresión de la mujer es necesario poner al descubierto el poder de aquellos símbolos, mitos y fantasías que atrapan a ambos sexos en el mundo incuestionado de los roles asignados al género” (BENHABIB 1991, 95). Y el derecho se presentará como un campo abonado para tales planteamientos.

Antes de detallar los aspectos de esa crítica aplicada al derecho, hay que mencionar otro factor que contribuye decisivamente a dar el tono a esas doctrinas  y que se erige en referencia constante de todas las tomas de postura al efecto. Me refiero a la obra de Carol Gilligan In a Different Voice, de 1982. Se trata de un trabajo de psicología que, en polémica con Kohlberg, estudia las etapas del desarrollo moral de la persona, si bien, como ocurre también en el caso de Kohlberg, la misma autora extrae de sus tesis consecuencias directas para la ética.

En síntesis muy apretada, lo que Gilligan sostiene, con base en sus experimentos, es que no hay una única vía y una única secuencia de etapas en la maduración moral del ser humano, como sostendría Kohlberg, sino dos: la masculina y la femenina. Y así, cuando Kohlberg distingue sus famosas seis etapas, la última de las cuales pertenece al nivel postconvencional y equivale a pensar los problemas morales a la luz de principios de justicia universales reflexivamente madurados, estaría universalizando un modelo de razonamiento moral que es propio únicamente de una parte de la humanidad, la masculina. Porque lo que Gilligan sostiene haber demostrado con sus conocidos experimentos[1] es que si hombres y mujeres responden con planteamientos distintos a idénticos dilemas morales no es porque, como se seguiría de la aplicación de las categorías de Kohlberg, se encuentren respectivamente en estadios distintos de maduración o capacidad de razonamiento moral, sino debido a que participan de modos intrínsecamente distintos de comprender y afrontar los problemas morales. La voz de la moral racional no sería esa única voz que Kohlberg retrata en sus diversas modulaciones, sino que habría dos voces, dos tipos de moral igualmente racionales; en el fondo, dos morales: la masculina y la femenina, cada una con sus específicas y propias fases de maduración[2].

Queda abierta, por tanto, una primera sospecha: los principios y procedimientos que en la era moderna se consideran garantía y expresión de la racionalidad práctica tal vez no sean más que manifestación del modo como los hombres ven ese sector de problemas y, consiguientemente, su universalización sería una manera de silenciar la otra voz, la otra perspectiva, la de las mujeres. ¿Pero en qué distintos tonos se traducen esas dos voces? La respuesta resumida es que la ética femenina sería una ética del cuidado (care) y la masculina una ética de principios (o de derechos, o de la justicia, pues de las tres maneras aparece denominada). Para la ética de justicia o de derechos la reflexión moral consiste en la elección imparcial y racional de principios y en la aplicación de éstos. Tales principios o reglas tendrían carácter y alcance general y sirven para otorgar derechos o obligaciones con ese mismo alcance, debiendo estar también jerarquizados esos derechos a fin de poder poderar, de modo objetivo y neutral, su respectivo peso en caso de conflicto. Por contra, para la ética del cuidado lo que cuenta por encima de la aplicación de cualquier principio o norma abstracta es la apreciación del contexto de cada conflicto y la consideración de las personas implicadas, haciendo prevalecer el elemento afectivo y emocional y la voluntad de ayuda sobre la frialdad y el distanciamiento de cualquier regla[3]. La misma Gilligan resume así sus tesis: “para las mujeres, el imperativo moral es un mandato de cuidado hacia los demás, una responsabilidad en ver y aliviar los males reales y reconocibles de este mundo. Para el hombre, el imperativo moral aparece más bien como el mandato de respetar los derechos de otros y, así, proteger frente a interferencias los derechos a la vida y a la autorrealización (…). Las mujeres perciben la moral como originada en la experiencia de contacto y es vista como un problema de inclusión más que como un problema de ponderación entre pretensiones contrapuestas” (GILLIGAN 1982, 100 y 159-160).

Las críticas a Gilligan han sido muy abundantes. El mismo Kohlberg, aun reconociendo que en su visión de la moral no dejaba suficiente espacio a ciertas actitudes como la atención hacia los demás, la capacidad de sacrificio, etc., responde que no se trata de éticas contrapuestas, sino necesariamente complementarias en todo caso y sea cual sea el sexo que razone. El predominio del aspecto de justicia o de cuidado dependerá de la índole de cada problema y del contexto en que se plantee (el gobierno de la comunidad o la familia, por ejemplo) (FRIEDMAN 1987, 193)[4], y hasta la ética del cuidado presupone principios y procedimientos de decisión con los que enjuiciar el diferente peso de los casos o las personas acreedoras de atención y cuidado (KOHLBERG 1983, 21, 92). Otros han criticado en Gilligan cosas tales como las siguientes: la escasa base empírica de sus afirmaciones (FRIEDMAN 1987, 192; NUNNER-WINKLER 1986, 132-135) o lo limitado del campo de los problemas morales investigados por Gilligan, de modo que si sus encuestas a las mujeres hubieran versado sobre, por ejemplo, asuntos públicos o empresariales, su voz habría sonado similar a la masculina (MOODY-ADAMS 1991, 202-204; RHODE 1991b, 1786-1787); que el esquema bipolar que Gilligan maneja sigue siendo demasiado simple y no deja sitio para otras actitudes o virtudes morales, como el coraje, la honestidad o la prudencia (FLANAGAN/JACKSON 1987, 628; BLUM 1988, 485); que el modo de diferenciar la voz “femenina” y la masculina puede servir para reforzar estereotipos habituales y perjudiciales para la mujer (MOLLER OKIN 1989a, 15; MOODY-ADAMS 1991, 201; RHODE 1991b, 1786; GRIMSHAW 1991, 495); que las teórias de la justicia más actuales, como la de Rawls, recogen ambos aspectos como complementarios (MOLLER OKIN 1989a, 15), y hasta en el derecho, prototipo del razonamiento en términos de justicia o derechos, se contienen medios para introducir consideraciones de care en detrimento del puro formalismo impersonal (SMART 1991, 151); que aun cuando la voz de la mujer sea propia y diferente, es un producto culturalmente determinado, no un elemento innato o consustancial (JAGGART 1991, 85) o, más radicalmente, fruto del poder ejercido por el hombre (MACKINNON 1987, 39); que ningún razonamiento moral puede plantearse únicamente en términos normativos, sin atención a las circunstancias del caso, ni en términos puramente casuísticos (SHER 1987, 180-181) y que en toda persona se contienen conjuntamente ambas voces, variando su respectica intensidad ante cada caso en función del modo cómo el problema en cuestión toca al sujeto (SCHULHOFER 1990, 108-109; NUNNER-WINKLER 1986, 132ss); o, por citar sólo una crítica más, se ha dicho también que desde el punto de vista teórico no tiene sentido hablar de “dos morales” igualmente válidas, pues, en último extremo, “o hay una moral o ninguna”(NUNNER-WINKLER 1986, 132)[5].

Pero a pesar de toda esa discusión, esa bipolarización de la realidad humana en un modo de ser específicamente masculino y otro femenino ha sido, como ya he dicho, un elemento básico en la reciente crítica feminista al derecho[6]. De ahí que, como señala Schulhofer, gran parte del pensamiento jurídico feminista de hoy parte de que hombres y mujeres tienen distinta psicología y distinta moral y de que el derecho existente se corresponde únicamente con la moral y psicología masculinas, de tal forma que para elminar su injusticia se requiere “un cambio radical en la metodología del análisis moral y legal” (SCHULHOFER 1990, 106).

Presentado así el marco general de la discusión, desglosemos algunos de los elementos críticos de tal feminismo frente al pensamiento moral y jurídico establecido.

 

1. Imparcialidad, neutralidad y universalización.

Las consecuencias para la ética de teorías como la de Gilligan no se hicieron esperar. La idea de que la moral racional está presidida por el principio de universalización queda cuestionada desde el momento en que sobre cada problema moral existen dos puntos de vista igualmente válidos y justificados, determinados por los caracteres intrínsecos de sus portadores como mujeres u hombres. Todo intento de hacer abstracción de esa sustancial dualidad, a fin de establecer una moral abstracta que hable en nombre de la neutralidad e imparcialidad y se erija en juez racional no vinculado a concretas personas o grupos, se contemplará como una vía para privilegiar los planteamientos de la moral masculina y discriminar la femenina. Esos caracteres de universalidad y abstracción son los que corresponden a la “voz” moral masculina, frente a la moral de care de las mujeres (O’DONOVAN 1989, 132ss; BENHABIB 1986, 340ss; YOUNG 1991, 58). En palabras de Benhabib, “las teorías morales universalistas, en la línea de la tradición occidental, de Hobbes a Rawls, son sustitucionistas (substitutionalist), en el sentido de que el universalismo que defienden está subrepticiamente definido mediante la identificación de las experiencias de un grupo específico de sujetos como caso paradigmático de la humanidad en cuanto tal. Esos sujetos son invariablemente blancos, adultos, masculinos y propietarios o al menos profesionales”. Y la objeción es que “en este universo” las experiencias de la mujer no tiene cabida (BENHABIB 1991, 85).

Las críticas a estos planteamientos antiuniversalistas han sido intensas y profundas. Así, Bartlett da la vuelta al argumento y muestra cómo en tales tesis de la ética feminista se universaliza también, esta vez el término “mujer”, y se habla genéricamente de una realidad femenina que, sin embargo, parece coincidir únicamente con la mujer blanca de clase media (BARTLETT 1991, 376)[7]. Por su parte, Lovibond defiende que la liberación femenina sólo puede proceder de la lucha por la plena realización de los ideales ilustrados y universalistas (LOVIBOND 1990, 179). Pero las críticas más importantes son las que hacen referencia a la autoaplicación de la teoría, con sus consecuencias relativizadoras de las propias posiciones, y a la imposibilidad de evitar por completo en la moral femenina la presencia de la idea de regla imparcial y universalizable.

Respecto de lo primero, Jaggart sostiene que si toda razón está vinculada a personas, grupos o contextos, de modo que no cabe una racionalidad al margen de esas determinaciones y con la que medir las distintas razones cultural o grupalmente dependientes, no queda más salida que un relativismo como el de Gilbert Hartman[8]. “Tal punto de vista parece excluir la crítica moral feminista frente a la dominación sobre las mujeres, allí donde ésta es una práctica social aceptada, y parece implicar que sólo las feministas están vinculadas por la ética feminista” (JAGGART 1991, 94).

A su vez, Sher muestra cómo incluso en una ética que atienda más a las consideraciones personales que a los principios generales se necesitan reglas para las que se pretenda validez universal, pues lo contrario significaría un casuismo enteramente arbitrario y la negación de la idea misma de moral[9]. También la decisión personal ha de poder justificarse moralmente, en términos generales, esto es, no arbitrarios y admitiendo la misma justificación para todos y en todos los casos iguales. Es decir, ha de darse una justificación o admisión imparcial hasta de los supuestos en los que es moralmente admisible la parcialidad. Y nada impediría, según esta autora, que, por ejemplo, los contratantes en la situación originaria de Rawls optasen imparcialmente por reglas que permitan la actuación parcial en determinados supuestos, admitidos con carácter general (SHER 1987, 186)[10]. Igualmente parece certera la crítica de Frommel. Explica cómo el contextualismo de Gilligan no tiene por qué conducir a consecuencias contrarias al principio de universalización. Frommel distingue entre fundamentación (Begründungsebene), siempre universalista, y aplicación (Anwendungsebene). “En el campo de la fundamentación sólo puede haber una moral o ninguna; por contra, en el ámbito de la aplicación se dan una pluralidad de decisiones en conflicto, relativamente plausibles. Estas no pueden ser reducidas a una perspectiva masculina y otra femenina (…) En especial, el contextualismo no es un dominio femenino, sino un tipo de argumentación orientado a la consideración de la persona” (FROMMEL 1991, 92). Y Nunner-Winkler aclara que la del cuidado y la de la justicia no son éticas diferentes, sino que la distinción sería entre obligaciones perfectas e imperfectas. La ética de la justicia formularía obligaciones perfectas, que son obligaciones de omisión, por lo cual aquello que caería bajo lo que Gilligan denomina ética del cuidado serían obligaciones imperfectas, como la de ayudar a otros, aceptar responsabilidades, etc. Estas obligaciones, incluídas las perfectas, necesariamente requieren contextualización y tomar en cuenta la situación de los sujetos, pues sin tales consideraciones ningún principio formal puede proporcionar máximas efectivas para la acción (NUNNER-WINKLER 1984).

Un dato que iremos apreciando en los sucesivos apartados es que la teoría feminista de la moral o el derecho se recrea en la crítica pero raramente perfila con suficiente nitidez y virtualidad práctica doctrinas o modos de actuar alternativos a los criticados. Tal ocurre también en este punto. Quizá la autora que mejor ha elaborado y precisado un modo de pensar distinto es Benhabib, con su teoría del “otro concreto”, como respuesta al “otro generalizado” de la moderna ética universalista. Esta última operaría bajo la idea de que las normas racionales son las susceptibles de contar con el asentimiento de todos, pero entendidos no en su concreta y distinta existencia personal y corporal, sino como modelo único y uniforme de persona, como seres abstractos, que, además, reflejan el ser masculino y marginan las peculiaridades personales de la mujer (BENHABIB 1986, 340ss). Por contra, la ética del “otro concreto” parte de que el razonamiento moral siempre ha de llevarse a cabo a la luz de la real existencia y la conexión con las personas, no haciendo abstracción de ese lado existencial. Sólo así se respeta el ser peculiar y las necesidades de cada ser humano[11]. No es el de Benhabib un cuestionamiento radical del principio de universalización, sino la constatación de su necesaria complementación con la toma en consideración de las existencia real de las personas implicadas en el caso, a fin de que la abstracción no signifique imposición de un único patrón de humanidad y racionalidad a efectos del razonamiento moral, en concreto del patrón masculino (BENHABIB 1986, 409-410). En sus palabras, “el reconocimiento de la dignidad y valor del otro generalizado es una condición necesaria, pero no suficiente para definir el punto de vista moral de las sociedades modernas. En este sentido, el otro concreto es un concepto crítico que designa los límites ideológicos del discurso universalista” (BENHABIB 1991, 92)[12].

 

2. Teorías de la justicia.

Benhabib elabora esas tesis en polémica con autores tales como Kohlberg, Rawls o Habermas, a los que tilda de seguir prisioneros de la perspectiva del otro generalizado, esto es, del modo masculino de entender el razonamiento moral, y por tanto falsa o insuficientemente universalista. Similares imputaciones se contienen en otra autoras. Veremos aquí brevemente las críticas que desde los postulados feministas se han realizado a Rawls y Habermas y las posturas frente a las teorías comunitaristas de la justicia.

2.1. Críticas a Rawls.

Ya sabemos que en los análisis feministas recientes “aquellos ideales del liberalismo y la teoría contractualista, tales como la igualdad formal y la racionalidad universal, están profundamente enraizados en los prejuicios masculinos acerca de lo que significa el ser humano y la naturaleza de la sociedad” (YOUNG 1991, 58). Precisamente la ética del cuidado que Gilligan defiende como propia de la mujer y marginada en las concepciones al uso sobre la justicia, se ve como opuesta a la ética de la justicia que se asocia con las doctrinas contractualistas, particularmente con Rawls (SUNSTEIN 1989, 220).

Benhabib explica cómo “de acuerdo con Kohlberg y Rawls, la reciprocidad moral envuelve la capacidad para adoptar el punto del vista del otro, para ponerse uno mismo imaginariamente en el lugar del otro, pero bajo las condiciones del ‘velo de ignorancia` desaparece el otro como diferente de uno mismo (…). Las diferencias no son negadas, pero se convierten en irrelevantes” (BENHABIB 1991, 89). Consecuentemente, la verdadera identidad de los sujetos no sería tomada en consideración al establecer las reglas de la moral racional. El ser de la mujer resultaría marginado de ese hipotético proceso decisorio, debido a que ese modelo de sujeto que se hipostasia y se presenta como ser humano genérico es el sujeto masculino, con su particular manera de proceder y razonar.

La autora que mantiene una actitud más equilibrada en este tema es Moller Okin. Discute interpretaciones de Rawls como las de Young o Benhabib (MOLLER OKIN 1989b, 247-248) y sostiene que no es cierto que la obra de Rawls sea puramente racionalística e individualista, que haga abstracción de los seres humanos reales y no deje lugar para el sentimiento o el care. La parte individualística de Rawls tendría que ver con su componente kantiano (MOLLER OKIN 1989b, 231ss). Pero el valor del sentimiento se destaca en la ética de Rawls cuando se refiere a la importancia de la familia como primera escuela de maduración moral y admite que el desarrollo del sentido de la justicia depende de la vinculación y sentimiento hacia los otros que se origina en la familia (MOLLER OKIN 1989b, 238). Ese sentido de la justicia será fundamental al tiempo de poder establecer el nexo entre los sujetos pensados en la posición originaria y los sujetos reales que los piensan y asumen los que serían sus principios de justicia. Tal asunción por parte de quienes sí conocen sus circunstancias y su situación personal y renuncian a su puro egoismo para aceptar aquellos principios de justícia, sólo puede ser fruto de una ética que no sea meramente individualista y egoista, sino que se preocupa por la realidad del otro, aun a costa del sacrificio de una parte, al menos, de su interés egoista (MOLLER OKIN 1989b, 246)[13].

No obstante, en lo que sí reconoce Moller Okin que quedan en la obra de Rawls componentes sexistas o pérdidas de su potencialidad para articular una sociedad con justicia entre los sexos, es en aspectos como los siguientes. Sostiene Rawls que los sujetos que se hallan en la posición originaria son “cabezas de familia”[14], razón por la cual, según Moller Okin, no están en situación de plantearse con la misma imparcialidad que otras cuestiones la de la justicia dentro de las familias (MOLLER OKIN 1989b, 235); además Rawls no explica su asunción de que las instituciones familiares son inherentemente justas (MOLLER OKIN 1989b, 236-237; 1989a, 21-22, 94)[15] y, por tanto, si no lo fueran, tendríamos que tampoco podrían cumplir aquel importante papel que Rawls les asigna como base de la maduración moral (MOLLER OKIN 1989b, 237; 1989a, 99-100). Para Okin, la teoría de la justicia de Rawls adolece del defecto de no integrar la justicia entre los sexos. Por eso para perfeccionarse necesita que sus principios se apliquen también a la esfera doméstica y en el seno de las familias, de manera que los sujetos en la posición originaria no conozcan su sexo, como Rawls efectivamente admite, pero tampoco su lugar dentro del esquema familiar (MOLLER OKIN 1989a, 101ss)[16].

2.2. Críticas a Habermas.

Si acabamos de ver que la relación de la doctrina feminista con Rawls es un tanto ambivalente, tanto más ocurre así con Habermas, cuyas tesis universalistas son fuertemente discutidas, al mismo tiempo que se cifra en las mismas la mejor vía para integrar en la ética la voz femenina en condiciones de igualdad.

Esa ambivalencia se ve claramente en Young o Kulke. Para Young, la ética comunicativa de Habermas aporta una concepción de la razón normativa válida como alternativa a aquella idea de la razón como imparcialidad y opuesta a la afectividad y el deseo. La ética de Habermas “elimina el monologismo autoritario de la razón deontológica” sustituyéndolo por un modelo dialógico que tiene en consideración al otro. La idea comunicativa que Habermas maneja sirve para concebir el razonamiento dialógico como contextual y personalizado, de modo que los interlocutores no necesitan abandonar sus perspectivas personales y sus sentimientos para sustituirlos por el punto de vista imparcial y universal. Pero Habermas defraudaría esta expectativa por seguir ligado a la idea de imparcialidad y presuponer un ego transcendental como razonador imparcial (YOUNG 1991, 68-69). La imparcialidad estaría presupuesta en toda discusión, entendiendo por tal la neutralización de todo motivo que no sea el de la cooperación en la búsqueda de la verdad para hacer posible el consenso por encima de las diferencias e intereses particulares. Habermas, se dice, reedita el modelo deontológico y la oposición entre razón y sentimiento, pues devalúa el aspecto expresivo y corporal de la comunicación. Habermas acabaría reproduciendo la lógica de la identidad al reducir a un modelo unitario a todos los interlocutores en la argumentación, devaluando así todo elemento diferenciador (YOUNG 1991, 69-71). Para esta autora, la ética comunicativa sirve como punto de partida, pero entendiendo a los sujetos no como individuos, sino como parte de grupos sociales desde cuyas premisas conocen y piensan sin posibilidad de perfecta imparcialidad. Habría que estructurar por tanto el proceso comunicativo de modo que todos los grupos tengan un igual derecho a expresarse e influir en la decisión (YOUNG 1989, 263)[17].

Para KULKE, la teoría de la acción comunicativa de Habermas resulta sumamente prometedora como alternativa para una idea de razón que incorpore en pie de igualdad la participación y los intereses de la mujer (KULKE 1988, 59)[18]. Pero esas posibilidades no se consumarían, por dos razones principales: una, porque Habermas se apoya en una idea del desarrollo moral y cognitivo que se presenta como paradigma sexualmente neutral pero que esconde mecanismos de dominación masculina y no cuestiona la polarización social entre los dos sexos; y dos, porque el mundo de la vida en el que Habermas sitúa la racionalidad comunicativa no manipulada sistémicamente es necesariamente, en estas sociedades, un mundo de discriminación hacia la mujer y que se ha construído sin su participación y en su detrimento (KULKE 1988, 67-68)[19].

Pero probablemente la crítica más detallada es la que presenta Fraser. Se opone a las tesis de Habermas por los siguientes extremos: a) por la distinción que propone Habermas entre reproducción material y reproducción simbólica de la sociedad, asignando a ésta última cuestiones tales como el cuidado de los niños, lo que conlleva el riesgo ideológico de que esta última actividad no se vea como trabajo ni susceptible de remuneración (FRASER 1985, 102); b) por la inclusión de la familia nuclear dentro de los contextos de acción socialmente integrados, diferentes de los sistémicamente integrados, lo que esconde la dimensión estratégica y económica que también posee la familia y oculta las discriminaciones y opresiones que en ella pueden acontecer en perjuicio de la comunicación racional, igualitaria y libre (FRASER 1985, 102-109); c) por el modo cómo Habermas presenta la articulación entre esfera privada y pública y cómo entiende la familia comunicada con la esfera pública a través de roles como el de trabajador o consumidor, desconociendo el sustrato de división sexual de estos roles que describe. Y también el modelo de ciudadano que Habermas dibuja en conexión con la esfera pública tendría perfiles netamente masculinos, de modo que “hay una disonancia conceptual entre la feminidad y las capacidades dialógicas centrales para la concepción habermasiana de la ciudadanía” (FRASER 1985, 116); y d) por el hecho de que Habermas no incluya al feminismo entre los nuevos movimientos sociales que, en su opinión, surgen como reacción a la colonización del mundo de la vida en el Estado actual, y, por el contrario, critique al movimiento feminista por “particularista” y defensor de tesis no universalistas (FRASER 1985, 122).

Un análisis detenido de estas críticas a Rawls y Habermas nos llevaría aquí demasiado lejos. Baste decir que, en mi opinión, lo que algunas de estas contraposiciones entre consenso hipotético y consenso real desatienden es que, en estos autores, el consenso ideal opera contrafácticamente como criterio normativo con el que medir la racionalidad del consenso real en cada momento acaecido o posible. Así, ese enfoque universalista sirve para criticar un consenso real que fuera fruto de la manipulación o la dominación sobre la mujer, a condición de que se asuma la tesis universalista de que mujer y hombre pueden consentir conjuntamente y no están abocados a morales incompatibles, dependientes de sus diferencias naturales.

2.3. Críticas a las teorías comunitaristas de la justicia.

El hecho de que la llamada ética feminista, fundamentalmente en lo que deriva de tesis como la de Gilligan, insista en el valor de los vínculos personales y el sentimiento de grupo, frente al individualismo que se reprocha a la moral liberal y que llevaría el sello masculino[20], ha hecho que algunas feministas se hayan sentido próximas a las tesis comunitaristas de autores como MacIntyre o Sandel. Como apunta Jaggart, las tesis de Gilligan han servido de apoyo para el reverdecimiento del neoaristotelismo y el cuestionamiento del patrimonio moral de la Ilustración, con sus secuelas de individualismo, imparcialidad y razón, así como para la apreciación del significado moral de las ideas de comunidad y sentimiento (JAGGART 1991, 83). Pero también aquí se detecta una cierta ambivalencia y acaba por predominar la crítica, en mi opinión acertadamente.

A este respecto la crítica más detallada al comunitarismo es la que presenta Friedman. Indica cómo, a primera vista, algunas tesis del nuevo comunitarismo son similares a las del feminismo, especialmente la insistencia de ésta en el cuiado y nurturance (FRIEDMAN 1989, 276). Pero la filosofía comunitarista en su conjunto sería peligrosa para el feminismo, pues “los comunitaristas invocan un modelo de comunidad que se centra particularmente en las familias, los próximos y las naciones”, y “este tipo de comunidades han generado roles y estructuras sociales altamente opresivas para las mujeres” (FRIEDMAN 1989, 277). En tres sentidos no es útil el comunitarismo para el feminismo, en opinión de esta autora. En primer lugar, la afirmación de que los individuos están constituídos por sus relacines sociales y comunitarias no implica de ningún modo que una comunidad basada en el cuidado sea mejor que una basada en el la lucha entre individuos. Cada comunidad tendrá su modo de ser (FRIEDMAN 1989, 279ss.). En segundo lugar, el comunitarismo presupone la vinculación moral a los valores comunitarios, mientras que el feminismo parte de la necesidad de criticarlos cuando son sexistas (FRIEDMAN 1989, 280ss). Por último, el tipo de comunidades que los cominitaristas enfatizan (familia, escuela, nación…) no son electivas, y la liberación que las feministas buscan se basa en sustraerse al sexismo que en algunas de esas comunidades no electivas se practica y organizar una convivencia más justa en comunidades voluntarias, fundamentalmente en el ámbito de la amistad y el espacio urbano (FRIEDMAN 1989, 282ss).

La clave de la diferencia que por cuestiones estratégicas se ven obligadas las feministas a establecer con los comunitaristas, queda bien patente cuando Friedman explica que por mucho que sea compartida la idea del ser social o comunitario frente al individuo como átomo y aunque ambos movimientos recalquen la importancia de valorar a los próximos, cuidarlos y responsabilizarse por ellos, lo que las feministas no pueden aceptar es que la clave constitutiva de esos grupos en que la identidad de cada uno se forja sea la tradición, pues esa tradición puede ser y suele ser de desigualdad y sumisión de la mujer, de discriminación de unos grupos frente a otros, etc. (FRIEDMAN 1991, 170)[21].

 

3. ¿Es masculino el derecho?

En la medida en que el derecho moderno se articula como derecho general y abstracto y cifra su racionalidad en unos procedimientos que buscan asegurar, en el mayor grado posible, la neutralidad de sus operadores y la imparcialidad de sus decisiones, es fácil suponer después de lo que llevamos visto que esos valores y procedimientos jurídicos serán tildados también de eminentemente masculinos y perjudiciales para el ser y la situación de las mujeres. Así, para Grbich lo que modernamente se llama derecho no es más que “la experiencia masculina de la autoridad” y sirve fundamentalmente para el mantenimiento y reproducción de esa supremacía masculina (GRBICH 1990, 77). Y lo que la teoría del derecho vendría haciendo sería ocultar esa parcialidad del derecho, dándole una apariencia de neutralidad e inclusión igualitaria de ambos sexos bajo la generalidad de la norma (GRBICH 1990, 78; RIFKIN 1980, 87).

Repárese en que no estamos hablando de que los contenidos de las normas sean más o menos discriminatorios, sino que se afirma que nuestros mismos sistemas jurídicos siguen sirviendo al dominio del hombre sobre la mujer aunque sancionen la igualdad de trato entre los sexos. Y ello porque, en palabras de MacKinnon[22], “el derecho, estructuralmente, adopta el punto de vista masculino” (MACKINNON 1989, 216) o, porque, como aún más radicalmente expone Bahr-Jendges “al ordenamiento jurídico le subyace aún un mito, el mito del padre” (BAHR-JENDGES 1990, 99)[23].           Concretemos más la explicación y veamos qué aspectos del derecho son los que se mencionan como masculinos. Al efecto se cita la organización jerárquica del derecho, el carácter dialéctico o de enfrentamiento en los procesos jurídicos o la preferencia que se otorga a la racionalidad en detrimento de otros valores (POLAN 1982, 301). Hasta la misma idea de orden o seguridad como justificación de la existencia del derecho es discutida desde esta óptica[24]. Y ya sabemos la crítica que con carácter general se vierte contra valores como la imparcialidad o neutralidad, valores reputados de masculinos y que se contendrían en nuestros ordenamientos en detrimento de otros valores más afines con el modo de ser femenino, como los derivados del sentimiento de conexión y afectividad hacia los demás (WEST 1991, 230). Esa explicación se torna aún más gráfica cuando Olsen señala que en nuestros esquemas de pensamiento solemos operar con dualismos y que éstos contienen siempre una jerarquía entre sus dos polos, tienen siempre un polo positivo y otro negativo (racional/irracional, activo/pasivo, objetivo/subjetivo, abstracto/contextual, imparcial/parcial, neutral/tendencioso). Esos polos positivo y negativo acostumbrarían a adscribirse respectivamente al hombre y la mujer. En el caso del derecho, los valores que lo presiden son esos mismos de objetividad, neutralidad, imparcialidad, racionalidad, etc., que suelen asignarse al lado masculino de la sociedad (OLSEN 1990, 303-305).

La insistencia en el carácter del derecho moderno como enmascarador de la dominación de un género sobre el otro[25] es poco menos que una constante en la crítica feminista, y de ahí que la tarea primera que se asigna para esa nueva disciplina jurídica que sería la “Jurisprudencia feminista” y que se enseña en algunas universidades noruegas o americanas bajo denominaciones como las de Women’s Studies in Law o Women’s Law[26], sea precisamente la de descubrir y sacar a la luz los componentes discriminatorios que se esconden en las propias estructuras y procedimientos de los ordenamientos actuales (GRBICH 1990, 75ss; WISHIK 1986, 68). Ahora bien, esa condición “superestructural” del derecho deja abiertas dos cuestiones importantes: por un lado, cuál sea la verdadera naturaleza o el verdadero sustrato de lo jurídico; por otro, en qué medida el instrumentario jurídico, así relativizado y puesto al descubierto en su compromiso con los intereses masculinos, puede aún ser utilizado como herramienta útil en la lucha contra el sometimiento de la mujer.

En cuanto a lo primero, para numerosas escritoras es claro que la verdadera sustancia del derecho es el poder, en este caso el poder que preside la dominación de un sexo sobre el otro. La cuestión decisiva, como dice Rifkin, es una cuestión de poder (RIFKIN 1980, 87). Aquí los análisis más rotundos e influyentes han sido los de MacKinnon[27].

En lo que se refiere a la conveniencia o no de articular la lucha feminista en términos jurídicos, el escepticismo es tanto mayor cuanto más radical el planteamiento teórico. Cuanto más se identifica la estructura de lo jurídico con los caracteres masculinos y cuanto más se ve la esencia del derecho en la mecánica del poder entre los sexos, tanto más se desconfía de la posibilidad de cambiar esa mecánica por la acción del propio derecho. De ahí que autoras como Polan sostengan que las potencialidades reformadoras del derecho son escasas y que las feministas han de ser conscientes de que al cambio jurídico debe anteceder el cambio cultural o económico, por lo que su lucha debe dar prioridad a estos campos (POLAN 1982, 300ss), o que, por lo mismo, Rifkin explique que, en tanto no se cambie el “paradigma masculino” del derecho, “la litigación y otras formas de defensa legal no pueden conducir a cambios sociales, pues muentras se mantenga el paradima jurídico y se cofíe en él, se mantiene y refuerza el paradigma del patriarcado” (RIFKIN 1980, 88). Por contra, otras autoras califican esta visión global del derecho como “esencialista” y propugan una estrategia que podríamos calificar como más posibilista. Así, Kingdom defiende que la decisión de las feministas de intervenir en las disputas sobre el derecho y plantear sus reivindicaciones en términos de reforma jurídica se ha de tomar analizando las peculiaridades de cada tema y calculando la conveniencia práctica de cada resultado (KINGDOM 1991, 148). Aquí el objetivo estratégico primaría sobre el prejuicio teórico.

 

4. Contra la norma jurídica.

El anterior cuestionamiento genérico del derecho y los planteamientos de fondo que la abonan llevan a la literatura jurídica feminista a concretar su crítica también sobre el valor mismo de la norma jurídica en cuanto tal, tema en que sus apreciaciones tienen numerosos puntos en común con las del movimiento Critical Legal Studies. La idea común es que por mucho que la norma se presente como general y abstracta, ni es imparcial ni aporta realmente un patrón firme de resolución de conflictos que no deje abierta la puerta a las valoraciones no imparciales de quien la aplica (RHODE 1991a, 339). Y es la no neutralidad de las normas jurídicas en cuanto tales lo que la crítica feminista resalta (MINOW 1990, 212).

Si las normas se dan con la pretensión de servir de instancia objetiva y general para la solución de litigios y han de ser aplicadas por sujetos neutrales que someten a ellas su juicio, todo esto conforma un mecanismo de dominación masculina, ya que todos esos valores implicados en la justificación del papel de las normas llevan la impronta de la dominación ejercida por el hombre. Aquí las citas hablan por sí solas. Para O’Donovan, “neutralidad y objetividad son instrumentos epistemológicos para la imposición de un punto de vista centrado en el hombre y,con ello, de su poder” (O’DONOVAN 1989, 135); según Scales “la objetividad desatiende el contexto; la razón es lo contrario de la emoción y los derechos excluyen el cuidado hacia el otro”. La “ideología de la norma” sería “una función de esa dicotomización” (SCALES 1986, 1383); en cuanto a MacKinnon, afirma que “en el Estado liberal la regla de derecho -neutral, abstracta, elevada y que todo lo impregna- institucionaliza el poder de los hombres sobre las mujeres y, al mismo tiempo, instituicionaliza el poder en su forma masculina” (MACKINNON 1989, 238).

Así criticados el derecho que conocemos y sus normas, la pregunta obvia se referirá a las alternativas que a uno y otras se ofrecen. Aquí los pronunciamientos más extremos se inclinarán hacia un derecho de índole claramente distinta, fundamentalmente casuístico y particularista, por ser la naturaleza o ideosincrasia femenina más proclive a considerar al individuo concreto y su situación que a decidir aplicando standards abstractos. Morgan, por ejemplo, aboga por un derecho que se fije más en el contexto, la subjetividad y el contacto (MORGAN 1988, 756) y Scales se pronuncia por uno que atienda más a las diferencias entre los sujetos que a los caracteres generales que las normas tipifican (SCALES 1986, 1376ss).

Parece, pues, que en términos generales se trataría de dibujar un derecho que en sus planteamientos estructurales se correspondiera con la “voz” femenina o, desde el punto de vista inverso, que no fuera expresión de valores ligados al modo de ser y los intereses del hombre. Pero esto nos conduce a un dilema teórico fundamental que podríamos enunciar en los siguientes términos: si el derecho no puede o no debe ser neutral ¿cuantos derechos ha de haber y cómo se jerarquizan? Partamos de la afirmación de O’Donovan de que “la teoría feminista está apoyada por los trabajos de la sociología del conocimiento, los cuales muestran que los modos de ver están socialmente construídos”, con lo que objetividad y neutralidad no son en el fondo posibles (O’DONOVAN 1989, 136). Pero hombres y mujeres no son los únicos grupos que cuentan al respecto y estos grupos están atravesados por otros de la más diversa índole. Y si entre hombres y mujeres no cabe perspectiva nuetral e imparcial, ¿no podría predicarse lo mismo de otros grupos, como minorías raciales, pensionistas, culturas urbanas juveniles, campesinos, “yuppies”, etc.? ¿Permite ello extrapolar que esos diferentes puntos de vista o perspectivas sobre la realidad justifican un derecho que no sea neutral e imparcial respecto de los mismos y que se haya de ceñir a la perspectiva de cada uno, de modo que, por ejemplo, haga prevalecer el individualismo cuando de culturas individualistas se trata, el honor cuando se trate de culturas tradicionales, los valores ligados al trabajo de la tierra cuando se trate de campesinos, la agresividad cuando sean de culturas juveniles, los valores propios de una religión cuando estemos ante las culturas religiosas presentes en un Estado, etc.? Es cierto que la neutralidad y la no sumisión a valores de grupos particulares se explican como una estrategia política, como dice O’Donovan (O’DONOVAN 1989, 136). Pero es la estrategia política que permite precisamente superar la lucha entre todas esas perspectivas para someterlas a un patrón común bajo el que todas puedan convivir. Lo que queda es ver si ese patrón común es verdaderamente neutral o pluralista o si, por el contrario, delata la visión de un determinado grupo dominante. Así lo vio por ejemplo el marxismo y así lo ve el feminismo.

Aquí hay que distinguir entre formas y procesos, por un lado, y contenidos normativos materiales, por otro. Es evidente que el derecho material ha discriminado y en algunos aspectos discrimina aún a la mujer (y, según los casos o los momentos, a los negros, los gitanos, los minusválidos, los pobres, los extranjeros, los ateos, etc). Pero el problema es si basta cambiar el contenido de las normas que regulan su situación para que la discriminación termine o si, por el contrario, se han de cambiar también las formas y procedimientos que en nuestra cultura juridica se tienen por garantes de la objetividad, imparcialidad y neutralidad en la resolución de los conflictos jurídicos[28]. Si se afirma esto habrá que preguntarse si lo que se hace es sustituir unas formas y procedimientos ligados a la ideosincrasia de un grupo -el masculino- por otros ligados a la ideosincrasia de otro grupo -el femenino- o si se implantará un pluralismo de puntos de vista sobre la justicia. Pero, en este último caso, ¿cómo se resolverán los conflictos en que aparezcan enfrentados miembros de los dos grupos o las dos perspectivas? ¿Habrá que reconstruir alguna forma de neutralidad o imparcialidad entre ambas? En caso afirmativo ¿en que se diferenciará de la que hay con las actuales formas y procedimientos y que se dice que no sirve? O’Donovan es consciente de este problema, pues dice que “la cuestión moral es si todas las partes interesadas en el proceso tienen una voz y pueden ser oídas”, preguntándose “qué valores deben prevalecer en caso de conflicto” (O’DONOVAN 1989, 140, 141). Esta misma autora responde defendiendo la prevalencia de la perspectiva femenina en caso de conflicto y trata de presentar dicha perspectiva como más “objetiva” (O’DONOVAN 1989, 146). También Scales toma expresamente ese partido, afirmando que “el próximo paso de la teoría es demostrar que el método feminista conduce a una decisión escrupulosa y a una coexistencia más ordenada”” (SCALES 1986, 1385). Y continúa: “si tengo razón en que la perspectiva basada en derechos y la perspectiva basada en el cuidado son incompatibles entre sí, debemos efectuar una elección entre los correspondientes principios decisorios. La elección no es, de todos modos, entre la hegemonía masculina o femenina”. Pero “¿querremos -se pregunta a renglón seguido- un sistema que no soporta desacuerdos, o uno que acepta tantos puntos  de vista como requiera la variedad de lo existente?” Y se responde: “Los valores de honestidad y pragmatismo nos llevan a elegir el modelo relacional”, esto es, el femenino (SCALES 1986m 1385, 1385-1386).

El cuestionamiento de la neutralidad del derecho establecido por ser una falsa neutralidad que desoye la “voz” de la mujer y por ser el valor mismo de la neutralidad el propio de una cultura masculina que ve a los individuos como mónadas separadas e inconexas, amparado cada uno bajo un escudo de derechos que lo protegerá frente a las intromisiones y agresiones de los demás individuos, termina por proponer no sólo un tipo de derecho diferente, acorde con el ser de la mujer, sino también un derecho no neutral, pues expresa esa “voz” de la mujer, tenida por superior o más humana. MacKinnon lo ve así y lo justifica como inevitable, pues la neutralidad es imposible y sólo queda la lucha por el dominio: “en la medida en que el derecho feminista encarna el punto de vista de la mujer, se dirá que es un derecho no neutral. Pero el derecho existente tampoco es neutral. (…) Se dirá que el derecho feminista propende a favor de un grupo particular (…). Pero el derecho existente también propende ya a favor de un grupo particular” (MACKINNON 1989, 249).

 

5. Críticas al método jurídico.

Si por método entendemos el conjunto de reglas, procedimientos intelectuales y principios que rigen el uso de las normas jurídicas para la toma de decisiones en derecho, y en particular de las decisiones que recaen en la aplicación de normas para la resolución de conflictos por los operadores jurídicos, paradigmáticamente por los jueces, cuanto se lleva dicho muestra ya a las claras que lo que en los textos normativos se determina respecto al modo de aplicar el derecho y en la doctrina se viene admitiendo como modo más correcto o racional de proceder en este campo, se ve esencialmente afectado por la crítica feminista. Y la acusación nuevamente incidirá en la idea de que ese método jurídico establecido es falsamente neutral y en la práctica favorece los intereses y el modo de ser masculino (SMART 1989, 20-21). La misma pretensión de neutralidad que el método establecido trata de asegurar no sería neutral. Unicamente frente a un derecho que efectivamente fuera neutral entre los sexos y no favorecedor de uno de ellos tendría sentido predicar la neutralidad metodológica; pero mientras no sea así, la neutralidad metodológica sólo sirve a la parcialidad de fondo (BARTLETT 1991, 374-376; MOSSMAN 1991, 291ss) El método racional ha de sustituirse, según el planteamiento más radical, por el método “relacional” (SCALES 1986, 1385-1386), de carácter fundamentalmente casuístico. La apreciación de los hechos ha de gozar de primacía, se dice, sobre la norma, lo concreto deberá tener preferencia sobre la abstracción (SCALES 1986, 1388).

La cuestión estriba aquí en qué fines u objetivos han de guiar la decisión de los casos y qué papel le resta a la norma jurídica. En cuanto a lo primero, desterrada por ficticia toda pretensión de neutralidad, queda patente que también el método jurídico feminista sirve a un determinado resultado, cual es, en este caso, eliminar toda situación de sometimiento y discriminación de la mujer. Pero el problema naturalmente surgirá en aquellos casos en que el logro de este objetivo exija la vulneración de una norma jurídica válida. ¿Exige el método feminista en tal supuesto la decisión contra legem? ¿O simplemente ocurre que la decisión de los casos a tenor de este método requiere prescindir de las normas jurídicas, cuestionadas en su misma pretensión de generalidad y abstracción, como hemos visto?

También en esto la opiniones fluctúan[29]. La tesis dominante sería que normas o standards generales de decisión son necesarios, pero que su vulneración estará justificada en aras de los mencionados objetivos de justicia. Las normas, bajo este punto de vista, no serían más que “hipótesis de trabajo” (SCALES 1986, 1403).

Bartlett es posiblemente la autora que más matizadamente trata de solventar esta cuestión. En su opinión, las normas son necesarias a los fines de resolver los problemas con carácter general y no dejar la solución al albur de una casuística puramente contingente. De ahí que un método exclusivamente orientado al resultado se vea como concesión a la arbitrariedad. Pero si ningún método puede ser enteramente neutral, lo que Bartlett sostiene es que las valoraciones y orientaciones que presiden su aplicación se hagan conscientes y explícitas y se justifiquen. Y, vistas así las cosas, la no neutralidad en la aplicación de las normas se justificaría en la tendenciosidad de éstas y en la necesidad en justicia de corregir sus efectos discriminatorios (BARTLETT 1991, 375-376).

En mi opinión, el método válido ha de ser generalizable. Es decir, si el método de que se trate sirve para detectar y corregir los elementos de discriminación injusta para la mujer que se contengan en las normas, ha de servir también como método general para detectar cuándo en la norma se contienen elementos discriminatorios para cualquier otro grupo o colectivo. De no ser generalizable así, el propio método sería discriminatorio y no habríamos avanzado nada en lo que a la defensa de un interés general no manipulado se refiere. Pero Bartlett, cuya doctrina al efecto se cuenta entre las más moderadas, es consciente de esto y extiende la aplicación de su método a la corrección de cualquier tipo de discriminación grupal (BARTLETT 1991, 376). En realidad, como a menudo ocurre con toda crítica, tal vez la pintura que del método jurídico establecido lleva a cabo el feminismo jurídico es un tanto caricaturesca, pues, como puntualiza Frommel, en la práctica no se oponen frontalmente un método deductivo y abstracto y otro inductivo y situacional, sino que en el razonamiento jurídico habitual aparecen fundidos y el derecho y el método habitual contienen recursos para permitir que toda aplicación de la norma se pondere a la luz de las circunstancias del caso (FROMMEL 1991, 88). Se podría añadir que en nuestra cultura jurídica el método no viene atendiendo solamente a imponer de modo ciego los términos de la ley, sino que existe un concepto como el de equidad, con una enorme tradición y que los juristas de todos los tiempos han venido utilizando para atemperar los efectos del carácter general y abstracto de la ley y en favor de la consideración de las peculiaridades del caso y las circunstancias de las personas.

 

6. ¿Qué igualdad?

En los últimos apartados hemos visto la crítica feminista proyectarse sobre elementos estructurales o conformadores de los perfiles del derecho moderno y su práctica. Pero hay una cuestión a la que los planteamientos feministas tienen que dar algún tipo de respuesta, pues es la que otorga sentido a todo su conjunto teórico. Es el interrogante acerca de en qué medida mujeres y hombres son iguales o distintos y en qué medida ha de tratarlos como iguales o distintos el derecho.

En este tema se enfrenta el pensamiento feminista con algunas de sus más desconcertantes paradojas y con su principal dilema jurídico-político. Las distintas etapas por las que va pasando este pensamiento (LITTLETON 1991, 35ss; CAIN 1991, 264ss) llevan al desacuerdo actual entre las propias feministas. Hasta hace unas décadas la reivindicación primaria en este punto era la igualdad formal entre mujeres y hombres ante el derecho. Pero pronto se vio que la igualdad de trato sólo tiene efectos positivos cuando existe una situación de simetría real entre las posiciones de los sujetos, pues, de no ser así, la igualdad formal sólo sirve para perpetuar la desigualdad real (MACKINNON 1989, 239; BECKER 1987, 224ss; LACEY 1987, 415-416; SCHNEIDER 1991, 313ss). En la fase siguiente, la afirmación de la sustancial diferencia entre hombre y mujer, en la línea de Gilligan y similares, dará pie para exigir del derecho un tratamiento distinto para cada sexo y para la confrontación radical con el principio de igualdad formal[30].

Con esto llegamos al núcleo del problema, el llamado “dilema de la diferencia”.  Podríamos citar numerosos enunciados del mismo. Así, en términos generales y no exclusivamente circunscritos a la cuestión de los sexos, Minow se lo plantea como interrogación: “¿cuándo el tratar a las personas de modo distinto recalca sus diferencias y, sobre esa base, las estigmatiza o las perjudica, y cuándo el tratar a todos de modo igual significa insensibilidad frente a sus diferencias y supone también, sobre esa base, perjudicarlas o estigmatizarlas?” (MINOW 1990, 20)[31]. O como dice Rhode, el tema central aquí es “cómo reconocer las diferencias sin que ello signifique perpetuar las desventajas legales y sociales que de ellas se han seguido” (RHODE 1991b, 1789). Llevado el asunto al campo jurídico, viene a significar la duda acerca de “qué diferencias entre los sexos son o deben ser relevantes a efectos legales” (SCALES 1986, 1375).

El tema tiene indudables connotaciones prácticas, pues de la salida que al dilema se conceda en cada caso dependerá la postura frente a la disyuntiva entre igualdad de trato o medidas de acción positiva o discriminación inversa[32]. La discusión entre las partidarias de uno u otro de los términos de la alternativa ha sido particularmete fuerte a propósito de temas como el tratamiento legal del embarazo o la lactancia de la mujer trabajadora, del trabajo nocturno de las mujeres, etc. (MINOW 1990, 41ss; MORGAN 1988, 744-745; MAJURY 1991, 320ss; HOLTMAAT 1989, 487). No podemos extendernos aquí sobre las teorías con que se ha tratado de responder a estas cuestiones[33]. Baste mencionar el dato de que frente a las autoras que tratan de construir una teoría coherente que abarque y dé solución o tome partido en cada uno de los supuestos siguiendo una misma línea establecida, están aquellas otras que se muestran escépticas ante la posibilidad de que cualquier teoría general presente en todos los casos los apetecidos resultados favorables para la mujer, por lo que se reconducen a soluciones que nuevamente podríamos catalogar como estratégicas o instrumentales. Así ocurre por ejemplo con Majury, cuando afirma que la fórmula igualitaria sólo se ha de aplicar allí donde favorezca a la mujer y no donde vaya en su detrimento (MAJURY 1991, 332) y que “las necesidades y experiencias de la mujer dictarán el significado de la igualdad en cada contexto particular” (MAJURY 1991, 336); o cuando Rhode mantiene que “el objetivo para las feministas de hoy es desarrollar estrategias que ni glorifiquen ni minusvaloren las diferencias, sino que cambien sus consecuencias adversas” (RHODE 1991b, 1789).

Si hubiera que pronunciarse sobre este tema me atrevería a sugerir, como hipótesis, que la regla general ha de ser la igualdad de trato y que la diferencia de trato soporta la carga de la justificación, la cual ha de contar como una de sus partes con el argumento comparativo o de generalización: analizar si el diferente trato que se reclama para un supuesto de diferencia o desventaja se admite o admitiría para situaciones semejantes con los mismos protagonistas en las situaciones inversas o con otros grupos o colectivos (minorías raciales, minorías lingüísticas, etc) en situaciones paralelas[34]. Esa perspectiva inclusiva será más fácil alli donde el feminismo va unido a la reivindicación de ideales universalistas o a la defensa de los valores de la modernidad. Como dice Lovibond en su crítica del feminismo postmoderno, el programa del feminismo ha de ser “global”, “en el sentido de que sus demandas eventualmente converjan con las de los demás movimientos igualitarios o liberadores”, añadiendo la misma autora que sería arbitrario trabajar en favor de la igualdad entre los sexos y al mismo tiempo no compartir la idea de que es la desigualdad como tal, toda desigualdad social, lo que “desfigura” la sociedad humana (LOVIBOND 1990, 178).

Lo anterior nos lleva de nuevo al tema de los primeros apartados sobre la relación entre ética feminista y universalización. La pregunta sería sobre qué base se puede fundamentar que la subordinación de la mujer es moralmente mala. Creo que sólo existen dos posibilidades al respecto. Esa fundamentación, o se hace sobre la base de una ética universalista que resalte el valor del individuo, por encima o al margen de su sexo; o sobre la base de una ética abiertamente parcial y “agónica”, que parta de que, debido a la radical diferencia entre los sexos, no cabe una ética común, de modo que a la ética masculina (que sería, por lo demás, la ética establecida) sólo quepa responder con una ética femenina. En tal caso, quedaría abierta la necesidad de responder a la duda sobre si esa ética aspira a convertirse en una alternativa de dominación[35], como ética común impuesta, o si ha de haber una ética masculina para hombres y una femenina para mujeres. Llegados a este punto, habría que preguntarse si tiene sentido una ética que no sea plenamente universal y convivencial[36].

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


[1]          El más famoso de los casos en que Gilligan basa sus argumentos es el caso Heinz. Gilligan plantea a dos adolescentes, Jake y Amy, chico y chica, el siguiente dilema. Un hombre llamado Heinz ve cómo su mujer enferma morirá si no le consigue rápidamente una medicina que no puede pagar. Se les pregunta a los dos muchachos que harían en el lugar de Heinz ante la negativa del farmacéutico a proporcionar el medicamento en cuestión. Según Gilligan, para Jake, el chico, el asunto se plantea de modo similar a un problema de matemáticas, pero con seres humanos como protagonistas. Ante la disyuntiva de si robar o no la droga, Jake pondera el valor respectivo de la vida y la propiedad y aplica un patrón abstracto que le lleva a entender el peso mayor de la primera, por lo que cree que es moralmente correcto robar la droga y dice que procedería así en semejante caso. Por contra, Amy sopesa los riesgos que para la propia enferma conllevaría que su marido fuera detenido y se muestra partidaria de argumentar ante el farmacéutico para hacerle partícipe del problema vital que está en juego e implicarle en él. Con tal enfoque, el modo de resolver semejantes dilemas no es el de un puro cálculo en términos de derechos y deberes de distinto rango, sino que consiste en favorecer la comunicación entre los protagonistas, acrecentar el contacto personal y la intensidad de las relaciones humanas y valorar el contexto de cada decisión (GILLIGAN 1982, 26ss.). Pues bien, para Gilligan, que cada uno de los adolescentes, Jake y Amy, haya razonado de esa forma, no es casual, sino el reflejo de dos modos diferentes de abordar los problemas morales, modos que en este y otros experimentos se mostrarían como propios del modo de ser masculino y femenino, respectivamente.

[2]          Una buena exposición comparativa de Kohlberg y Gilligan sobre este particular puede verse en MEYERS/KITTAY 1987, 7ss.

[3]          “Según Gilligan, el ideal de persona moralmente madura en Kohlberg presupone una persona que se define a sí misma como un individuo separado de los otros y que intenta determinar de un modo lógico cuáles son sus derechos, dentro de los límites de la no interferencia con los derechos de otras personas. Esta concepción es, en opinión de Gilligan, masculina. Las mujeres se explican a sí mismas en términos de conexión con otros y no en términos de separación. Se experimentan y describen a sí mismas como insertas en una red de relaciones. Con esta diferente concepción se llega a una diferente comprensión y elaboración de los problemas morales: éstos no son construídos en términos de resolución de conflictos causados por el conflicto entre derechos, sino en términos de averiguar la respuesta responsable y atenta a las necesidades de ayuda de personas concretas” (WERKMAN 1992, 126) Una buena exposición de las dos éticas puede verse también en MEYERS 1987, 140-142 y BLUM 1988, 474-477.

[4]          Esta sería la tesis defendida por BLUM, quien establece una división del trabajo moral al sostener que en la esfera de la amistad y el parentesco ha de predominar la moral del care sobre la justicia, y a la inversa en los casos en que se trate con personas con las que no se posea esa relación de proximidad (BLUM 1988, 487ss; similarmente HELD 1987, 120. Críticamente al respecto WERKMAN 1992, 134). Si fueran así las cosas podríamos preguntarnos cuál de esas morales habría de predominar en el supuesto hipotético de que alguien ocupe un cargo público y un hermano le solicite ayuda para obtener, mediante influencias o contactos, una concesión o una plaza que se obtenga por concurso. Es el tipo de duda que frente esa división del campo moral se plantea Card: ¿qué se debe hacer cuando los requerimientos de los diferentes dominios entran en conflicto? (CARD 1988, 132).

[5]          “La validez de dos morales sólo puede afirmarse desde una metaperspectiva que defina un criterio que permita juzgar de la adecuación de ambas morales y que, con ello, constituiría una moral unitaria” (NUNNER-WINKLER 1986, 132).

[6]          No es la de Gilligan la única construcción de ese tipo. Otras autoras afirman, por ejemplo, la distinta naturaleza de la mujer como consecuencia de su papel de madre, que haría que lo que en el hombre es individualismo en la mujer sea integración y conexión con otros seres (WEST 1991, 207ss.; RUDDICK 1987, 237ss.). Críticamente al respecto GRIMSHAW 1991, 496.

[7]          Con esto llegamos al problema del esencialismo en las doctrinas feministas. Harris lo define como “la idea de que una experiencia unitaria y esencial de la mujer se puede aislar y describir independientemente de la raza, clase, orientación sexual y otras realidades de la experiencia” (HARRIS 1991, 238; en el mismo sentido MINOW 1990, 231-232, 237; PHELAN 1990, 48-49). Harris puntualiza que en la teoría jurídica feminista “al igual que en la cultura dominante, quienes pretenden hablar en nombre de todos son generalmente personas de raza blanca, que están a bien con la ley y socioeconómicamente privilegiadas” (HARRIS 1991, 239).

[8]          Se ha transitado una salida más: cuestionar, también por llevar el sello masculino y patriarcalista, las ideas mismas de racionalidad o coherencia teórica. Véase SMART 1991, 142-143; SMART 1989, 71; WISHIK 1986, 68; WOESLER DE PANAFIEU 1988, 30; BRAIDOTTI 1987, 47-48). Críticamente al respecto Minow, que destaca cómo también las feministas presentan sus afirmaciones bajo la forma académica de trabajos teóricos y con pretensiones de verdad y validez (MINOW 1990, 238-239).

[9]          Por eso Werkman acaba también otorgando prioridad a la idea de justicia sobre la de cuidado y dice que “una buena moral del cuidado es dependiente del mantenimiento de la justicia en la sociedad” (WERKMAN 1992, 135). Busquemos nosotros un ejemplo que nos sea próximo: sin una moral de justicia y con sólo la moral que nos llevara a hacer prevalecer la idea de contacto personal y proximidad, sin principios generales, ¿qué profesor suspendería el examen de su pariente, del hijo de su amigo o del vecino de su pueblo? ¿Cabría aventurar que ciertas prácticas políticas y administrativas que el vulgo tiene por corruptas son expresión de una moral del care?

[10]        Similarmente, Adler explica que también cabe la universalización de situaciones en que se admite la parcialidad hacia determinadas personas, como puedan ser hijos o padres, entendiendo que el mismo tratamiento favorable cabe o es debido en todas las situaciones idénticas y con personas con las que se guarde la misma relación (ADLER 1989, 153). “Lo universalizable es la máxima que subyace a la acción, no el dar la moneda a esta o aquella persona” (ADLER 1989, 154). En el mismo sentido, MOLLER OKIN 1989b, 247.

[11]        El modelo en concreto de razonamiento moral que Benhabib propone lo denomina “interpretación comunicativa de necesidades” y puede verse desarrollado en BENHABIB 1991, 92ss. y en BENHABIB 1986, 339-343.

[12]        También importa destacar que BENHABIB no asigna en exclusiva a la mujer la capacidad para tomar en consideración la perspectiva del otro concreto (BENHABIB 1986, 409, n. 124).

[13]        “Si el argumento general de Okin es correcto, es posible superar la división entre la crítica feminista a la teoría del contrato social y, al menos, ciertas formas de contractualismo: la dicotimía entre ética del cuidado y ética de la justicia parece disolverse” (SUNSTEIN 1989, 222-3).

[14]        Explica esta autora cómo lo que lleva a Rawls a hacer que los protagonistas del contrato sean cabezas de familia es el que puedan preocuparase, al establecer los principios de justicia, por las generaciones futuras, y aclara también que tales cabezas de familia no tienen por qué ser varones ni lo exige así Rawls expresamente. Lo criticable sería que todo ello supone la asunción de la dicotomía público/doméstico y la exclusión de la acción de la justicia en este último ámbito y en las relaciones entre los sexos (MOLLER OKIN 1989a, 92; MOLLER OKIN 1987, 45ss).

[15]        El problema es que si las instituciones justas son aquellas regidas por unos principios de distribución en los que todos los miembros podrían consentir en la situación originaria, “en cuanto que aquellos que se encuentran en la posición originaria son los cabezas o representantes de las familias, no están en situación de determinar las cuestiones de justicia dentro de las familias” (MOLLER OKIN 1989a, 94), con lo que se haría a la familia “opaca” a las pretensiones de justicia. La esposa o el miembro de la familia que no sea su “cabeza” “queda completamente carente de representación en la posición originaria”, y si las familias son instituciones justas, como Rawls da por sentado, lo son en virtud de principios distintos de esos que Rawls establece y que se disponen en la posición originaria (ibid.).

[16]        Resulta curioso ver cómo Kymlicka critica a Moller Okin por partir de prejuicios análogos o paralelos a los que imputa a Rawls. Si éste es criticado por aceptar sin cuestionamiento la familia con roles desiguales, Okin es criticada por asumir la familia heterosexual y monógama, pues siempre habla de la familia de hombre y mujer. De esa forma su teoría de la justicia estaría, a su vez, discriminando las uniones de lesbianas u homosexuales o las familias no tradicionales, y se le podrían dirigir a ella misma las objeciones que formula a Rawls (KYMLICKA 1991, 83ss.).

[17]        En mi opinión, el problema de esta alternativa sería el siguiente: si nadie puede trascender hacia la imparcialidad los parámetros de su grupo ¿cómo se decide en cada caso por qué propuesta se opta cuando el conflicto se plantee entre pretensiones de grupos distintos? ¿Prescindimos de toda pretension de racionalidad intergrupal y reducimos la moral al hecho desnudo de la fuerza o a las contingencias de la dominación?

[18]        En el mismo sentido, THOMPSON 1987, 110-111.

[19]        Sería ésta última  una objeción similar a la que se hace al concepto de tradición a que apelan los comunitaristas y que veremos más adelante. En reproches similares incide Schmidt-Waldherr, cuando dice que el “universalismo evolutivo” de Habermas debería ir complementado con un estudio histórico que mostrase la interferencia en su realización de las estructuras patriarcales, las cuales inciden incluso en las condiciones de posibilidad de un discurso verdaderamente libre y participativo, pues ni siquiera es neutral frente a la dominación sexual el lenguaje con el que el entendimiento exento de manipulación debería ser posible (SCHMIDT-WALDHERR 1988, 52-53). En el uso por Habermas de la idea de “mundo de la vida” sin tomar en cuenta su interrelación con los mecanismos de dominación social masculina incide también la crítica de WOESLER DE PANAFIEU (1988, 36).

[20]        Por ejemplo, para West el individualismo es claramente masculino, pues la experiencia de las mujeres es de “conexión”, no de separación respecto del otro, fundamentalmente debido al embarazo, pero también a otras experiencias, como la penetración, el amamantar, etc. (WEST 1991, 201ss).

[21]        En esa incompatibilidad que para las feministas supone la prioridad otorgada por los comunitaristas a la tradición en que cada sociedad se constituye, y en el consiguiente carácter conservador y reaccionario, por antiigualitario, de esas doctrinas, insisten también autoras como MOLLER OKIN (1989a, 42ss, 60, 72), BARTLETT (1991, 379) o JAGGART (1991, 95). Similar es la crítica de Lovibond hacia el comunitarismo y las filosofías del posmodernismo que cuestionan la idea racionalista de legitimidad, pues sin ella el feminismo pierde su mejor justificación como lucha por unos ideales de igualdad, latentes en la filosofía moderna y aún inalcanzados, y pasa a ser una narración más en pugna con otras narrativas contrarias, sin base para invocar un superior respaldo racional (LOVIBOND 1990, 170ss).

[22]        Kingdon menciona la de Mackinnon como ejemplo de teoría esencialista del derecho (KINGDOM 1991, 5-6). Frente al concepto de esencialismo que hemos visto en nota 6, Kingdom lo define, aplicado al derecho, como toda teoría del derecho que trata de reducir la esencia de éste a alguna otra cosa, ya sea la economía o los intereses masculinos (ibid., 1).

[23]        Ciertamente hay que decir que frente a esas posturas más radicales, que sostienen una especie de ontología masculina de lo jurídico, o compromiso sustancial del derecho con un modo de ser y pensar que es el del hombre, otras autoras recalcan que los componentes discriminatorios que se dan en los ordenamientos responden más bien al hecho simple de que sus normas han venido siendo elaboradas por hombres y recogen, por tanto, sus experiencias e intereses, y no los de las mujeres (STANG DAHL 1986, 242), por lo que la igualdad empezará a ser efectiva únicamente cuando la perspectiva y experiencia de la mujer se recoja y reconozca en igualdad con la del hombre a la hora de establecer y aplicar las normas (FREEDMAN 1983, 965-966).

[24]        Wishik entiende que es falsa la caracterización del derecho como instrumento necesario para producir seguridad frente a la agresión o el sometimiento por parte de otros, pues dice que ésta es una visión “masculina” que ignora la raiz del comportamiento femenino, que sería no agresivo y orientado al cuidado y la convivencia (WISHIK 1986, 69).

[25]        Es un planteamiento que recuerda la crítica de Marx al derecho moderno y a su idea central de igualdad ante la ley, como ocultadora de la verdadera desigualdad y dominación entre las clases sociales. Este paralelismo de las críticas no ha pasado desapercibido a feministas como MACKINNON, 1989, 3ss. y especialmente MACKINNON 1991.

[26]        La obra de Tove STANG DAHL, Women’s Law (1988, 2ª ed.) sirve como ejemplo de manual para esa materia. De esta obra existe en castellano una edición bajo el título de El derecho de la mujer (Madrid, Vindicación Feminista, 1991), edición ridícula (por ejemplo, no se recoge la bibliografía a que remiten las referencias en el texto y se traduce el índice de materias sin remitir a las páginas respectivas) con una traducción bochornosa.

[27]        Vid. infra nota 32.

[28]        “La creencia en un punto de vista arquimédico, aquel de un observador imparcial y desinteresado, se mantiene aún en el corazón mismo de los sistemas jurídicos occidentales”: se considera que el juez es capaz de dejar de lado su origen social, valores personales, posición económica, etc. – O’DONOVAN 1989, 141).”El carácter formal de los procedimientos jurídicos existentes es criticado por ignorar la perspectiva de las mujeres” (ibid. 137).

[29]        Una salida radical, en la que aquí no voy a extenderme, consiste en proponer que se dé preferencia a modos diferentes de resolver los conflictos jurídicos, modos más acordes con el modo de ser femeninos, fundamentalmente la mediación y la conciliación (vid. por ejemplo MORGAN 1988, 748; O’DONOVAN 1989, 137. Críticamente al respecto GRILLO 1991, 1545ss).

[30]        En una tercera y última etapa, la teoría feminista de corte postmoderno argumentará que otorgar un determinado trato legal para “la” mujer, significa desconocer que no existe esa mujer genérica, sino una gran variedad de experiencias femeninas y de situaciones de las mujeres, experiencias y situaciones que no pueden tratarse en términos idénticos si no es a costa de nuevas discriminaciones y desigualdades, esta vez entre mujeres (CAIN 1991, 267).

[31]        En términos similares y también con carácter general, YOUNG 1989, 268.

[32]        En los términos de Smart, el dilema consiste en “si las mujeres deben recibir un trato especial del derecho y el Estado, sobre la base de sus específicas capacidades femeninas o de sus supuestas características peculiares, o si se sirve mejor a la justicia al tratar a las mujeres igual que a los hombres, con los mismos derechos y responsabilidades” (SMART 1989, 84). Un cuestionamiento del dilema mismo, como discriminatorio y ocultador de la verdadera opresión, es el que lleva a cabo MacKinnon. Para ella ninguno de los términos del dilema es relevante, pues el problema no radica en la diferencia entre los sexos, que es inducida y fruto del secular dominio ejercido por el hombre. Por eso critica tanto a quienes afirman que hay una diferencia natural como a quienes entienden que se ha de afirmar la igualdad básica a efectos de trato. La única diferencia sustancial y decisiva es la diferencia en el poder. “El sexo (gender) es una cuestión de dominio, no de diferencia”. Es ese dominio, ese poder, el que ha creado las diferencias (MACKINNON 1987, 51; en el mismo sentido MACKINNON 1989, 216ss). Críticamente al respecto, PATEMAN 1990, 401ss.

[33]        Posiblemente la mejor clasificación de las mismas es la que proporciona Littleton. Las divide en dos grupos principales: la doctrina de la simetría y la de la diferencia. La primera toma como modelo la argumentación sobre la igualdad racial y aduce que no hay entre los sexos ninguna diferencia relevante para el derecho. La segunda parte de que hombres y mujeres se encuentran asimétricamente situados en la sociedad y que el derecho ha de responder a esta realidad y corregirla en sus efectos discriminatorios. A su vez, el enfoque simétrico se subdivide en dos modelos: el de la asimilación (se ha de dar a las mujeres la oportunidad de ser y actuar como los hombres) y el andrógino (ambos sexos deben ser tratados por igual, en la forma como lo haría un andrógino). Por su parte, el enfoque asimétrico o de la diferencia tiene varias corrientes: la de los derechos especiales, la de la acomodación (simetría en todo salvo en lo que tenga que ver con diferencias puramente biológicas, como el embarazo), la de la aceptación (las diferencias a tomar en cuenta son tanto las biológicas como las culturales y lo que se tiene que eliminar son las consecuencias antiigualitarias de las diferencias, partiendo de la aceptación de esas diferencias) y la del empowerment (rechazo de toda diferencia, pues todas habrían sido construidas a partir de la subordinación de la mujer, por lo que se debe entender la igualdad como lucha contra todo lo que signifique dominación) (LITTLETON 1991, 35ss).

[34]        Majury es consciente de este problema cuando explica que ninguna teoría omniabarcadora sirve para defender de un modo consistente cosas tales como, por ejemplo, colegios exclusivos para mujeres cuando en nombre de la igualdad se rechazan los colegios exclusivos para hombres (MAJURY 1991, 327ss). Siguiendo por esta vía podríamos preguntarnos si las asociaciones feministas deberían en sus estatutos admitir a los hombres o si estaría justificado que hipotéticas asociaciones machistas rechazaran la admisión de mujeres en sus filas.

[35]        Según Thompson, el movimiento feminista a veces plantea su cometido como “defensa de un territorio político”, frente a lo que esta autora manifiesta que los problemas de la mujer no son problemas exclusivos, sino comunes y que sólo pueden hallar solución a través de un procedimiento de participación general (THOMPSON 1987, 111).

[36]        Para Jaggart la ética feminista sólo mantendrá la especificidad de sus planteamientos y demandas en tanto se mantenga una situación de subordinación de la mujer. Pero una vez superada ésta y lograda la igualdad, se disolvería en una ética común y universalista. De ahí que la califique como ética de transición (JAGGART 1991,98; también HELD 1987, 113-114).

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