El iusmoralismo de Carlos Santiago Nino. Una crítica.

El iusmoralismo de Carlos Santiago Nino. Una crítica.

Juan Antonio García Amado

                Tres son los autores  hoy más a menudo citados como sumamente relevantes por los iusmoralistas que se dicen no iusnaturalistas: Dworkin, Alexy y Nino. Voy a referirme aquí a algunas tesis autipositivistas del tercero, de Nino, especialmente en la forma en que aparecen en su libro póstumo Derecho, moral y política[1]. La “tesis central” de Nino en tal obra es “que el derecho es un fenómeno esencialmente político, es decir, que tiene relaciones intrínsecas con la práctica política. Algunas de esas relaciones son directas, y otras se dan a través de la moral”[2]. Lo que Nino primero examina es si entre derecho y moral hay conexión conceptual y conexión justificatoria.

                Sabido es, y Nino lo recuerda, que una tesis esencial y definitoria es la de la separación conceptual entre el derecho y la moral. Mas tratemos nosotros de aclarar qué significa separación conceptual, así como su contrario, unión o conexión conceptual. Luego volveremos a la doctrina de Nino.

                Entre dos conceptos hay conexión conceptual cuando el uno necesariamente presupone el otro, cuando no puede pensarse el uno sin el otro, sin asumir el otro. Creo que un ejemplo de conexión o unión conceptual es el que se da entre ética individual y libertad del individuo: no podemos pensar ni tiene ningún sentido que pensemos en la existencia de deberes morales sin presuponer la libertad del individuo, individuo que  así, en cuanto libre, tiene la facultad de hacer o no hacer lo que las normas éticas le señalan como moralmente debido. Si pensamos la ética sin presuponer la libertad podemos llegar a entender que también hay una ética de los gatos o de las piedras, lo cual tendremos por profundamente absurdo.

                Entre dos conceptos hay separación conceptual si es perfectamente posible entender y pensar uno sin presuponer de ninguna forma el otro, de modo que entre ellos pueden darse todo tipo de relaciones, no solo un tipo de relaciones necesarias. Así, pongamos, hay separación conceptual entre viajar y rezar, pues estos dos conceptos de ninguna manera se implican o se presuponen. Alguien puede rezar sin moverse a ningún lado o puede viajar sin rezar, pero también cabe que viaje rezando o rece viajando. Entre dos conceptos separados o no implicados no hay relaciones necesarias y caben distintas relaciones contingentes.

                Mencionaré un ejemplo que ya he usado otras veces al hablar de este tema. Tomemos el concepto de amor y el concepto de cópula sexual entre humanos. Entre esos dos conceptos ¿hay conexión o separación conceptual? En mi infancia, ciertos educadores de negro nos explicaban que puede haber amor sin sexo (es más, se trataba del amor más puro y perfecto), pero no sexo sin amor. ¿Quería esto decir que entre humanos es materialmente imposible el ayuntamiento carnal sin sentimiento amoroso, de manera que si dos hacen el amor ha de ser necesariamente porque se aman, aun cuando también puedan amarse sin hacer el amor?

                Es un problema definitorio o de estipular definiciones. Que materialmente cabe cópula sin amarse no lo ha podido negar jamás ni cura ni Papa siquiera, pues bien lo demuestra la experiencia, sea ajena o propia. ¿Entonces? Pues entonces aplicamos la definición: si todo sexo propiamente dicho implica necesariamente amor, ¿qué es la cópula sin amor? Pues no es sexo, tiene otro nombre. Los curas de mi colegio la llamaban genitalidad. Así que para que se pueda mantener la conexión conceptual necesaria entre sexo y amor hace falta negarle la condición de prácticas sexuales a una buena parte de las prácticas sexuales, las llamamos genitalidad y queda así la regla sentada y aplicada: nada más que hay sexo con amor y el sexo sin amor no es sexo, es genitalidad.

                Volvamos a aquel ejemplo anterior del viajar y el rezar. Decíamos que son conceptos claramente separados y separables, que en modo alguno se conectan o se implican de modo necesario. Ahora supongamos que aparece un nuevo grupo religioso que tiene como uno de sus dogmas el del rezo en movimiento; es decir, los fieles están obligados a rezar al menos una vez a la semana, pero sólo se admite el rezo en viaje. Así que para cumplir con el precepto de rezar una vez por semana se impone viajar una vez a la semana. Porque el rezo sin viaje no es rezo, es incluso pecado grave, pongamos.

                ¿Qué dirán los cultivadores de ese credo de la costumbre que otros grupos tienen de rezar en su casa o sin moverse del pueblo o sentados tranquilamente en la iglesia? Pues que eso no es rezar, ya que aunque cabe viajar sin rezo, no es pensable rezo que propiamente lo sea sin viaje.

                El ejemplo es útil para ayudarnos a reparar en lo siguiente: en este tipo de supuestos la conexión conceptual no resulta de ningún género de lógica o de regla ineludible de nuestro pensamiento, sino de una regla de otro tipo, de una norma estipulada por los mismos que sientan la conexión conceptual necesaria: sin la norma de que hay que rezar viajando no habría inconveniente para pensar que también es oración la que se hace sin desplazamiento. Estamos, pues, ante conexiones conceptuales que son necesarias por estipuladas. Y la pregunta está en si es de este tipo la conexión conceptual necesaria que entre derecho y moral afirman los iusmoralistas, como Dworkin, Alexy, Nino y toda la tradición iusnaturalista anterior, con las diferencias que se quiera entre unos y otros.

                Volvamos a Nino. Según este acreditado autor, “Si observamos atentamente cuál es el mínimo común denominador de los principales exponentes del positivismo, desde Bentham y Austin hasta Carrió, Bulygin y Raz, pasando por Kelsen, Ross y Hart, creo que sólo vamos a encontrar una tesis de índole conceptual. Esa tesis es que el derecho puede definirse, identificarse y describirse sólo en términos fácticos, tomando en cuenta ciertas propiedades que son valorativamente neutras” (DMP, p. 23). Y sigue: “De modo que los positivistas conceptuales enfatizan la posibilidad de definir el derecho, de individualizar cierto sistema jurídico y de describir su contenido, teniendo sólo en cuenta propiedades de hecho, sin necesidad de incurrir en consideraciones valorativas sobre la justicia, adecuación axiológica o moralidad de los fenómenos que son objeto de tal definición, identificación o prescripción” (DMP, p. 24)[3]. Una constante de ese positivismo conceptual sería la insistencia “en la necesidad de separar el derecho que <<es>> del derecho que <<debe ser>>” (DMP, p. 25).

                Detengámonos aquí un momento. Los positivistas, nos dice Nino, opinan que es posible establecer dónde hay un sistema jurídico o qué mandan sus normas, describir ese derecho y esas normas jurídicas, sin necesidad de apelar a la justicia o moralidad de ese sistema jurídico o de esas normas jurídicas que se han identificado o cuyo contenido se describe. Así, el iuspositivismo vendría a contarnos que son plenamente coherentes y posibles enunciados como los siguientes:

                – “En la Roma de la época de Augusto había un sistema jurídico que permitía la esclavitud y sometía a la mujer a la autoridad del paterfamilias”.

                – “Durante la década de 1940 en España el derecho vigente no permitía a la mujer casada enajenar sus bienes inmuebles sin la autorización del marido”.

                – “Según el vigente Código Penal español, art. 525.1, incurren en delito los que para ofender los sentimientos de los mientras de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de su dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”.

                – “En España, a día de hoy, julio de 2013, es derecho y como tal está vigente la Constitución de 1978”.

                En cambio, para los no positivistas, como Nino, esos enunciados solo tienen sentido si al hacerlos o bien presuponemos un carácter moral positivo de esas normas o del correspondiente sistema jurídico, o bien presuponemos que hay razones morales poderosas para atribuir carácter jurídico a ese sistema o a esas normas. Dicho de otro modo, para el no positivista no tiene sentido propiamente un enunciado como el siguiente: “La norma jurídica N, perteneciente al sistema jurídico SJ, es horriblemente injusta”; pues si es horriblemente injusta no será jurídica[4]. O este otro: “El sistema jurídico SJ era espantosamente injusto”; ya que si era tan injusto no podría ser jurídico.

                Si esto es así, un no positivista sólo puede llamar jurídico a un sistema normativo cuyo contenido no le resulta moralmente rechazable, o muy rechazable. Por ejemplo, sólo alguien que no rechace moralmente la esclavitud o que no esté en grave desacuerdo con el machista predominio del marido sobre la esposa podrá explicar el Derecho romano como derecho o el derecho español del siglo XVI como derecho.

                Si sólo puede ser en puridad derecho el derecho que moralmente debe ser, ninguna norma moralmente indebida será con propiedad jurídica, sólo lo aparentará o nada más que lo pretenderán, sin éxito, sus autores o aplicadores. Así que quien explique la historia del Derecho civil español al llegar al Derecho civil de los tiempos de Franco deberá puntualizar que no eran verdaderas normas de Derecho civil las que subordinaban completamente a la esposa a la autoridad del marido.

                En este punto es donde muchos autores, y Nino entre ellos, apelan a la hartiana distinción entre punto de vista interno y punto de vista externo. El punto de vista externo es el de quien distanciadamente explica o describe un sistema jurídico bajo cuyas normas no se siente implicado, o concernido por ellas. Es decir, cuando yo explico el Derecho romano de la época de la República, doy cuenta de algo ajeno, en un doble sentido: ni yo dependo para nada de esas normas ni esas normas dependen para nada de cómo las considere yo, si como derecho o de otra manera.

                El punto de vista interno es el de quien está vivencialmente afectado por las mismas normas a las que se refiere. Cuando yo cuento que es derecho aquel art. 525.1 del vigente Código Penal español, no sólo describo lo que jurídicamente obliga para otros, sino también lo que me está obligando a mí; y al describir esa norma como derecho no me limito a tal descripción, sino que cuando la identifico como jurídica co-constituyo su juridicidad. Pues si mis coetáneos y compatriotas y yo mismo no viéramos esa norma como jurídica, aquí y ahora, no sería aquí y ahora jurídica.

                De acuerdo, al describir no sólo describo lo que jurídicamente hay, sino que me implico con lo que jurídicamente es. Pero, entonces, ¿incurro yo en algún tipo de contradicción si digo que en el vigente derecho español la norma N es derecho y, además, es injusta o una completa inmoralidad? Por ejemplo, si tal pienso del contenido del art. 525.1 del Código Penal, ¿no puedo decirlo sin ser un incoherente o sin padecer una especie de esquizofrenia conceptual? Y, si yo viviera bajo el franquismo en los años cincuenta del siglo XX, ¿no podría decir que me parece aborrecible e inmoral ese derecho de mi tiempo? ¿Los únicos que en la época de Franco, en España, veían el derecho en verdad eran los que no veían derecho ni en aquel Código Civil ni en aquel Código Penal? ¿Era, entonces y aquí, derecho un conjunto de normas no legisladas o no jurídicamente positivadas, de normas morales que decían y mandaban lo contrario de lo que como derecho era socialmente considerado y como derecho aplicado por los tribunales y la Administración y cumplido por los particulares en sus contratos y actos jurídicos?

                Parece ser que el error del iuspositivismo está en separar conceptualmente el derecho que es del derecho que debe ser, olvidando que el que no debe ser no puede ser. Pero ¿qué significa que no debe ser? Cuando decimos “el derecho que es” describimos unas normas que “son” derecho, al menos que lo son con arreglo a ciertos parámetros formales o sociales. Pero cuando decimos “el derecho que debe ser” estaremos empleando un parámetro normativo externo al del “derecho que es”, al de ese conjunto de normas que llamamos “el derecho que es”. Ese parámetro que, en ese sentido, es externo, es un parámetro moral. O sea, que al referirnos al “derecho que debe ser” queremos decir “el derecho que, según la moral, debe o debería ser”. Y lo que el no positivista hace es sostener que si “el derecho que es” no es “el derecho que debe ser”, el derecho que es no es derecho o no lo es del todo o no lo es perfectamente. Pero ahora vamos a otra cosa y no a esta paradoja.

                Quedamos en que para que podamos cotejar “el derecho que es” con el “derecho que debe ser”, a fin de ver si el que es es, debemos tener un patrón moral con el que medir. Es ese patrón moral el que nos señala cuál es el derecho debido, por contraste con el que por moralmente indebido es derecho que no es derecho. ¿De qué moral hablamos? Ha de tratarse de una moral objetiva u objetivable. Veamos por qué.

                Supóngase un país P que tiene un sistema jurídico cuyas normas son consideradas perfectamente justas por el noventa y nueve por ciento de sus pobladores, pero que nuestro iusmoralista ilustrado estima como radicalmente inmorales. Si el iusmoralista sostiene que el sistema jurídico de P será derecho para los habitantes de P y como tal puede ser descrito por nosotros (desde nuestro punto de vista externo) o por ellos (desde su punto de vista interno), pero no será derecho para nosotros, este iusmoralista se va a encontrar con dos problemas. El primero, que su postura vendrá a ser muy similar a la del positivista. Ambos describen como distinto el derecho que es y el derecho que debe ser. La única diferencia estará en que el iusmoralista incorpora a la descripción del derecho que es el juicio moral favorable de los que bajo él viven y piensan que ese derecho que es es el que debe ser.

                El segundo problema está en que esa postura llevaría a entender que hay tantos derechos que son como derechos que alguien puede pensar que deben ser. En otras palabras, que existirían tantos sistemas jurídicos posibles como sistemas morales posibles, esto es, como sistemas morales con posibles contenidos diversos de sus normas. Así, por ejemplo, lo mismo podría ser un derecho esclavista que uno no esclavista, bastando con que haya personas o grupos que admitan como moralmente justificado uno y otro.

                Vemos que por esa vía el iusmoralismo conduce al caos teórico y práctico: no hay manera en ninguna parte de ponerse de acuerdo sobre cuál es el derecho que es, ni cabrá tampoco acuerdo sobre cómo debe ser el derecho para ser plena o perfectamente derecho: existirán tantas concepciones de lo jurídico como concepciones morales en pugna. En la práctica, esto significaría que con la misma autoridad y fundamento con que un ciudadano le dice a un juez que no aplique la norma N de ese sistema SJ, pues no es verdaderamente jurídica de tan injusta, otro ciudadano le diría lo contrario, que aplique N porque es totalmente jurídica por plenamente justa. El machista y el antimachista, el esclavista y el antiesclavista que convivan en el mismo Estado tendrían los dos la misma razón y tendría cada uno su sistema jurídico personal. ¿Constitución incluida? Sí, claro, porque si la Constitución es derecho positivo y nada más que derecho positivo, ¿por qué va a ser jurídica una norma constitucional profundamente inmoral, como sería inmoral para el antiabortista una que permita el aborto voluntario o como sería para el igualitarista una que prescribiera la sumisión de la mujer al hombre? Por cierto, ¿son verdaderas constituciones, y, como tales, normas jurídicas plenamente, las constituciones actuales que establecen la superioridad de derechos del varón sobre la mujer?

                Nada más que de una manera se libra el iusmoralista de semejantes callejones sin salida para su doctrina: presuponiendo, dando por sentada una moral objetivamente correcta y, como tal, cognoscible. Es decir, tiene que ser objetivista y cognitivista. La moral por referencia a la cual se mide si el derecho que es es el derecho que debe ser tiene que ser una moral objetiva, en el sentido de no puramente relativa a personas, tiempos o lugares. Porque si es relativa esa moral de referencia, volvemos a las andadas: hay tantos derechos debidos como morales posibles, y para que un derecho sea derecho bastará, todo lo más, que allí donde rige se considere justo. Así que entre ciudadanos de moral machista podrá ser derecho perfectamente tal un derecho machista. Por cierto, que para regir en la práctica y poder ser eficaz un sistema jurídico requiere una mínima consonancia con la moral dominante en la respectiva sociedad es algo que siempre han resaltado también los positivistas de todo cuño al hablar no de la justicia, sino de la eficacia de los sistemas jurídicos. Pero recordemos que no están los iusmoralistas ocupándose de los requisitos de la eficacia de las normas jurídicas cuando subrayan la conexión conceptual entre derecho y moral.

                El objetivismo moral reviste dos formas principales, la tradicional y la del constructivismo ético. La tradicional señala que la moral verdadera ha tenido siempre y en todas partes los mismos contenidos, al margen de que en tal o cual cultura se conocieran mejor o peor. El iusnaturalismo es objetivista en ese sentido y siempre ha mantenido[5] que el adulterio es contrario a derecho natural (con lo que no cabe que el derecho “legalice” relaciones adúlteras) o que lo es la homosexualidad (por lo que el derecho natural no permite por ejemplo el matrimonio homosexual) o que es conforme a derecho natural que la mujer se someta a la autoridad del varón   .

                El objetivismo constructivista no afirma que estén preconstituidas, preestablecidas, las verdades morales, salvo en lo que tiene que ver con el igual derecho de todo ser humano adulto a participar en los discursos y debates morales que lo conciernen, sino que las normas morales objetivamente verdaderas serán en cada tiempo y lugar las que se acuerden en el marco de una deliberación social libre e igualitaria. Como esa deliberación tiene lugar sobre el trasfondo del “mundo de la vida”, de los datos y conocimientos de la sociedad concreta de que se trate, las verdades morales pueden cambiar, en la medida en que también cambien los consensos a partir de modificaciones en ese mundo de la vida o infraestructura cultural de la deliberación libre y de los acuerdos.

                Asumamos este tipo de objetivismo constructivista, que es al que Nino se acoge también. ¿Cuándo podré yo considerar que es racional y verdadera la norma NM de mi moral? Cuando pueda razonablemente presumir o dar por sentado que esa norma la considerarían igualmente verdadera todos mis conciudadanos, si entre todos nosotros sobre ella pudiéramos debatir en condiciones de perfecta imparcialidad y con total ausencia de prejuicio. Es decir, sólo podré considerar racional y verdadera NM si estoy sincera y seriamente convencido de que podría pasar ese test del consentimiento del auditorio universal o de la comunidad ideal de diálogo, aunque aquí y ahora, sobre la base de nuestro Lebenswelt o mundo de la vida.

                Bien, pongamos que NM es la norma de mi moral que dice que no es inmoral el aborto voluntario de la mujer dentro de las primeras semanas de su embarazo. ¿Es racional y verdadera NM, por cuanto que puedo estar convencido de que todos los antiabortistas que me rodean no serían antiabortistas si no estuvieran llenos de prejuicios y fueran capaces de razonar imparcialmente? ¿No pensarán exactamente ellos lo mismo de mí, que si yo no anduviera obnubilado por falsos ídolos estaría plenamente de acuerdo en que el aborto voluntario y libre dentro de un plazo es una radical inmoralidad? ¿Realmente pueden ellos decir de mí o yo decir de ellos que nuestras respectivas moralidades son irracionales y fruto solo del prejuicio y de la incapacidad para razonar como es debido? No olvidemos que el debate que aquí nos traemos no es meramente moral, sino jurídico: de que estén en la verdad ellos o yo dependerá el que la norma de derecho positivo que permite el aborto voluntario en plazo no sea jurídica, aunque esté legislada y hasta avalada por el Tribunal Constitucional, o sí lo sea. Y una pregunta más, malévola pero de hondo realismo: ¿alguien ha visto alguna vez a un constructivista decir que él mismo se hallaba en el error moral, pero que una vez aplicado el test del consenso imparcial hipotético se ha dado cuenta de su yerro y ha cambiado sus convicciones morales para asumir las verdaderas? ¿No sucede siempre al revés, que las convicciones de partida se ven ratificadas mediante la afirmación de que cómo no van a superar el test, si salta a la vista que son las únicas racionales o las de mayor racionalidad?

                Será inevitable, creo, topar de nuevo con la paradoja. Si el consenso racional que hipotéticamente avala la moral objetivamente verdadera o correcta está condicionado por las coordenadas culturales respectivas[6], por el correspondiente mundo de la vida, podemos racionalmente tener por norma moral verdadera hoy la que en otro tiempo o lugar es racionalmente considerada como falsa; y a la inversa. Entonces, puesto que la moral objetivamente correcta condiciona el derecho que pueda ser derecho y, por eso, un derecho contrario a la moral correcta no es derecho o no lo es perfectamente, tenemos que la moral condicionante de la juridicidad es una moral relativa a cada tiempo y lugar: aquella que en cada tiempo y lugar hipotéticamente alcanzaría el consenso del auditorio universal. Pues o hay tantos auditorios universales como culturas, con lo que los auditorios universales sólo son relativamente universales, o la moral avalada por el auditorio universal es una moral objetiva al modo del objetivismo tradicional, no del constructivismo.

                No hay inconveniente, pues, en considerar como jurídico uno que sea esclavista, si en esa sociedad todavía no se han podido dar las condiciones para que los sujetos capten lo contradictorio y absurdo que es consentir el esclavismo; o sea, si en esa sociedad todavía no están en condiciones de imaginarse todos en la rawlsiana situación originaria y bajo el velo de ignorancia o en la habermasiana comunidad ideal de diálogo. Así que el Derecho romano puede seguir siendo derecho y el derecho de un país islamista muy machista puede seguir como derecho también, supongo. No nos contradecimos si llamamos derecho al “derecho” del Afganistán de los talibanes, pero sí nos contradecimos si llamamos derecho a un sistema jurídico de nuestro país que sea inmoral a tenor de lo que debe ser para nosotros la moral racional, esa que podemos conocer imaginando lo que al deliberar bajo condiciones de imparcialidad todos consentiríamos. Pero entonces vuelvo a preguntar: ¿el aborto voluntario es moral o inmoral y, en razón eso, es jurídica o no la norma que lo permite aquí y ahora?

                Las sociedades modernas occidentales de hoy están presididas por constituciones jurídicas que amparan el pluralismo moral y la libertad ideológica y de creencias. O sea, que no hay una moral más constitucional o más jurídica que otra, salvo en lo referido a esa metamoral que obliga a consentir morales distintas. En una sociedad así y con una Constitución tal, ¿cómo podemos suponer que es parte del sistema jurídico, del único derecho que puede ser derecho, una única moral correcta, que sería la que todos, aun tan distintos moralmente, consentiríamos si deliberáramos y razonáramos en situación de perfecta imparcialidad? ¿Podemos acaso decir, sin contradecir los más básicos postulados de nuestro mundo, que los jueces deben decidir los conflictos jurídicos que también suponen conflictos morales aplicando la moral objetivamente correcta y mostrando así que algunos de los que estaban en ese conflicto jurídico-moral (por ejemplo el antiabortista o el defensor del aborto libre) se hallaba en el error pese a tener derecho a errar moralmente, y que aunque tenga pleno derecho constitucional a sus ideas morales debe pasar por el aro de la verdad, aunque sea la verdad de una minoría, de la minoría de la que el juez o el profesor de turno forman parte? Y entonces, ¿para qué están los derechos políticos? ¿Para qué permiten las constituciones las libertades morales, si al final el derecho tiene que pasar por la moral objetivamente correcta y si los resultados legales de la deliberación democrática no sirven porque por encima está la deliberación imaginaria en la comunidad ideal de diálogo o en la situación originaria?

                De nuevo con Nino. Subraya que es posible usar un concepto descriptivo de derecho, como hacen los positivistas, y, además, que ese concepto puede ser convencional. Es decir, que por derecho entendemos lo que en la práctica social se toma por tal o se ve como tal. Sin embargo, junto a ese concepto descriptivo surge uno normativo, y entonces hablamos del derecho en cuanto normas debidas. Lo peculiar de ese concepto normativo de derecho es que no puede autofundarse[7]. Se reproduce así algo estructuralmente muy semejante al viejo problema teológico del motor inmóvil. Recordemos ese viejo argumento religioso: podemos retrotraernos en la cadena de los seres y la vida, pero la vida misma no puede explicar el origen de la vida y por eso una cosa es que describamos los seres vivos, cosa que podemos hacer sin Dios, y otra que fundemos la vida y demos cuenta de su origen, en cuyo caso no podremos admitir que el primer ser vivo se creó a sí mismo o se dio a sí mismo la vida, sino que tendremos que asumir la existencia de Dios, cuya vida es eterna y de esa manera no hay que explicar de dónde viene o desde cuándo.

                Pues bien, parece que con lo normativo pasa lo mismo. En cuanto que no sea un puro fenómeno fáctico, sino que tenga también esa dimensión normativa o de “debido”, el derecho, en tanto que norma o debido, debe fundarse en otra norma. Así vamos por la cadena de validez hasta explicar la norma primera, que ya no podrá ser jurídica, pues entonces diríamos que la primera o más alta norma jurídica tiene una juridicidad fundada en sí misma, autorreferente; sería un hecho originariamente normativo, una especie de contradicción en los términos. Así que suponemos que la validez o dimensión normativa del primer “hecho” jurídico o de la primera norma no proviene de ella misma, sino de una norma primera que da la juridicidad y que es una norma moral que también es jurídica. Es decir, presuponemos la primera  norma moral-jurídica como origen de cualquier derecho posible, de la misma forma que aquellos teólogos presumen la existencia de un Dios vivo, pero eterno, como origen de toda vida primera. Y problema resuelto. O problema aparentemente resuelto, ya que lo solucionamos al renunciar a resolverlo: ya no preguntamos quién creó a Dios, pues lo asumimos existente pero increado, en cuyo caso no se sabe por qué no ha de ser existente pero increada la vida misma que a través de Dios pretende fundarse; y ya no preguntamos de dónde proviene la validez o normatividad de esa primera moralidad que funda lo jurídico en tanto que debido o normativo: hay una norma moral que es válida en sí misma y no necesita un fundamento normativo para su validez, norma fundante infundada, ser existente por sí subsistente. La Santísima Trinidad como base también de la teoría jurídica.

                De otra manera dicho, si rechazamos un concepto puramente convencional del derecho porque del puro hecho de que opere una convención no se puede extraer la explicación de por qué esa convención produce algo debido, obligatoriedad, tenemos que dar por  sentada o presupuesta una normatividad no convencional y esa normatividad no convencional ya no es un puro hecho, sino norma originaria que tiñe de normatividad los hechos convencionales. Con esto va de suyo que hay una moral no puramente convencional, una moral objetivamente verdadera. Pero, entonces, ¿cómo podemos basar la moral objetiva en el constructivismo ético, al modo de Nino y muchos otros iusmoralistas de hoy? ¿No es el consensualismo de ese constructivismo ético una remisión a acuerdos sociales, a convenciones, y no necesita fundarse en elementos normativos originarios y, como tales, no puramente convencionales? En el fondo sí. Por eso los constructivistas éticos suelen ser, en el fondo, objetivistas de los de siempre, sólo que con un añadido: piensan que cualquier ser racional estaría de acuerdo en ese momento con lo que ellos consideran moralmente debido y que si en algo yerran ellos no es porque su pensar no sea en sí apto para el acuerdo racional de todos, sino porque a todos despista de vez en cuando la cultura vigente, el “mundo de la vida”. El constructivista es el único que sabe lo que pensaría cualquiera si estuvieran todos en la situación originaria o en la comunidad ideal de diálogo, y por eso puede enunciar lo que todos los seres racionales darían por bueno si fueran capaces de ver tan lejos como solo ve él.

                Vayamos al núcleo de las razones que ofrece Nino para poner de relieve que entre derecho y moral hay una conexión esencial que él llama “conexión justificatoria”.

                Según nuestro autor, “El uso de los conceptos descriptivos de derecho (…) parece ser apropiado para un observador externo al derecho, mientras que el empleo de los conceptos normativos es aparentemente adecuado para los participantes en la práctica jurídica, como legisladores, jueces y abogados” (DMP, p. 43). El que “desde dentro” ve el derecho y, por tanto, lo ve y lo vive como derecho válido, no puede contemplarlo con una perspectiva puramente descriptiva o positivista. Lo que en Nino define ese llamado punto de vista interno es que los que lo adoptan toman en cuenta ellos mismos “razones a favor o en contra del reconocimiento de tales estándares”. Este concepto normativo del derecho supone “el conjunto de estándares que deben ser reconocidos” (DMP, p. 4). ¿Qué querrá decir eso de reconocer los estándares que deben ser reconocidos?

                Yo en este momento vivo en España y constato que en este Estado en el que vivo los ciudadanos de modo prácticamente unánime, así como los funcionarios del Estado mismo, consideran o creen que las normas que en la Constitución de 1978 se contienen son derecho, al igual que lo son las del Código Civil, el Código Penal y multitud más de leyes y reglamentos de todo tipo. Cuando voy por la autopista en España sé o siento o creo firmemente que hay y está en vigor una norma jurídica que me prohíbe circular a más de 120 kilómetros por hora, bajo amenaza de una sanción si rebaso dicho límite. Si nadie o casi ninguno creyera que en esas sedes está el derecho y que esas normas son jurídicas, seguramente a mí tampoco se me ocurriría pensar tal cosa o contemplar bajo ese estatuto especial tales mandatos, de la misma forma que si hubiera un generalísimo acuerdo en que lo que obliga de la manera especial del derecho es lo que cada día determinen la Conferencia Episcopal o las asociaciones de jugadores de mus, así lo vería yo también. ¿Qué es lo que reconozco? No sé qué reconozco, digamos que participo de una convicción colectivamente asentada y de las consiguientes prácticas. ¿Qué debo reconocer? Depende de lo que entendamos por deber. Al reconocer derecho en la Constitución y en aquellas leyes y reglamentos no cumplo con ningún deber ni atiendo ninguna normatividad ulterior: lo reconozco porque es lo que hay, no porque estime que es lo que debe haber.

                Ese reconocer es independiente por completo de que a mí me parezca bien o mal que haya derecho, pues a lo mejor soy anarquista, o que considere justa o injusta aquella norma. Si yo soy anarquista y llamo a derribar el derecho y a terminar con las normas jurídicas, ¿cómo sé qué es el derecho con el que quiero acabar y cuáles las normas jurídicas que deseo expulsar de la sociedad? Pues porque las reconozco en su presencia en el imaginario colectivo y las prácticas sociales, aunque me parezcan pura ideología falsa o carentes de todo fundamento moral aceptable. ¿Por qué se yo, juez o ciudadano común, que tal o cual norma jurídica es injustísima? Porque la reconozco como jurídica con independencia de ese calificativo de justa o injusta. Si no fuera así y así no pasara, sería absolutamente imposible formular con sentido un enunciado como el siguiente: “La norma jurídica N es (muy) injusta”.

                Lo que Nino defiende es que la perspectiva interna del derecho “está indisolublemente ligada a la perspectiva interna de la moral y, en especial, a la perspectiva interna de la práctica discursiva que la modernidad ha acoplado a la moral positiva” (DMP, p. 50).  Así que, al parecer, sea yo anarquista o sea de las convicciones morales o políticas que sea, no puedo ver el derecho como derecho si no me afilio a la moral discursiva de la modernidad y si no pienso que lo que hace a fin de cuentas que el derecho sea derecho son razones morales de ese tipo de moral. Así que habrá que concluir que anarquistas, tradicionalistas, conservadores premodernos o posmodernos escépticos o no saben ver el derecho tal cual es o lo ven en lo que no es, muy equivocadamente. Y si todos aquí y ahora coincidimos en que las normas del vigente Código Civil son derecho y, en cambio, no lo son las normas que trata de dictarnos la Conferencia Episcopal, es porque todos somos modernos y discursivos.

                Tal como Nino explica, si identificamos nosotros o identifican los jueces qué normas son derecho es por referencia a ciertos individuos autorizados para dictar esas normas, llámense legisladores o como se llamen, individuos que, por tanto, “cuentan con legitimidad para emitir tales prescripciones, o que son fuentes de normas válidas” (DMP, p. 56). En la cadena de competencia siempre tendremos que llegar a un legislador que no esté habilitado por las normas de otro anterior y, entonces, cómo vamos a basar la juridicidad de los mandatos de ese primero si no es a partir de una normatividad primera que no es jurídica, sino moral. Dice Nino: “Como ha observado Kelsen, la cadena de normas de competencia no puede ser infinita. Vale decir que este concepto de derecho necesariamente alude a normas que no son jurídicas en su identificación de las normas jurídicas. El derecho es identificado, según este concepto, acudiendo a normas no jurídicas” (DMP, p. 57).

                ¿Esas normas últimas son morales? Según Nino, aunque podemos buscar palabras más neutras, en realidad “la identificación descriptiva de ciertas proposiciones normativas como jurídicas implica mostrar que derivan de ciertas normas morales que legitiman a determinadas autoridades y de proposiciones descriptivas de las prescripciones de tales autoridades” (DMP, p. 59). Así que, si no entiendo mal, todo el que piense que la Constitución española, por ejemplo, es derecho aquí y ahora, lo pensará por razones morales, porque a fin de cuentas es capaz de dar una justificación moral de tal Constitución. Con lo que, supongo, si ahora mismo hubiera en España un golpe de Estado como aquel franquista, con su guerra civil, se derogara esa Constitución moralmente justificada y se instaurara una nueva incompatible con esa moral, dicha Constitución nunca sería no podría ser derecho, aunque todos los ciudadanos la vieran como tal (con independencia de que muchos moralmente la aborrecieran) y como tal fuera absolutamente eficaz y el Estado por ella jurídicamente presidido estuviera plenamente reconocido en el Derecho Internacional, como lo están todavía hoy unas cuantas dictaduras, como la de Cuba o China, entre otras. En realidad, sigo suponiendo, Cuba o China no tienen ni Constitución ni derecho, salvo que supongamos que moralmente no están en la modernidad y entonces se les permite por el momento que allá sea jurídico lo que aquí no podría serlo porque no debería ser reconocido como siéndolo.

                ¿Qué pasa si un chino (o unos cientos de millones de ellos) reconoce el derecho chino actual como derecho? ¿Se equivoca al reconocer como jurídico lo que jurídico no puede ser, por incompatible con la moral de la modernidad, o es derecho porque los chinos así lo ven, aunque moralmente nosotros lo juzguemos como moralmente descarriado y aun cuando ellos acabaran considerándolo injusto? Si es lo primero, cuando un chino nos señale algún código vigente en su país y nos diga que eso es derecho chino y pretenda explicárnoslo como tal, habremos de corregirlo y de decirle que imposible, pues aunque él lo reconozca así, es imposible que así lo reconozca, ya que ese reconocimiento presupone un visto bueno moral que él no puede estar dándole si está en sus cabales o es mínimamente racional o un poco moderno.

                No olvidemos cuál es la moral que sirve de referente para el reconocimiento moral de la juridicidad, reconocimiento moral constitutivo de la juridicidad y sin el que no habría derecho pues nadie se explicaría cómo ciertas normas pueden serlo: la moral de la modernidad. En palabras de Nino, “La adopción de tales normas que legitimen las fuentes de normas jurídicas se verá sometida a la práctica discursiva mencionada antes, para imbricarla con la moral positiva de la modernidad” (DMP, pp. 58-59). Sólo puede ser derecho, modernamente, el que discursivamente todos podamos aprobar si razonamos en condiciones aseguradoras de nuestra imparcialidad. Los otros sistemas jurídicos, como los de las dictaduras de hoy, son derecho a todos los efectos pero nadie podrá explicárselo, pues el auditorio universal no los consentiría si pudiera expresarse; por eso, esos sistemas jurídicos no son jurídicos y aunque funcionen plenamente como derecho son derecho que no es porque racionalmente no puede ser, porque a nadie se le puede ocurrir una buena razón admisible para ver juridicidad en sus normas jurídicas últimas.

                Tal como explica Nino, en “el marco discursivo de la modernidad” (DMP, p. 60) esas normas que legitiman a las autoridades últimas que dictan prescripciones jurídicas están sujetas a crítica. O sea, un cubano o yo podemos criticar moralmente el sistema jurídico cubano y sostener que lo que la moral moderna exige es que no veamos derecho en el derecho de una dictadura. Ahora bien, porque quepa la crítica moral, o en particular la crítica con los presupuestos discursivos de la moderna idea de moral, ¿dejará un sistema jurídico de serlo si no supera esa crítica, si es desautorizado por ella? Si la crítica moral deslegitima moralmente  a las autoridades jurídicas, ¿quedan estas jurídicamente deslegitimadas?

                Es el momento de ocuparse de una ambigüedad que oscurece enormemente el razonamiento iusmoralista de Nino y de muchos autores de similar orientación. Ya vimos en una cita anterior que la clave última yace en la legitimidad y autoridad del legislador último, aquel cuya competencia normativa no viene de un legislador anterior o superior. Pero aquí se están confundiendo dos nociones de legitimidad (y de autoridad): la moral y la jurídica. La legitimidad jurídica última no es moral, sino que deriva del hecho de un reconocimiento que es meramente fáctico. Lo que hacía del derecho franquista derecho no era una legitimidad moral propia o que la sociedad le atribuyera, sino el hecho de que, con legitimidad moral o sin ella, en el Código penal o en el Código Civil en tiempos de Franco la sociedad veía derecho y practicaba como derecho, aunque a muchos les pareciera aborrecible, una porquería de sistema jurídico.

                Hagamos una comparación. Las razones por las que yo veo a mi padre como mi padre son razones fácticas, no morales. No me contradigo si afirmo que mi padre es un padre sin legitimidad moral, puesto que no se comporta conmigo como un padre debe hacerlo. ¿Deja de ser mi padre por el hecho de ser moralmente un padre malo? No, y por eso puedo decir lo que si no carecería totalmente de sentido: que es un padre malo. ¿Qué significa la afirmación de que yo lo reconozco como mi padre? Tiene dos sentidos. Uno, que sé que es mi padre, que me doy cuenta de que materialmente lo es; otro, que moralmente lo acepto así y que, en consecuencia, decido tratarlo como tal, según las normas que rigen la relación con un padre moralmente reconocido como tal.

                Podríamos adornar todo esto diciendo que en las condiciones morales de la modernidad el comportamiento debido de un padre está sometido a condiciones deliberativas. Estupendo. Eso nos permitirá distinguir sobre bases morales nuevas entre un padre bueno y uno malo, pero no permitirá negarle la paternidad biológica al que biológicamente sea padre, al que empíricamente lo sea, ni atribuirle la paternidad biológica al que biológicamente no lo sea. Pues con el derecho igual, es la moral de la modernidad la que nos permite decir, con todo sentido, que el derecho del franquismo fue un derecho moralmente reprobable y que lo es también el de la Cuba de los hermanos Castro. ¿O es que acaso bajo Franco o bajo Fidel Castro se vivía en la anarquía y sin normas jurídicas y no nos habíamos enterado?

                Recapitulemos las consideraciones principales al hilo de la tesis de Nino. Normativamente el derecho no puede autofundarse, pues siempre habría que dar por sentada una norma jurídica anterior que fundase la siguiente, pero si queremos evitar el absurdo de la progresión al infinito en la cadena de fundamentaciones de la juridicidad, acabamos necesariamente en una norma jurídica primera que no basa su juridicidad en otra, o, si así se quiere decir, en un legislador que no lo es por razón de la competencia atribuida por ninguna norma anterior. Según Nino, ahí está la principal razón para que tengamos que echar mano de la moral como fundamento, pues la pregunta sobre la condición jurídica de la primera norma jurídica o sobre la competencia legislativa del legislador primero debe responderse así: es jurídica esa norma o esa competencia por razones morales, pues si no tuviéramos razones morales para considerar tal obligatoriedad jurídica de esa norma o ese legislador, no los entenderíamos como jurídicamente obligatorios, no veríamos normatividad en sus mandatos. Y lo que uno se pregunta, entre otras cosas, pero ante todo, es esto: ¿cómo consigue la moral, sistema normativo también, evitar esos problemas de los sistemas normativos, el de la imposibilidad para autofundar sus normas últimas? ¿Por qué a los sistemas normativos morales no les afecta ese problema que es esencial en los sistemas normativos jurídicos? ¿Cuál es, en suma, el fundamento de la norma moral última? ¿Dios? ¿La Naturaleza? ¿La Razón? Y si somos constructivistas y ponemos en el consenso racional el fundamento básico de la normatividad moral verdadera o correcta, ¿cuál es el fundamento moral de la norma moral que constituye el consenso racional como pauta de corrección moral?

                Mas dejemos esos enigmas y prosigamos con la exposición de la doctrina de Nino. Seguidamente explica que adopta “la perspectiva interna de los participantes en el discurso jurídico” y que va a “mostrar, desde el punto de vista interno, tres ejemplos de problemas y controversias que enfrentan a jueces, juristas y abogados. Estos problemas –continúa Nino- demuestran que los jueces, abogados y juristas al remitirse a normas no captables por un concepto descriptivo judicial institucionalizado de derecho, para legitimar prescripciones de las autoridades cuyo contenido significativo emplean en sus decisiones y propuestas, no se agotan en tales normas sino que en realidad implican una remisión a todo un sistema de justificaciones más amplio que el que está basado en las prescripciones de las autoridades” (DMP, pp. 60-61). Esos tres ejemplos son: “el de relación entre el derecho nacional y el internacional; el de validez de las llamadas <<normas de facto>>, o sea las emitidas por un régimen que usurpó inconstitucionalmente el poder; y la justificación del control judicial de constitucionalidad” (DMP, p. 61).

                En primer lugar está el debate sobre si en la Argentina y conforme al art. 27 de la Constitución los tratados internacionales prevalecen o no sobre la Constitución. Hay una polémica doctrinal al respecto y, según Nino, lo curioso está en que “quienes defienden la prioridad de la Constitución se apoyan en la misma Constitución, y quienes defienden la prelación de las convenciones internacionales se apoyan en una convención internacional” (DMP, p. 62). Pues no sé, a lo mejor más raro sería que quien propugna la prioridad de la Constitución se apoyara en un tratado internacional. Sea como sea, según este autor, “Esto muestra que la validez de cierto sistema jurídico no puede fundarse en reglas de ese mismo sistema jurídico, sino que debe derivar de principios externos al propio sistema. Los jueces y juristas que debaten estas posiciones monistas o dualistas no pueden evadirse de recurrir a principios extrajurídicos, de índole moral en un sentido amplio, para apoyar sus posiciones. Por ejemplo, principios acerca del valor de la soberanía estatal, de no injerencia de otros Estados en los asuntos internos del Estado en cuestión, del valor supremo de los derechos humanos básicos más allá de la soberanía de cada Estado, de la validez de las decisiones democráticas, etc. Ello confirma que dado un sistema jurídico, éste no provee, por sí mismo, un sistema cerrado de justificación de soluciones” (DMP, p. 62).

                ¿Pero alguien está discutiendo acerca de la validez de la Constitución argentina o de la validez de tal o cual convenio internacional? No, no se trata de eso. El debate es idéntico al que se da, por ejemplo, sobre si en una determinada materia, en derecho español, rige una norma legal o una reglamentaria, o una norma del Estado o una de una Comunidad Autónoma. ¿Por qué hay debate? No porque se cuestione la validez de una u otra de esas normas, sino porque debido a algún tipo de indeterminación expresiva no se sabe muy bien si una cierta cuestión queda cubierta por una u otra de ellas. Que en esa discusión técnica e interpretativa se den razones morales no tiene nada que ver con que la base de la validez jurídica de la norma en cuestión sea moral. Es como si yo dudo sobre si esta billetera es de mi padre o de mi madre o ellos discuten sobre quién es el propietario de ella: habrá razones morales o económicas o de cualquier tipo, pero eso no hace de la paternidad o la maternidad una cuestión moral ni, tampoco, convierte el asunto de la propiedad de la billetera en un asunto moral.

                En cuanto a las llamadas “normas de facto”, se refiere a las que se dictan bajo las dictaduras que interrumpen el legítimo orden constitucional, y teniendo en cuenta que no todas las normas legisladas en ese tiempo tienen connotación política o contenido en sí injusto. Glosa Nino el caso de Argentina, donde tras los sucesivos golpes de Estado la legislación resultante del nuevo régimen dictatorial era avalada por la Corte Suprema con el argumento de que ejercía ese régimen de cada ocasión un auténtico poder legislativo y que sus leyes sólo podrían ser derogadas por otras posteriores. El problema estalla con la autoamnistía para las violaciones de los derechos humanos que, en los años ochenta del siglo XX, se da el gobierno militar. “Mantener esta ley implicaba dejar impunes tales aberraciones y consagrar la tendencia a la antijuridicidad perceptible en la vida institucional y social argentina, al endosarse el principio de que los poderosos nunca caen bajo la ley. Sin embargo, no era suficiente con simplemente derogar esa ley de autoamnistía, ya que sería de aplicación el artículo 2º del Código Penal que establece la aplicación ultraactiva de la ley penal más benigna –que sería esa ley- para los hechos cometidos hasta el momento de su derogación. A su vez, este artículo del Código Penal no podía, él mismo, ser derogado con efecto retroactivo sin infringir el artículo 18 de la Constitución Nacional que prohíbe la legislación retroactiva en materia penal” (DMP, p. 66).

                Lo que se hizo, según Nino, fue revisar la doctrina de las normas de facto, haciendo ver que la validez de las normas jurídicas “no puede derivar de meras circunstancias de hecho, como ser el centro de la fuerza en una sociedad, tal como lo había supuesto la Corte Suprema de Justicia en su jurisprudencia tradicional. Tiene necesariamente que derivar de valoraciones extrajurídicas como es la legitimidad de las autoridades supremas del orden jurídico para prescribir normas jurídicas. Si se admite que la única fuente de legitimidad política posible la garantiza el proceso democrático, sólo las normas que tienen este origen tienen una validez o fuerza obligatoria relativamente independiente de su contenido. Las normas dictadas por un régimen de fuerza no tienen por qué tener una validez de origen, y sólo si su contenido es axiológicamente aceptable son obligatorias para los jueces y la población en general. Ese no era, obviamente, el caso de la ley de autoamnistía (…) Ello llevó a proponer al Congreso no la derogación sino la anulación de la ley de amnistía, lo que se hizo por unanimidad y luego fue convalidado por la Corte Suprema de Justicia en el caso <<Videla>>” (DMP, pp. 66-67).

                La tesis de Nino es, pues, que no pueden considerarse válidas las normas de las dictaduras o gobiernos ilegítimos o de facto, pues ello supondría tener que considerarlas con las mismas propiedades que otras a la hora de aplicarles ciertas garantías, como las referidas a la derogación de las normas penales. Una vez más, el loable celo moral no debería embotarnos la capacidad analítica.

                Una cuestión es si cierta normativa emanada de un Estado bajo un régimen político dado y eficaz en él es derecho y otra distinta es qué podamos hacer con esas normas después y dado que nos provocan hondísimo reparo moral. Insisto en que si vamos a pensar que no hay más derecho, aunque sea hoy en día, que el creado en Estados democráticos y por legisladores respetuosos con los derechos humanos, tendremos que ir buscando nombre para la normatividad de legisladores como el cubano de ahora mismo, o explicar que no fue derecho el derecho de cuando Franco en España o de los tiempos todos de la Unión Soviética o de las dictaduras feroces y ultraconservadoras en Latinoamérica. Si un sistema “jurídico” para ser jurídico no ha de poder contradecir gravemente la moral de la democracia y de los derechos humanos, concluiremos que en el mundo son y han sido bastante pocos los ordenamientos jurídicos existentes.

                Pero ¿por qué entremezclar y confundir la validez, es decir, la juridicidad, la elemental y simple condición de derecho de un conjunto de normas ligadas a un Estado, con la legitimidad de ese Estado y de esas normas? ¿No tiene sentido pleno y útil que podamos hablar también de derecho ilegítimo? ¿Acaso es imprescindible que, en nombre de la moralidad, le tengamos que negar la validez o juridicidad al sistema jurídico inicuo, a fin de que con sus normas o sus legisladores o funcionarios podamos hacer lo que la moral decente nos demanda? ¿No es precisamente la tan pregonada superioridad de la moral sobre el derecho, en cuanto fuente de obligaciones primeras o de mayor relieve personal, la que nos sirve para poder dar al mal derecho el tratamiento moralmente debido, aunque sea contra las normas del derecho mismo? ¿Por qué mi comportamiento moral contra el tirano ha de ser jurídico además, para poder ser plenamente moral?

                Pongámoslo en el caso argentino con que nos ilustraba Nino. Estamos de acuerdo en el repudio radical de aquella ley de autoamnistía y en lo aborrecible de tantas normas jurídicas de la dictadura. Pues bien, hagamos lo que se hizo, anúlese esa amnistía, castíguese a aquellos funcionarios evitando su impunidad y hágase todo ello desde un derecho posterior, democrático, que se usa para imponer su merecido a los criminales, su merecido moral. ¿Es imprescindible para dar al inmoral radical ese trato moral debido que afirmemos que no fueron derecho sus leyes por ser tan injustas? En modo alguno, afirmamos, precisamente, la superioridad de la moral democrática hasta sobre la ley, haciendo ver que no deja de ser ley la ley injusta, pero que a su legislador desde la nueva legalidad democrática podemos castigarlo aunque fuera formalmente jurídico su comportamiento. Una vez más, por qué contaminar lo conceptual con lo material, si no hace falta ni siquiera para los fines morales. Además, hasta suena absurdo proclamar que la ley de amnistía se anula porque no era válida de tan injusta. No, se anula porque era ley y no se quiere que pueda surtir ninguno de los efectos de las leyes.

                En otras palabras, se hace una excepción a las garantías del Estado de derecho para aquellos sujetos que son sus enemigos y que no merecen esas garantías. Los castigamos aunque su conducta fuera jurídica, y para ello adecuamos la ley nuestra a fin de que no sea antijurídica la conducta nuestra. Y santas pascuas. Desde los Juicios de Nuremberg sabemos bien cómo se hace. Aquellos nazis odiosos tenían que ser condenado, pero no porque lo mandara el derecho de cuando ellos, sino porque lo pedía la moral de la gente de bien. Por mucho que se anulasen o no se considerasen jurídicas las leyes del nazismo, no existía entonces un Derecho penal internacional que no se les fuera a aplicar retroactivamente a sus criminales. Pero bien estuvo que al derecho vigente se le hiciera una excepción moral. Mas, insisto, para eso no hace falta acabar con la separación conceptual entre derecho y moral, más bien al contrario: contra el tirano sanguinario no ha de importarnos tanto actuar antijurídicamente, por un lado, y por otro, tampoco adelantamos nada diciendo que sus leyes no eran derecho. Sí lo fueron, si funcionaron como tales, pero por encima de ellas está la moral nuestra. Por encima en la práctica, no en el concepto. En el concepto cada cosa es lo que es, pero en la vida y en la lucha cada uno tiene que saber dónde está y que las batallas no hay que ganarlas fundiendo conceptos, sino derribando tiranos.

                Ni un ápice de legitimidad se le suma a la legislación de una dictadura reconociéndole juridicidad si en la práctica la tiene y como derecho opera, y ni una pizca de valor moral se añade la rebelión moral contra esas leyes al negarles esa condición de derecho.

                El del control de constitucionalidad es el tercer ejemplo que Nino cita para mostrar que la moral forma parte del derecho, pues es esencial para el tipo de justificación que permite identificar lo jurídico. Nos explica que la “cuestión valorativa” de si en un sistema constitucional es mejor o no que exista un mecanismo judicial de control de constitucionalidad “no pueden resolverla concluyentemente las normas del orden jurídico” (DMP, p. 70). Y sobre esto concluye nuestro autor así: “Por lo tanto, la discusión interna en un orden jurídico sobre los límites del control judicial de constitucionalidad no puede agotarse en determinaciones del mismo orden jurídico. Se necesita acudir a consideraciones valorativas sobre los fundamentos de la democracia y el reconocimiento de derechos fundamentales que no pueden estar determinados por las normas jurídicas que integran el sistema” (DMP, p. 71). También por este camino quedaría acreditado que “el discurso jurídico no es un discurso insular sino que está inmerso en un discurso justificatorio más amplio” (DMP, p. 71).

                ¿Qué quiere decir “discurso insular”? No hay discursos insulares, pues de cada cosa, de cualquiera, puede hablarse desde mil y un puntos de vista. Tracemos de nuevo una comparación, espero que no inoportuna. ¿Es el de la anatomía un “discurso insular”? Depende de cómo se mire y para qué. De lo que no cabe duda es de que esa ciencia tiene perfectamente identificado lo que es el cuerpo humano y cuáles sus partes o componentes. Si a un experto en anatomía va usted y le reprocha que en sus explicaciones nunca tiene en cuenta la importancia del alma humana, parangonable a la del cuerpo mismo o mayor, le va a despachar con viento fresco diciéndole que anda usted confundido y que seguramente buscaba el despacho de su párroco, o le recomendará que se pase a  la teología y se deje de confusiones. Entonces usted le replica: “¿Acaso cuando un médico tiene que amputar una pierna que puede estar gangrenada no se plantea todo tipo de dilemas morales en los que tiene muy en cuenta cosas tales como lo importantes que las extremidades son para la vida del ser humano o el daño que la enfermedad implica y si no habrá maneras de atajarlo con menos pérdida o menor dolor?” E insiste usted, tenaz: “Ahí está la prueba de la relación conceptual entre anatomía humana y moral, pues toda justificación de lo que con nuestro cuerpo hacemos será una justificación con un esencial componente moral. En otras palabras, que a la pregunta de qué debo hacer yo con mi pierna o con la pierna enferma de mi paciente sólo puedo responder con base en razones morales”.

                ¿Qué pensaría el anatomista de ese argumento suyo de usted? Pues yo creo que le diría esto: “Bien, usted dígame solamente una cosa. Usted a esto que está aquí cómo lo llama –y le enseña una pierna suya, de él-. ¿Está de acuerdo conmigo en que esto es una pierna? Sí, ¿verdad? Pues ya está. Si yo uso esta pierna para darle a usted una patada en las posaderas, incluso inmerecida e injustísima, ¿sigue siendo una pierna esta parte del cuerpo que usted y yo quedamos en que es una pierna? Sin duda sí, ¿no es cierto? Pues entonces dejémonos de zarandajas. Una pierna es una pierna y, como tal, es un elemento o parte del cuerpo diferente de la nariz o de la epiglotis. Si usted quiere pensar que también existe el alma, yo no se lo discuto, simplemente eso no es de mi ciencia y yo de tales cuestiones no me ocupo cuando con mi ciencia auxilio a la medicina o a cualquier otra disciplina. Si usted opinara que las piernas tienen alma o que una parte del alma está en las piernas, que es un alma sucia o pecadora la de la persona que use las piernas para fines inmorales o cualquier otra cosa por el estilo, a mí me da igual, siempre que no me venga con ideas raras como la de que una pierna desalmada no es una pierna o que las extremidades inferiores de una mala persona que no usa rectamente sus piernas no son piernas, sino patas, acabadas incluso en pezuñas y no en dedos”.

                Fin de la comparación y tómese en lo que valga. ¿Qué quiere decir que el discurso jurídico es insular? Solamente que el derecho puede ser identificado en su ser, en su existencia como este o aquel sistema jurídico, con independencia de los juicios que sus normas merezcan a la moral, a la economía, a la estética, a la teoría literaria, a la religión, etc. Más aún, si no fuera así, ni la moral ni la religión ni la economía ni ninguna de esas otras especialidades o disciplinas podrían emitir juicios negativos sobre normas jurídicas, pues la correspondiente cualidad negativa haría que no pudiera ser jurídica la norma en cuestión. Para que el sujeto de nuestro ejemplo pueda decir “la pierna derecha de Fulano es una pierna pecadora” debe poder identificar las piernas y, entre ellas, la derecha, y para que un iusmoralista pueda decir que cierta norma jurídica no es jurídica por inmoral o injusta tiene que poder identificarla previamente como de derecho y no, por ejemplo, como un simple consejo de un presentador televisivo.

                Argüir, como Nino, que si no es el propio sistema jurídico respectivo el que valore en sede de conveniencia moral o política si es mejor tal o cual sistema de control de constitucionalidad o que no exista ninguno, tenemos ahí la prueba de que hay conexión conceptual entre derecho y moral suena tan absurdo que seguramente habré de concluir que soy yo quien no ha comprendido el argumento. Es como si mantenemos que el derecho está conceptualmente unido a la moral porque ningún sistema jurídico puede darnos la pauta moral sobre si es justa o injusta, mejor o peor, la pena de cadena perpetua o un sistema de penas privativas de libertad limitadas en el tiempo. Esto es una petición de principio como un castillo de grande. Es talmente como si afirmamos que la moral es dependiente del derecho porque ningún sistema moral es por sí sólo capaz de aplicarle sanciones jurídicas al que haga lo inmoral. Si lo que le pedimos al derecho no es el dictamen sobre si una conducta es jurídica o antijurídica o sobre si una institución se configura en ese sistema jurídico de tal manera o tal otra, sino que del derecho demandamos un dictamen moral o político o estético, por ejemplo, no podemos concluir sobre la falta de autonomía conceptual de lo jurídico. No, somos nosotros los que hacemos la pregunta donde no debemos. Es como si a un médico le preguntamos sobre el bosón de Higgs y, al ver que no sabe del tema, pues no es Físico, concluimos que no tiene ni idea de Medicina.

                Qué tiene que ver, en suma, lo que el derecho sea y cómo lo reconozcamos, con que el derecho por sí mismo no pueda resolver los problemas morales o políticos que impropiamente le planteamos al sistema jurídico.

                Centremos de nuevo la tesis de Nino, que es así: “el discurso justificatorio jurídico no es insular sino que la adopción de normas que legitiman la prescripción de normas jurídicas está sometido a crítica en el marco del discurso moral, sobre la base de normas que, como las primeras mencionadas, no son jurídicas” (DMP, p. 71). Repárese en que estamos ante el sempiterno problema de cómo fundamos o de dónde derivamos la juridicidad de la norma jurídica primera o más alta. Sabemos que Kelsen dijo que de ningún lado, pues simplemente ante esa norma positiva primera o más alta presuponemos otra norma jurídica fundante, pero que esto es una mera hipótesis o ficción para dar cuenta de que en últimas no hay más fundamento de lo jurídico que la creencia compartida en la juridicidad de la Constitución; que Hart ve un puro hecho social como origen de la juridicidad, el reconocimiento por parte de la sociedad y de los funcionarios de que las normas jurídicas son jurídicas y no de otra manera, reconocimiento, hecho social, que se vuelve así constitutivo; y que los iusnaturalistas colocaban en esa función de fundamento y límite la ley natural. Nino y los iusmoralistas de las últimas década nos cuentan que lo que hace que la suprema norma positiva sea derecho es la moral, la moral que emana de o se construye en el discurso moral racional, y que esa comunión de base entre derecho y moral es la que determina no sólo que las razones de por qué un sistema de normas es derecho y no otra cosa son razones morales, sino también que no puedan ser jurídicos los sistemas normativos inmorales, esto es, contrarios a la moral objetivamente correcta.

                En el párrafo hace un momento citado Nino hace saber que las normas últimas del sistema jurídico están sometidas a crítica “en el marco del discurso moral” y  sobre la base de normas “que no son jurídicas”. ¿Y? ¿Por el hecho de que en su núcleo o fundamento último un objeto esté sometido a crítica moral cobra ese objeto naturaleza moral? ¿Es moral por eso la naturaleza de la música, el folclore, la gastronomía, la entomología, la biología molecular, el juego de petanca o las reglas de educación en la mesa? Puesto que todo lo que en algo se relaciones con la actividad humana puede ser objeto de juicio y discusión moral, hay conexión conceptual y no separación conceptual entre moral y música, folclore, juego de petanca, etc. y no puedo yo afirmar con sentido que puedo identificar lo que sea música o no o lo que sea folclore o no, al margen por completo de que quien toque la flauta o baile lo haga para buenos fines o movido por la maldad?

                El concepto que, en opinión de Nino, hace de puente entre el discurso jurídico justificatorio y el discurso moral más amplio es el concepto de validez jurídica[8]. Para el autor argentino, ciertas paradojas de la teoría jurídica solo se pueden solucionar si entendemos “que la Constitución no es, generalmente, la práctica más básica de una sociedad sino que hay todavía una más fundamental que determina la observación continua de la Constitución aun cuando ésta sea modificada en forma regular” (DMP,p. 75) y “esta práctica básica que permite explicar, desde el punto de vista externo, la continuidad del orden jurídico a través del tiempo y a pesar de las reformas de su Constitución, no tiene como contenido proposicional una norma que sea aceptada por estar prescrita por una autoridad considerada como legítima. Tal norma, que da validez a las sucesivas constituciones, no es, ella misma, una norma jurídica según el concepto descriptivo judicial institucionalizado de derecho que se había propuesto. Se trata de un principio extrajurídico, cuya adopción tiene las propiedades pragmáticas distintivas de la moral” (DMP, p. 75).

                Podemos convenir en que todo entendimiento social de que una Constitución es norma jurídica tiene una base moral, en el sentido de que entender jurídicamente obligatoria la Constitución (y por extensión las normas infraconstitucionales que de ella derivan su validez) no cabe sino entendiendo moralmente obligatoria la Constitución. De esa forma y puesto que la validez jurídica no puede autofundarse, se funda en la validez moral. Podemos, digo, hacer como que así resolvemos el problema y como que no lo trasladamos al de si será que la moral sí es capaz de autofundarse o en qué se fundará ella, a diferencia de otros sistemas normativos que nada más que por referencia a ella pueden ser lo que son. Mas, aun cuando aceptemos esa convención o ese modo de explicar la validez jurídica, o bien esa base moral es formal o bien no son constituciones verdaderamente la mayor parte de las que socialmente se tienen por tales. Expliquemos esto.

                Si fundimos obligatoriedad jurídica y moral y validez jurídica y moral, decimos que la Constitución es válida, por encima de sus cambios y al margen de sus reformas, porque los ciudadanos se sienten moralmente obligados por la obligatoriedad constitucional y, así, ya tenemos el origen del sentirse jurídicamente obligado: el sentirse obligado moralmente. Es decir, la Constitución no es Constitución por razones jurídicas, sino morales, y sólo obliga jurídicamente si es percibida como obligando moralmente. Pero, entonces, habremos de admitir que siempre que en una sociedad hay una percepción o convicción o conciencia de la obligatoriedad jurídica de una Constitución, de que una Constitución es norma jurídica, es porque hay una percepción, fundante, de la moralidad de dicha obligación. Con eso, cualquier Constitución será jurídica si es vista socialmente como obligatoria, y ello completamente al margen del contenido de sus normas. Porque si solamente pueden estimarse obligatorias, como Constituciones, las Constituciones justas o acordes con la moral objetivamente correcta, volvemos a la perplejidad de siempre: en el mundo no ha habido ni hay en puridad más que un puñado de auténticas Constituciones, estén las otras “reconocidas” o no; y, por lo mismo, algunos de los sistemas jurídicos que llamamos sistemas jurídicos, como el cubano, el chino o el de tal o cual dictadura reaccionaria, no son en realidad sistemas jurídicos. La teoría del derecho no tiene nada que hacer con el derecho cubano, chino, soviético, nazi o franquista, ya que no eran sistemas jurídicos, y para qué se va a hacer teoría del derecho de lo que no es derecho. Y, por otro lado, para qué vamos a hacer teoría del derecho de los sistemas en verdad jurídicos, si, puesto que estos son jurídicos por razones morales, mejor será reemplazar la teoría del derecho por la teoría moral y así, a lo mejor, ganamos en seguridad jurídica y en precisión lingüística.

                Después se enfrenta Nino con el problema de cómo explicar que dentro de un sistema jurídico puedan estar y ser aplicables normas que contradicen lo prescrito en una norma superior del sistema[9]. Es el problema que Kelsen trató muy malamente de solucionar con su teoría de la cláusula tácita alternativa, que con acierto critica Nino[10]. Dice Nino, contradiciendo también a Bulygin, que no cabe pensar que sean normas del sistema las que transmitan la obligatoriedad jurídica a esas normas del sistema que no cumplen las condiciones del mismo, y ello, sobre todo, porque la obligatoriedad de las normas del sistema jurídico no puede provenir del sistema jurídico mismo. ¿Por qué? Porque “ello no permitiría predicar tal fuerza obligatoria de las normas jurídicas de mayor jerarquía del sistema” (DMP, p. 78). Volvemos, así, a lo de hace un momento: la fuerza obligatoria de la Constitución no puede originarse en la propia Constitución. Según Nino, nada más que una norma extrajurídica puede aportar esa obligatoriedad de las normas jurídicas. Estamos así, ante “un concepto de validez que hace referencia a principios morales” (DMP, pp. 78-79) y es ineludible reconocer, incluso desde un punto de vista externo, “un concepto de validez como fuerza moral, que destaca, de nuevo la inserción del discurso jurídico en un marco de un discurso justificatorio más amplio, facilitado, precisamente, por el concepto puente de validez jurídica” (DMP; p. 79).

                ¿Por qué tanto insistir Nino en que sólo la obligatoriedad moral puede fundamentar la obligatoriedad jurídica? Porque emplea un concepto de obligatoriedad como obligatoriedad moral exclusivamente. En realidad, es casi una tautología: si partimos de que obligatoriedad propiamente dicha no hay más que la obligatoriedad moral, no cabe obligatoriedad jurídica si no es como obligatoriedad moral o con base en o por delegación de la moral. No es que la vinculación conceptual necesaria entre derecho y moral quede así demostrada, sino que ha quedado de mano excluida la tesis opuesta, la de la separación. Si no hay con propiedad normatividad que en últimas no sea normatividad moral, cómo van a existir sistemas normativos, sean jurídicos o de otros, que no sean sistemas morales. Y el misterio de cómo puede el sistema moral ser el supersistema o sistema único a pesar de que se habla también de derecho (y de otros tipos de sistemas normativos) y de que socialmente las normas jurídicas (y de otros tipos de normas) se diferencian de las morales, queda sin resolver, igual que no se resuelve el de por qué al sistema moral no le afectan esos problemas de autofundamentación que a los otros sistemas lo hacen depender del sistema moral para estar fundamentados. Cuando el fundamento de la moral verdadera se ponía en Dios, la explicación cerraba maravillosamente. Cuando se pone en un consenso racional construible bajo condiciones ideales de imparcialidad, el misterio del fundamento de lo jurídico se torna aún más profundo que aquel de la Santísima Trinidad. Ahora ya no es un ser Uno y Trino, se trata nada menos que de la humanidad entera, el auditorio universal al completo y yo imaginándome sus dictámenes para saber si esta norma del código será derecho de verdad o de mentira o si este juez no deberá tal vez inaplicarme a mi la norma que funda mi demanda, ya que no la aprobarían los que se hallaren en la posición originaria y bajo el velo de ignorancia.

                ¿Qué significa “Yo debo hacer X”? Posturas teóricas como la de Nino se explican por la ambigüedad de “deber” o de “estar obligado”, o quizá más bien de la incapacidad para captar la pluralidad de sentidos de tales expresiones. “Yo debo hacer X” puede significar tres cosas diferentes:

                a) Que yo me siento obligado o en el deber de hacer X.

                b) Que conforme a algún tipo de norma yo esté obligado a hacer X.

                c) Que objetivamente, según la naturaleza, la razón o algún tipo de orden inapelable del ser yo esté obligado a hacer X.

                Cuando decimos que un sujeto tiene la obligación jurídica de hacer X estamos empleando el sentido b). No tiene absolutamente nada de particular la expresión “A tenor del derecho español actual, yo debo hacer cada año la declaración del impuesto sobre la renta”. Ese “debo” no me compromete personalmente a nada, simplemente tiene un valor informativo, por así decir: pone de relieve que según las normas del ordenamiento jurídico español de ahora mismo, yo estoy obligado a hacer la declaración de la renta. Pero ese sentido nada tiene que ver ni con el sentido a) ni con el sentido c). Se me informa lo que a tenor de un determinado sistema jurídico es mi obligación, no de lo que sea  o deje de ser mi obligación de conformidad con otros sistemas normativos, como el moral, o con otras regularidades ontológicas, como la naturaleza o la razón.

                Supóngase el siguiente juego. Nos juntamos tres personas y escribimos mil normas de comportamiento que puedan tener algún sentido más o menos chusco, cada una en un papel. Metemos esos mil papeles en una bolsa y sacamos tres al azar, con el compromiso previo de que durante ese día nos atendremos estrictamente a lo que esas tres normas determinen. Llamemos SL a ese sistema de tres normas. Tiene sentido pleno que yo diga que estoy obligado por SL a rascarme un pie cada cinco minutos o a no beber vino en todo el día o a no dirigirle la palabra a mi familia en toda la jornada, si esas fueron normas de las que salieron. Pero al decirme así obligado no expreso más que eso: que a tal me obligan esas normas de dicho sistema, nada más. Ello no quita para que tales normas usted o yo mismo las juzguemos inmorales, idiotas o perfectamente fútiles.

                Que la equivocidad está en la noción de deber se comprueba en párrafos como este de Nino, que sigue a la insistencia en que no tiene sentido un discurso jurídico insular, sino uno controlado por algún principio moral: “Las cosas podrían ser diferentes de lo que son, y podríamos vivir bajo una cultura en que hubiera discursos jurídicos insulares, como en otras culturas hubo discursos religiosos insulares. Podría ser que decir que el rey ha prescrito x  fuera una razón última e incontrovertible para que x deba hacerse, como hay culturas en las que decir que Allah ha prescrito x es una razón última e incontrovertible para que x se realice” (DMP, p. 82). Veamos: si que el rey haya dicho x es una razón incontrovertible y última para que se haga x, será porque la voluntad del rey la hemos cargado de algo más que la voluntad del rey, la hemos cargado de  valor moral absoluto, de imperio moral inatacable. Si no es así, decir que el rey ha prescrito x sólo significa que desde el punto de vista del rey los destinatarios de su prescripción deben hacer x. Nada más. No significa que desde ningún otro punto de vista (ni personal ni moral ni político ni ninguno) esos destinatarios deban hacer x.

                El estar obligado por las normas de un rey o de un sistema jurídico no es para nada diferente del estar obligado por las normas de una mafia o de los mandatos de un asaltante. Las diferencias que haya lo serán de legitimidad, y esa legitimidad nos permitirá decir que algunas de esas obligaciones son legítimas y moralmente o políticamente merecen nuestra obediencia y otras no. Mas si pensamos que no hay más obligación que la legítima, nos quedamos sin la posibilidad de decir “obligación ilegítima”, incurrimos en redundancia al decir “obligación legítima” y, además, damos por sentado que toda obligación que lo sea es legítima y compromete nuestra moral y nuestra conciencia. El iusmoralismo acaba siendo muchísimo más heterónomo que el iuspositivismo.

                Ha dicho Nino que “el discurso moral de la modernidad tiene un carácter imperialista que impide la subsistencia de discursos justificatorios insulares” (DMP, p. 79) y que “El único espacio que queda para que discursos prácticos diferentes al moral generen razones que justifiquen acciones y decisiones es el espacio que ese discurso moral deje libre” (DMP, pp. 79-80). No es fácil entender esto. Si se refiere a que en esta época si cabe la crítica moral abierta, frente a cualquier sistema de normas y frente a las morales establecidas o dominantes, suena trivial por conocido. Si quiere decir que precisamente en esta época moderna es cuando los sistemas jurídicos pierden su autonomía conceptual y operativa y quedan sometidos a la moral, parece que habla Nino del mundo al revés y que se olvida de que imperialismo moral era el de la Edad Media, sin ir más lejos, no este de ahora en el que lo jurídico se ha decantado frente a otros órdenes normativos y en el que al fin no hace falta que los ciudadanos compartan las mismas normas morales para que tengan el mismo derecho y con iguales derechos.

                Pero la clave está, una vez más, en las ambigüedades o en la falta de finura analítica. Dice: “Este imperialismo del discurso moral implica que no existen razones jurídicas que puedan justificar acciones y decisiones con independencia de su derivación de razones morales” (DMP, p. 82). El problema se halla en lo que signifique “justificar”. Cómo no va a haber razones jurídicas que justifiquen jurídicamente una acción o decisión con independencia de razones morales. Si así fuera, no habría más que moral y no existiría el derecho, salvo como normativa moralmente redundante o moralmente indiferente. Si una persona blasfema donde la blasfemia no tiene sanción jurídica, esa acción está jurídicamente justificada aunque uno o un millón la consideren moralmente injustificable; si una mujer aborta libremente y dentro de cierto plazo donde el aborto está jurídicamente permitido en ese plazo, esa acción está jurídicamente justificada, aun cuando media sociedad la estime inmoral; si dos personas del mismo sexo se casan donde el matrimonio de este tipo está legalmente permitido, esa acción está jurídicamente justificada, aunque clamen al cielo el Papa y los obispos; si el matrimonio entre personas del mismo sexo no está permitido en un Estado, ahí esa acción no está jurídicamente justificada, aunque a mí y a muchos nos parezca una tontería o una injusticia grande. ¿Tan difícil es apreciar lo obvio y diferenciar lo distinto? Si lo que caracteriza esta época moderna de moral imperialista es esa promiscuidad de lo jurídico y lo moral, ¿podemos con verdad decir que en Irán la práctica homosexual entre adultos es legal o que en Irlanda está permitido el aborto según una ley de plazo o que en España no es delito la negación del holocausto, aunque las respectivas legislaciones digan lo contrario y los jueces apliquen sus normas y hasta los tribunales constitucionales digan que no hay problema?

                Equívocos conceptuales graves, aunque se haga algún amago de distinguir sentidos: “Por cierto, las palabras <<razones>> y <<justificación>> pueden ser definidas estipulativamente en un sentido puramente descriptivo, que sí hagan posible la existencia de razones jurídicas que justifiquen, por sí solas, acciones y decisiones. Pero es obvio que tales conceptos no captan el sentido pragmático de razón y justificación que se pone de manifiesto cuando se advierte una inconsistencia práctica entre decir que hay una razón que justifica hacer x y hacer no x” (DMP, p. 82).

                Es al revés. La muy peculiar definición estipulativa la hacemos cuando decimos que toda justificación es lo mismo y que afirmar que la acción X está jurídicamente justificada es lo mismo que decir que la acción X está moralmente justificada; o a la inversa. No hay una “inconsistencia práctica” al decir, por ejemplo, que hay una razón jurídica para hacer X y una razón moral para no hacer X, o que hay una razón jurídica para no hacer X y una razón moral para hacer X. Y también pueden concurrir a favor o en contra razones religiosas, económicas, estéticas, de cortesía, etc. Lo que hay ahí es un problema práctico para el individuo llamado a decidir. Si para quitarle al individuo el peso de sus decisiones hemos de fingir que no hay dilemas normativos y decisorios, pues a la postre todas las posibles contradicciones entre cualesquiera normas se sanan en el supremo altar de la moral “imperialista”, o es que nos estamos engañando muy ingenuamente o es que tratamos de volver a un modelo premoderno de normatividad única y sagrada, aunque la religión de fondo sea ahora una sutil pero no menos “imperialista” forma de religión civil.


[1] Carlos Santiago Nino, Derecho, moral y política. Una revisión de la teoría general del Derecho, Barcelona, Ariel, 1994. En adelante citaré esta obra así: DMP.

[2] DMP, p. 11.

[3] A continuación: “Las propiedades fácticas que son tenidas en cuenta en las definiciones de derecho que estos pensadores proponen son, generalmente, la existencia de prácticas sociales, en las que participan relevantemente quienes tienen acceso a un cuasimonopolio de la coacción en un territorio dado, y que rigen las condiciones para emitir prescripciones sobre el uso de la coacción” (DMP, p. 24-25).

[4] Igual que para los de aquella religión del ejemplo de antes el que reza sin viajar no está rezando, pues por definición no hay oración sin viaje mientras se ora.

[5] Y se supone que mantiene, pues qué iusnaturalismo sería uno de contenido históricamente mutante y que explicara hoy como de derecho natural lo que como contrario a derecho natural desautoriza mañana.

[6] Si no fuera así, nos hallaríamos ante el objetivismo tradicional.

[7] “Si de los conceptos descriptivos de derecho pasamos a algunos de los normativos, el primero que conviene distinguir es un concepto de lege ferenda. Según este concepto, el derecho está formado por todos aquellos estándares que deben ser reconocidos en el empleo del monopolio de la cuasi coacción estatal. Este concepto exhibe una nota que es común a todos los conceptos normativos: predica que es debido reconocer ciertos estándares que a su vez pueden declarar que cierta conducta es debida, obligatoria o permitida. Está claro que el primer deber no pueden establecerlo los mismos estándares que se dicen debidos, ya que, de lo contrario, tales estándares serían totalmente autorreferentes. Si bien el deber de reconocer un cierto estándar jurídico podría establecerlo otro estándar jurídico, habrá por lo menos algún estándar cuyo reconocimiento obedezca a principios no denotados por este concepto de derecho, ya que si hubiera un círculo de estándares que predicaran de otros que su reconocimiento es debido, tales estándares serían indirectamente autorreferentes” (DMP, pp. 37-38). “Por lo tanto, estos conceptos normativos de derecho presuponen el empleo de normas o principios diferentes a los denotados por él mismo. Es por eso, y no porque denote normas –como también lo hacen los conceptos descriptivos-, que estos conceptos son calificados de <<normativos>>. Esta propiedad de ser debidos, que este concepto asigna a los estándares denotados como jurídicos, también es aludido con la propiedad de <<validez>>, entendida como fuerza obligatoria o vinculante” (DMP, 38).

[8] Cfr. DMP, p. 72.

[9] “Una norma que objetivamente contradice las condiciones de órgano, procedimiento o contenido establecidas por una norma superior, como en el caso de la Constitución respecto de sus leyes o decretos, puede, sin embargo y en algunos casos, ser considerada válida por jueces, abogados y juristas. Esto puede suceder si no existe (…) un procedimiento de control judicial de constitucionalidad, o no es ejercido, o sólo permite anular una norma en el caso concreto y no en el general, o si el tribunal se equivoca sobre la inconstitucionalidad o ilegalidad de una norma. De ser así, ello querrá decir que el concepto de validez no podrá definirse de tal modo que se satisfagan tales condiciones. Lo que se establece por definición no puede tener excepciones según las circunstancias fácticas” (DMP, p. 76).

[10] Cfr. DMP, pp. 76-78.

 

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