Positivismo jurídico. Por Juan A. García Amado

POSITIVISMO JURÍDICO§

Juan Antonio García Amado*

 

1. A cada cosa por lo que es y con su nombre.

Los debates sobre el positivismo jurídico no cesan. En ellos abundan los equívocos, seguramente por parte y parte. En este escrito sólo intentaré poner algo de claridad sobre lo que el iuspositivismo significa y sobre lo que no implica. En adelante, cuando diga positivismo me referiré siempre al positivismo jurídico, salvo que le asigne otro calificativo.

El positivismo pretende antes que nada fijar el nombre de una cosa, nombrar antes que calificar en términos morales, políticos, económicos, etc. Comencemos con unas comparaciones.

En el idioma español existe el término “cuchillo” y está establecida su referencia del mismo modo que para cualquier otro término del lenguaje ordinario. Cuando cualquiera de nosotros ve un cuchillo paradigmático no tiene duda de que tal objeto es un cuchillo, de que “cuchillo” es el nombre que a ese objeto corresponde. Pero pueden surgir algunos problemas en la comunicación cuando el objeto en cuestión está en el límite o zona de confluencia de “cuchillo” y del término que designa otro tipo de objetos con alguna propiedad coincidente con las propiedades definitorias de los cuchillos. Ese es el problema de hasta dónde llega la referencia de “cuchillo” y de ante qué objetos con alguna similitud debemos dejar de hablar de cuchillo y tenemos que usar otras palabras para designarlos, como bayoneta, puñal, navaja, etc.

Cuestión distinta de esa de la referencia o designación es la que se suscita cuando se entremezcla la semántica, el nombre apropiado para el objeto, con la pauta de correcto uso de dicho objeto. Es decir, si se entrecruzan el correcto nombrar y la correcta utilización del objeto en cuestión, sea cual sea esa pauta material o no lingüística de uso. Tal pasa, por ejemplo, si vemos que alguien pretende emplear un cuchillo perfectamente normal para con él talar un árbol con un tronco de enorme grosor. Ahí el hablante ordinario no dirá que eso no es un cuchillo, sino que un cuchillo no es para eso, no sirve o no es apropiado para dicha tarea, está siendo impropiamente utilizado. Una variante más de ese problema se puede dar cuando vemos que alguien usa un cuchillo para asesinar alevosamente a otra persona. En este último caso no tendrá sentido que neguemos que el arma homicida es un cuchillo, y tampoco que discutamos que un cuchillo puede servir para asesinar, que es instrumentalmente apto para eso. Lo que sí tiene pleno sentido que sostengamos es que se trata de un uso inmoral de ese objeto que es un cuchillo.

Ahora pasemos al terreno del derecho. Socialmente se reconoce cuándo nos encontramos ante una norma que es jurídica, que es Derecho. Por ejemplo, el Parlamento español aprueba, siguiendo las formas y procedimientos que para ello se prescriben y se conocen, una ley que establece un nuevo impuesto. Si a cualquier ciudadano español que recibe información suficiente de lo acontecido se le pregunta si esa ley es una ley, va a responder que sí. Si se le añade la cuestión de si esa ley es derecho, va a contestar que obviamente, pues qué son las leyes sino derecho o parte del derecho.

Ahora bien, todo sistema jurídico regula los mecanismos y condiciones de creación, modificación, supresión y aplicabilidad de sus elementos, de las normas jurídicas, de las normas de ese respectivo sistema. Esos mecanismos y condiciones son de dos tipos, formales y sustanciales. Son formales los que fijan qué órganos, instituciones o sujetos pueden realizar dichas operaciones de creación, modificación y supresión del tipo de norma jurídica de que se trate y qué procedimientos o trámites han de llevarse a cabo para esos propósitos. Condiciones sustanciales son las que disponen o bien requisitos de encaje de las normas con otras normas del sistema (por ejemplo, cuando se sientan las condiciones del desarrollo reglamentario de las leyes), o bien condiciones de no contradicción de las normas con otras normas del sistema. Para el positivismo las normas jurídicas lo son por cumplir esas condiciones puestas por el propio sistema, y no dejan de serlo o lo son meramente por razón de su mérito moral o de cualquier otro tipo[1]

El incumplimiento de alguno de tales requisitos o condiciones puede dar lugar a que la que se pretendía norma jurídica integrante del sistema jurídico en cuestión acabe no siendo tal o no pudiendo operar como tal. Pero para que esa invalidación como jurídica de la norma que así se quería pueda acontecer, el mismo sistema jurídico fijará nuevas condiciones: dispone qué órganos pueden declararla y en el seno de qué procedimientos. Mientras tal declaración, así regulada, no acontezca, la norma de marras podrá ser invocada y aplicada. Cuestión diversa, y dependiente de los pormenores de cada sistema, será que, según quién y cómo declare la invalidez de la norma, esta resulte eliminada del sistema mismo con efectos generales o sólo dejada de lado en su aplicación a un caso concreto que se discute. Esa diferencia se aprecia, por ejemplo y en materia de control de constitucionalidad de las leyes, según que estemos ante un sistema de control concentrado o de control difuso de constitucionalidad. También es asunto variable, de sistema a sistema, el de la regulación de los efectos que la norma invalidada o preterida pueda surtir para el periodo anterior a dicha declaración o preterición.

El tema que aquí nos interesa es el de a qué podemos llamar derecho, a qué normas podemos nombrar como jurídicas. Lo que el positivismo propone es que llamemos jurídicas y nombremos como parte del derecho (del sistema jurídico de que se trate) a aquellas normas que:

(i) Tengan la presencia o aspecto de tales por haber sido creadas con básico cumplimiento de los requisitos formales y procedimentales puestos en el sistema y socialmente reconocidos como tales a partir de la efectiva vigencia general de dicho sistema.

(ii) No hayan sido invalidadas, privadas de su condición de normas de ese sistema por los órganos para ello competentes y con arreglo al procedimiento para ese fin establecido.

(iii) O que surtan efectos por ser aplicables a hechos acontecidos con anterioridad a esa declaración de invalidez, como sucede, por ejemplo, cuando una declaración de inconstitucionalidad tiene efectos ex nunc y no ex tunc.

¿Qué consecuencias tendría un nombrar distinto? Respecto de (i) nos encontraríamos con que los sujetos, los ciudadanos, no sabrían cómo denominar una norma que parece claramente derecho porque tiene las propiedades formales de una norma jurídica, de una norma de ese sistema vigente. Ante la pregunta que un ciudadano se hiciera sobre si esa norma es derecho y como tal, meramente en cuanto derecho, lo obliga, tendría que responder que parece que sí es derecho pero que a lo mejor no lo es y que, por tanto, mejor no calificarla hasta que llegue una declaración posterior del órgano de control competente, declaración que puede no acontecer nunca. Habría que dejar de llamar derecho a lo que derecho parece y como tal se reconoce generalmente y que, además, nos va a ser aplicado mientras no acontezca, si es que acontece, su invalidación.

En lo anterior es importante y va implícita la diferencia entre normas con apariencia de derecho, pero que pueden acabar siendo nulas, invalidadas porque no cumplen concretamente algunos de aquellos requisitos y condiciones formales o sustanciales, y normas que nada tienen de aquella pretensión de juridicidad, o de apariencia de tal, por provenir de fuentes radicalmente inidóneas, según ese sistema vigente[2], o por no haber sido creadas ni con el más mínimo respeto a las formas y los procedimientos. Tal ocurriría, por ejemplo, si en el sistema español alguien se empeñara en llamar norma legal a la sentada por un consejo de ancianos municipales o por los parlamentarios, pero reunidos en un hotel rural en ruidosa y desordenada asamblea. Lo mismo tendríamos si una reunión de párrocos castellanos, pongamos por caso, decidiera derogar determinada norma del Código Civil. Mientras el sistema esté vigente en sus términos fundamentales, no se reconocerá socialmente como derecho ni será dentro de él efectiva como tal ninguna de esas que serían mutaciones básicas del mismo. Y si se reconocieran, el sistema habría cambiado, habría acontecido una revolución.

También interesa diferenciar entre reconocimiento social y reconocimiento técnico-especializado. Socialmente va a contar como derecho y va a ser nombrado así lo que tenga la mencionada apariencia mínima de juridicidad. Son los expertos, con su saber especializado y su dominio minucioso de los mecanismos intrasistemáticos, los que pueden apreciar que una norma aparentemente jurídica puede merecer la declaración de invalidez porque en ella no se cumpla uno de esos abundantes y complejos requisitos atinentes a los procedimientos o la ausencia de incompatibilidad con otras normas del sistema.

En cuanto a (ii), dejar de denominar norma jurídica a la que hipotéticamente puede ser un día invalidada o inaplicada por el órgano pertinente y en el marco del procedimiento al efecto establecido implicaría, nuevamente, no llamar derecho a lo que como tal se aplica por los órganos del sistema jurídico y a los ciudadanos y las instituciones, en ausencia de tal declaración, que tal vez nunca se dé, o mientras no acontezca. Decir que mi caso no ha sido por el juez resuelto conforme a derecho, ya que se me aplicó una norma que no es jurídica porque estimo o estiman muchos que merecería tal invalidación supone quedarse sin nombre para una parte importante de las normas que socialmente son vistas como jurídicas y que por la Administración, los tribunales y los particulares cotidianamente se cumplen y se hacen valer. Si no es derecho, ¿cómo lo llamamos? ¿Por qué no llamarlo como lo llama la gente y como lo consideran esos órganos aplicadores?

En lo que se refiere a (iii) estamos en una tesitura  similar. Si me dicen que la norma que a mi caso se aplicó es a partir de hoy, día de la publicación de la sentencia de inconstitucionalidad, norma inválida y por tanto, no parte del derecho español, pero que para mi caso, anterior a esa declaración, surte plenos efectos, ¿podré congruentemente mantener que no se resolvió en derecho y conforme a derecho mi asunto y que no fue nunca parte del sistema jurídico esa norma que se me aplicó? De la necesidad de sentar aquí distinciones da buena cuenta la diferencia conceptual que Alchourrón y Bulygin trazaron entre sistema jurídico y ordenamiento jurídico, pero repárese en que bajo su óptica positivista el apellido “jurídico” lo llevan ambas categorías.

Regresemos a aquellas comparaciones que hacíamos con lo que se puede denominar cuchillo. Por un lado, decíamos que podemos toparnos con casos en los que dudemos de si a un objeto es mejor y más propio llamarlo cuchillo o bayoneta, puñal o navaja. Este tipo de dudas son relevantes cuando hablamos de derecho y sistemas jurídicos, pero en dos aspectos distintos, que no deben confundirse, aunque estén relacionados. Una cosa es preguntarse si una norma es jurídica o no, si pertenece o no al conjunto de tales que llamamos sistema jurídico, y otra es plantearse qué quiere decir la palabra o expresión “x” presente en la norma N de dicho sistema.

Para la resolución del primer tipo de dudas los sistemas jurídicos establecen los aludidos requisitos formales y sustanciales y disponen los órganos competentes para, en el marco del proceso correspondiente, efectuar la declaración dirimente, en la idea de que la norma con mínima apariencia de jurídica se considerará derecho y se aplicará como tal mientras dicha declaración no tenga lugar, dependiendo también de esa regulación la retroactividad o no de los efectos de dicha declaración.

En las cuestiones del segundo tipo no está en liza la juridicidad de la norma, sino su alcance y efectos para tales o cuales hechos. Ahí los problemas son estrictamente de interpretación y lo que el sistema fija es quién tiene la última palabra o la palabra decisiva a la hora de precisar el significado de las expresiones normativas para los casos que bajo las normas hayan de enjuiciarse y resolverse. El propio sistema jurídico da pautas muchas veces sobre cómo o con qué criterios pueden o deben interpretarse sus normas, y siempre fija quién puede hacer la interpretación última y determinante, la que vaya a misa, por así decir, y zanje en términos práctico-jurídicos la cuestión, sea para el caso concreto, sea para casos futuros.

Tenemos, pues, que la diferencia entre la disputa que en un grupo de individuos puede surgir sobre si un determinado objeto debe contar o no como un cuchillo y la que aparece sobre si una determinada norma es o no jurídica radica en que para esta última el sistema jurídico prevé mecanismos decisorios que dictaminan con autoridad, con la autoridad que el propio sistema les otorga. Podrá un sujeto seguir convencido de que esa norma que se dice que es jurídica no merece la consideración de tal, pero para el sistema lo será mientras no se declare su invalidez o, más radicalmente, cuando positivamente su validez haya sido ratificada.

Con esto último arribamos a un aspecto muy importante para nuestro asunto, el de si tiene sentido y resulta mínimamente funcional, en términos prácticos y operativos, que un sujeto o un grupo de individuos se empecine en no llamar derecho o no calificar como jurídicas aquellas normas que para el propio sistema lo son y que socialmente se imponen y tienen vigencia y son aplicadas en cuanto que tales. Será algo parecido a si alguien se empecina en que no se denomine cuchillo a un objeto que para la generalidad lo es sin duda, y que tal empeño responda a que algo hay en ese concreto cuchillo que a esa persona no le agrada o porque posee una propiedad que en su opinión particular no lo hace merecedor de ser un verdadero cuchillo, como pueda ser la de no estar bien afilado y no servir para cortar con comodidad.

Recordemos que del cuchillo decíamos que alguien puede estimar que es usado para un cometido que no le es propio o para el que no es instrumento adecuado, como talar un árbol de muy grueso tronco, o que se utiliza con fines moralmente reprobables, como asesinar a alguien. Nos planteábamos si esas serían razones aptas para justificar que a ese cuchillo dejara de llamárselo cuchillo y se lo denominara, por ejemplo, no-cuchillo, puro metal con mango o cuchillo que por aberrante deja de ser tal. Parece que no. ¿Y qué sucede en el caso del derecho, de las normas jurídicas? ¿Dejan de ser jurídicas esas normas cuando no se emplean para los fines apropiados a su naturaleza o cuando se ponen al servicio del mal moral, de la inmoralidad?

No interesan aquí tanto las consideraciones sobre las funciones del derecho, sean la funciones posibles, sean las que demanda un determinado modelo de Constitución y de Estado, sino si la insuficiente satisfacción de las funciones que se le asignen o el uso de sus normas para objetivos que se entienden para el derecho inadecuados privan a las respectivas normas de la cualidad de jurídicas y al respectivo sistema de su catalogación posible como derecho, como sistema jurídico. Si afirmamos que un derecho que no cumpla tales o cuales funciones concretas deja de ser tal, tendríamos que reconocer que lo que generalmente se entiende como derecho de muchos países o Estados no es verdadero derecho, sino otra cosa. Deberíamos, entonces, ponernos de acuerdo en el nombre de esa otra cosa, sea dicho nombre el de fuerza bruta, arbitrariedad, dominación ajurídica o el que se quiera, y, al tiempo, habría que plantearse una estrategia para que le gente, tanto del propio país como de los otros, dejara de llamar “derecho” de ese Estado a las normas que no son jurídicas por carecer de esa función definitoria de lo jurídico. Una quimera, tanto lingüística como práctica o comunicativa. Tendríamos que terminar por usar circunloquios o expresiones del tipo “las normas de ese Estado E que parecen derecho pero no lo son en modo alguno o que no lo son del todo”. Confuso y poco práctico proceder, sin duda. O incurrir en contradicciones expresivas y pragmáticas como la de decir que “el derecho de E no es derecho”. Si no es derecho ese derecho, ¿por qué partimos de llamar derecho a lo que luego mantenemos que no es tal?

Un derecho que no se emplee para lo que sean o nos parezcan sus funciones propias y viables es como aquel cuchillo que utilizábamos para talar en gran árbol: no deja de ser cuchillo aunque su usuario sea necio.

En la teoría del derecho del siglo XX ha habido algún debate muy interesante sobre otro aspecto instrumental o práctico del derecho, el de si este puede llegar a autosabotearse por razón del torpe o inadecuado modo en que disponga su propio funcionamiento. Igual que de un cuchillo extraordinariamente mellado o muy roto podemos empezar a preguntarnos cuándo deja de ser un cuchillo o, al menos, un cuchillo que valga para cualquiera de las cosas que con los cuchillos propiamente se hacen, cabe que nos interroguemos sobre en qué momento aproximado un sistema jurídico se autoorganiza de tal manera inadecuada o tiene unos caracteres que hacen inviable su propia operatividad efectiva.

Dos son en este punto las cuestiones a las que merece la pena aludir, aunque sea nada más que de pasada. Una, la discusión sobre las relaciones entre eficacia y juridicidad o condición de derecho de un sistema de normas. Kelsen y Ehrlich, por ejemplo, se enfrentaban a propósito de ese tema y tuvo el muy normativista Kelsen que hacer determinadas concesiones al condicionamiento fáctico de la juridicidad.

El otro debate sí versa sobre si un sistema jurídico puede autosabotearse y volverse inoperante por motivo de sus contenidos y modo de organización. A tal cuestión parece que están aludiendo Fuller o Hart, aun con sus notables diferencias, cuando el primero habla de la moralidad interna del derecho o el segundo del contenido mínimo de derecho natural, expresiones ambas poco afortunadas, pues no quieren tanto decir que un derecho, para sobrevivir como tal, tenga que adecuarse mínimamente a alguna moral material u objetiva, cuanto a que se desactivaría a sí mismo un derecho cuyas normas fueran todas retroactivas, o cambiaran cada día, o carecieran todas de sanciones para su incumplimiento, etc.[3]; o, podría añadirse, desarrollando otro aspecto de la teoría de las normas de Hart, que no tuviera normas de cambio y normas de adjudicación.

Pero alrededor de estos asuntos anteriores no suele girar la polémica entre positivistas y antipositivistas, sino que versa más que nada sobre si el uso inmoral del derecho priva a las correspondientes normas de ese carácter de derecho. Recordemos que aquí la comparación era con el problema de si el cuchillo que se utiliza para asesinar sigue siendo o no un cuchillo. Nos extrañaría que alguien defendiera que desde el momento en que ese objeto, el cuchillo, se usa con propósitos de asesinato deja de ser un cuchillo, que se afirmara algo así como que “este cuchillo ya no es un cuchillo, sino un metal asesino”. Las razones para negarle al objeto la condición de cuchillo provendrían de la inmoralidad de su uso. No podríamos, pues y según esa postura, proclamar nunca que el asesinato se cometió con un cuchillo, y habría que decir que el asesinato se perpetró con lo que al cualquiera le parecerá un cuchillo, pero que no lo es, pues a los cuchillos les es ontológicamente inmanente que no pueden ser empleados para asesinar.

Esa confusión entre la cosa y los juicios morales sobre su utilización es la que viene a cuestionar el positivismo, simplemente eso. Pero a nuestra comparación se podría quizá objetar que mezcla el objeto externo con las intenciones o prácticas de su usuario y que no va por ese camino la vinculación inmanente entre derecho y moral; que la analogía podría ser pertinente si se diera con una norma y su uso torticero o mal intencionado. Es decir, que el ligamen entre normas jurídicas y moral se aplica respecto de las propiedades definitorias de las normas jurídicas. Expliquemos esto un poco mejor.

Cabría la comparación, se objetará, si entre las propiedades definitorias del cuchillo hubiera una de carácter moral. Pues lo que el antipositivismo hace es añadir una propiedad moral constitutiva y definitoria al “objeto” norma jurídica. Para los antipositivistas, entre esas propiedades constitutivas y definitorias del “objeto” norma jurídica está la de que su contenido no puede ser inmoral, o fuertemente inmoral. En consecuencia, la norma jurídica o el objeto que en principio parezca tal no será en verdad norma jurídica si carece de esa propiedad, si no cumple dicha condición.

Trabajemos con otro ejemplo. Los curas de mi colegio solían contarnos que la práctica sexual sin amor no es propiamente sexo, sino mera genitalidad. No admitían que pudiera darse verdadero sexo sin amor, aunque amor sin sexo sí cabía y hasta era en muchos casos lo más recomendable. Similarmente, los antipositivistas proclaman que no puede haber derecho sin un mínimo de moralidad, aunque sí existe la moral sin juridicicidad. O sea, que una norma jurídica deja de ser jurídica si es inmoral, pero una norma moral no deja de ser moral si resulta antijurídica, esto es , de contenido opuesto al derecho, a alguna norma jurídica. La moralidad (o una moralidad mínima) es condición definitoria de lo jurídico, pero la juridicidad no es condición definitoria de lo moral. De esa forma, lo que el antipositivismo propugna es una superior jerarquía de la moral sobre el derecho, ya que aquella puede condicionar los contenidos de este, pero no a la inversa.

Las variantes de las doctrinas antipositivistas se derivan del tipo de naturaleza u ontología que atribuyan a esa moral que ponen como condición de lo jurídico. Para el iusnaturalismo teológico era la moral cristiana, bajo la forma de ley eterna y su reflejo en la ley natural, grabada por Dios en la naturaleza humana. Para el iusnaturalismo racionalista se trataba de las pautas morales, insertas “naturalmente” en la naturaleza humana, parte constitutiva de esa naturaleza humana y cognoscible mediante la razón. Para el iusmoralismo no iusnaturalista o bien se trata de una moral objetiva, en sí subsistente y cognoscible mediante la intuición o una reflexión ética metódicamente guiada, o bien de algún tipo de moral social positiva común a todos los pueblos en un momento histórico dado (tal era la postura de Radbruch o del llamado derecho natural de contenido variable) o de la moral socialmente vigente en el Estado o grupo humano en el que surge un sistema jurídico, moral que da su sentido último al respectivo sistema jurídico, lo complementa y, en su caso, lo corrige o condiciona (Dworkin). El neoconstitucionalismo va un paso más allá y, presuponiendo o bien el tipo de moral a que se refieren Dworkin o Radbruch, o bien algún género de moral objetiva como la que la alemana Jurisprudencia de Valores ponía en la base de los sistemas jurídicos, insiste en que esa moral está presente como sustancia o esencia última de las constituciones vigentes.

Sea como sea, el elemento común y característico es ese de colocar un componente de moralidad como condición definitoria del derecho. Por consiguiente, para el antipositivismo no serán parte del derecho, no serán con propiedad jurídicas, las normas de contenido inmoral o fuertemente inmoral y no se deben aplicar las normas jurídicas que, aun no siendo en su contenido abstracto inmorales, conduzcan en el caso concreto que se enjuicie a una solución incompatible con la moralidad de referencia.

 

2. Las dos notas con que el positivismo caracteriza el derecho

El positivismo jurídico es una manera de nombrar, es una opción sobre qué es funcional y comunicativamente más razonable llamar derecho. Su razón fundamental es que no se debe confundir la denominación socialmente establecida sobre lo que cuenta como derecho con las pretensiones que se tengan sobre cómo debería ser o cómo debería usarse y para qué el derecho. Es, pues, antes que nada, una tesis conceptual y semántica. Cada persona o grupo pueden tener su opinión sobre el cuchillo mejor, sobre el sexo ideal o sobre el amor perfecto, pero no está en su mano determinar las propiedades del concepto de cuchillo y, en consecuencia, la referencia de términos como “cuchillo”, “amor” o “sexo”.

Desde ese núcleo de la tesis se pueden comprender las dos notas con que el positivismo acostumbra a presentarse, la de la separación conceptual entre derecho y moral y la del carácter convencional del derecho.

La separación conceptual se capta bien si volvemos al caso del sexo y el amor. Conceptualmente somos perfectamente capaces los hablantes de nuestro idioma de diferenciar y separar amor y sexo y de ver los dos términos como alusivos a prácticas o sensaciones distintas. Una cosa es la práctica sexual y otra el sentimiento amoroso. Gracias a que poseemos esos dos conceptos podemos distinguir y catalogar tres situaciones diversas, atinentes a la relación entre esas dos “cosas”. Así, discernimos cuando se da amor sin sexo, sexo sin amor o lo uno junto con lo otro. Correlativamente, la presencia del concepto de moral y del de derecho (o de norma moral y norma jurídica) nos capacita para determinar cuándo estamos ante una norma moral que no es jurídica o que es antijurídica (opuesta al contenido de una norma jurídica), ante una norma jurídica que no es moral o que es inmoral (opuesta al contenido de una norma moral), o ante un contenido normativo que se corresponde tanto con el de una norma moral como con el de una norma jurídica.

Lo que decimos de esa separación conceptual vale también para distinguir el derecho de otras “cosas”, como la economía. Una norma jurídica cuyo contenido esté en pugna con los dictados de la economía no deja de ser jurídica por ser antieconómica, inconveniente o contraproducente desde el punto de vista económico[4]. Y una ley de la ciencia económica tampoco pierde su validez científica, si la tiene, por estar reñida con los dictados del derecho vigente. Por las mismas, también distinguimos el sexo del placer y, aunque muchas veces vayan de la mano, podemos entender que haya sexo sin placer y placeres sin sexo, placeres no sexuales. Tal capacidad para distinguir es perfectamente independiente de las convicciones que cada cual pueda tener sobre cuáles son las mejores o más adecuadas vivencias o prácticas del amor, del sexo y del placer. Más aun, si tales concepciones pueden afirmarse y desarrollarse es precisamente gracias a ese arsenal de conceptos diferenciables y combinables en relaciones variadas.

No parecería razonable que alguien adujera que expresiones de nuestra lengua, como la que permite llamar “hacer el amor” a ciertas práctica sexual sean prueba de que sexo y amor están inescindiblemente unidas en un concepto único y complejo, de modo que no pueda existir sexo sin amor, sin sentimiento amoroso. La presencia de dicha expresión sólo prueba que la palabra “amor” es ambigua, tiene significados distintos. Otro tanto ocurre con la expresión “no hay derecho”, que usamos para indicar que una situación nos parece injusta. Lo único que aquí se comprueba es que también la palabra “derecho” es ambigua y no solo se emplea para aludir a un conjunto de normas pertenecientes a un sistema jurídico. Lo que no resulta fácilmente comprensible es que alguien use tales ambigüedades semánticas para sostener que todo sexo tiene necesariamente una dimensión amorosa o que a todo derecho le es inmanente un contenido mínimo de justicia.

Algo parecido sucede con las teorías tridimensionales del derecho cuando se invocan como tesis opuestas al positivismo. En su formulación estándar esa teoría tridimensional dice que el derecho es norma, y como tal calificable en términos de validez o invalidez formal o propiamente jurídica; hecho, y como tal calificable en clave de eficacia o ineficacia; y valor, y como tal tildable de bueno o malo, justo o injusto, moral o inmoral. Perder de vista cualquiera de esas dimensiones supondría, se dice, dejar de lado un aspecto esencial de la ontología de lo jurídico, pues el derecho propiamente dicho sólo se da en aquellas normas que reúnen las tres condiciones positivas: validez, eficacia y justicia.

Se trata de una grosera confusión entre el objeto y los puntos de vista sobre el objeto. Un cuadro, por ejemplo, una obra pictórica, puede ser contemplado y calificado desde múltiples ópticas o puntos de vista: su belleza a tenor de los cánones estéticos, la moralidad de la escena que represente, conforme a los patrones morales, el precio o valor económico, según los dictados económicos o del marcado del arte. ¿Tendría sentido que defendiéramos que un cuadro es arte nada más que si combina las propiedades de ser bello, de representar escenas o situaciones no inmorales y de ser económicamente valioso? De esa forma, si el artista representó una violación o una estampa sacrílega o si por su cuadro no le dan más de cuatro euros, no sería artística su obra en modo alguno, aunque para los estándares estéticos pudiera considerarse una obra de primera.

Además, suena arbitrario, ya puestos, que  se limiten a tres las dimensiones de lo jurídico. ¿Por qué no igualmente una dimensión estética, ya que de las normas o su redacción podemos hacer juicios en términos de belleza o fealdad literaria? ¿Y una dimensión económica, puesto que podemos juzgar de sus efectos económicos positivos o negativos? ¿Y una religiosa, pues sus contenidos pueden verse como pecaminosos o acordes con el dogma de tal o cual religión? Y así sucesivamente. Un cuchillo será un cuchillo al margen de que se use mucho o poco, de que nos parezca moral o inmoral que se fabriquen cuchillos, de que se venda caro o barato, de que sea hermoso o feo, etc., etc. Sobre un cuchillo, una práctica sexual, un sentimiento amoroso o una norma jurídica pueden combinarse múltiples puntos de vista y juicios de muy diverso tipo. Pero cuando se nos pregunta qué es un cuchillo sólo podremos caracterizarlo con propiedad si enumeramos las notas del concepto y las claves de la referencia del término “cuchillo” en nuestra lengua.

Imaginemos que encuentro una piedra y que deseo saber de qué mineral se trata o qué minerales la componen. Voy al geólogo y, tras los análisis pertinentes en su laboratorio, dictamina que se trata de cuarzo; mas añade: “pero este cuarzo es tan feo que en realidad se trata de un cuarzo que no es cuarzo, sino que sólo lo parece, ya que el verdadero cuarzo sólo puede ser hermoso”. Tendríamos a dicho geólogo por un chalado que no sabe distinguir los objetos de su ciencia de sus juicios estéticos personales. Si para la comunidad científica de los geólogos y para la gente en general esa piedra tiene las propiedades del cuarzo, acreditadas además por los procedimientos de análisis de la ciencia geológica, no será de recibo negar que sea cuarzo porque es un pedrusco muy feo o porque una vez alguien mató a otro golpeándolo con una piedra de cuarzo o con esa misma piedra de cuarzo.

¿Y si a usted le preguntan si el derecho español permite el aborto voluntario dentro de un plazo? ¿No incurre en el mismo sinsentido si contesta que hay en el derecho español una norma que sí lo permite pero que en realidad esa norma no es jurídica ni forma parte de tal derecho porque el aborto es suprema inmoralidad? Su interlocutor sigue con el interrogatorio: ¿Acaso esa norma ha sido anulada por el órgano competente para tales anulaciones? Usted dice que no, que no lo ha sido (supongamos, además, que el Tribunal Constitucional ha sentenciado que dicha norma no es inconstitucional), pero que en realidad nadie necesita anularla porque ya es nula de por sí. Y sigue, pertinaz, el  interrogador: ¿qué le sucede, entonces, a la mujer que se somete voluntariamente a un aborto dentro de ese término o bajo esas condiciones, o al médico que lo practica? Usted: no les sucede nada, no los condenan, conforme al derecho vigente, sólo que ese derecho vigente en realidad no es derecho y esas personas deberían ser sancionadas si el derecho fuera como debería ser, si en lugar de regirnos por el derecho vigente nos gobernáramos por el verdadero derecho. ¿No sería mejor que usted dijera que el derecho es el que es, pero que a usted no le gusta nada y que piensa que debería cambiarse?

Ahora supóngase que es derogada la norma que permite el aborto voluntario en ciertos casos o dentro de determinado plazo. Todo aborto voluntario pasa a ser delito y a acarrear sanción penal. Viene un conciudadano y le pregunta si en nuestro derecho está permitido el aborto voluntario, al menos en alguna circunstancia. Usted le aclara que no, pues hay en nuestro ordenamiento una norma que lo veda y lo castiga. Pero resulta que ese que con usted dialoga es un declarado defensor del derecho al aborto y no ve inmoralidad o injusticia en su práctica, sino en su prohibición. No son pocas las personas que así opinan, en razón de su sistema moral, de su concepción de la moralidad, del bien y de la justicia. Ese interlocutor suyo es un iusmoralista y un antipositivista como usted, solo que su moral es bien distinta de la suya, de la de usted. Así que ante su referencia a la norma jurídica positiva, él le replica que, de tan injusta, esa norma prohibitiva del aborto no es auténtico derecho y que el verdadero derecho no prohíbe el aborto, sino que lo permite, por lo cual, las condenas de quienes abortan voluntariamente o practican abortos no son condenas conforme a derecho, sino puros actos de poder antijurídico o ajurídico. Entonces usted aduce que la norma vigente no solo es derecho, sino que es además derecho justo y, por consiguiente, derecho genuino.

¿Tiene salida ese debate? Parece que sólo es pensable una: que se pongan de acuerdo sobre los hechos y su nombre y que distingan los hechos de su calificación moral, económica, política, estética o cualquier otra. El hecho es que aquí y ahora el derecho dice que el aborto está prohibido o permitido. Y también es un hecho que el juicio moral sobre la respectiva norma puede ser discrepante. Pero la discrepancia moral sobre los hechos no tiene que ser confundida con la constatación de los hechos, con el juego de los conceptos y con los nombres de las cosas. Si cada uno llama derecho nada más que a las normas que a él le parecen moralmente admisibles, incluso desde su concepción personal del objetivismo moral y de la verdad moral, y si ese modo personalizado de nombrar se impone generalmente, deja de haber en la sociedad derecho, por no existir un concepto común de derecho: el término pierde su referencia en el lenguaje que compartimos. Pero lo cierto es que en cada sociedad, y en la nuestra, el término derecho sí tiene una referencia común compartida, pese a quien pese.

Pongámonos ante una sociedad en la que tal situación se produjera, en la que cada uno sólo considerara derecho aquellas normas que son acordes con su moral. Sería imposible saber, en los casos de discrepancias entre las morales de los individuos o los grupos, si el derecho  permite o prohíbe el aborto, ya que el veredicto de cada persona o cada grupo será discordante. No sería raro que de tal caos práctico se intentara salir mediante un acuerdo: el acuerdo de dar a la norma jurídica el contenido que determine la mayoría. Se inventaría la democracia como procedimiento para crear derecho positivo vinculante para todos por encima de los juicios morales de cada uno. Por eso puede sostenerse que, en su fundamento como sistema jurídico-político de una sociedad reconocidamente pluralista, la democracia exige el positivismo en el modo de identificar y nombrar el derecho. La democracia supone el acuerdo para sentar y hacer en común vinculantes, bajo la forma de derecho, las normas sobre las que discrepamos, pero que, por versar sobre asuntos importantes para la convivencia colectiva, tienen que ser normas que rijan para todos. Por eso en democracia se legisla el derecho de todos, pero no, en modo alguno, la moral de cada uno. Porque el derecho es de todos y para todos, guste o disguste a unos o a otros, mientras que la moral es de cada uno y desde la moral de cada uno hace cada cual sus propuestas para todos y participa en las reglas del juego común de la legislación. Quien pone condiciones personales de validez a las normas democráticamente legisladas se sustrae al juego compartido de la democracia y coloca sus valores personales por encima del valor de ese sistema[5].

Naturalmente, la democracia no es impepinable y ese sistema de decisiones en común sobre los asuntos concernientes a la convivencia de todos y sobre los que individual y grupalmente discrepamos no es insoslayable. Hay una alternativa, la del autoritarismo y la dictadura: que la persona o grupo que se considere en posesión de la verdad moral suprema imponga su ley a los otros, aunque estos otros sean mayoría. Pero en ese caso la pretendida razón necesitará el soporte de la fuerza, de la represión. En democracia legisla la mayoría porque es mayoría, no porque tenga razón o sea propietaria de la verdad moral. Las dictaduras, en cambio, se legitiman por la posesión, pretendida, de la verdad y reprimen la discrepancia, sea de minorías, sea de la mayoría, por considerarla sinrazón, aberración pura, supremo descarrío. La dictadura, a diferencia de la democracia, presupone la división de la sociedad entre seres superiores, llamados a mandar, y seres inferiores, abocados a obedecer. Superiores son, por supuesto, los que conocen la verdadera moral, e inferiores los que no la conocen o no son caparse de conducirse en conformidad con ella.

Una rama muy potente del iusmoralismo de nuestros días transita por una ruta que puede parecer intermedia y no antidemocrática, no contramayoritaria. Lo hace basándose en las doctrinas llamadas constructivistas. Los constructivistas parten de que, al comunicarnos y convivir, todos asumimos ciertos presupuestos, presupuestos que tienen valor normativo. Por ejemplo, y dicho sea con suma sencillez, cuando optamos por hablar con otro, en lugar de emplear con él la violencia para forzarlo a obrar en nuestro interés o según nuestras preferencias, lo estamos reconociendo como un igual cuyas razones valen como las nuestras y merecen ser ponderadas con imparcialidad. Lo que tendríamos que preguntarnos, según el constructivismo, es a qué acuerdos llegaríamos sobre esos temas a propósito de los cuales inicialmente podemos discrepar por razón de nuestros intereses o nuestras convicciones individuales; qué acuerdos alcanzaríamos si nuestro razonar conjuntamente y dialogar se llevara a cabo de conformidad con algún procedimiento discursivo que garantizara la imparcialidad del resultado, para que ese resultado ya no sea expresión de alguna forma de dominación  o del simple cómputo de mayorías y minorías, sino manifestación de lo que aquí y ahora la razón exige para el objeto de nuestro debate. En otras palabras, nos preguntamos a qué acuerdos arribaríamos si nos encontráramos, por ejemplo, en la habermasiana situación ideal de habla o en la rawlsiana posición originaria y bajo el velo de ignorancia. En cuanto estemos de acuerdo sobre lo que acordaríamos en esa situación hipotética e ideal en la que se respetaran plenamente las condiciones de imparcialidad del razonamiento, habremos dado con lo que buscábamos, a saber cuál es la solución racional para nuestro debate aquí y en este momento.

¿Sobre qué pueden tratar esas discusiones nuestras aquí y ahora? Pues sobre cosas tales como si el aborto debe estar prohibido o permitido por el derecho o sobre si debe ser delito o no la apología del terrorismo o sobre si debe ser delito o no la negación de holocausto o sobre si es preferible modificar los tramos del impuesto sobre la renta o aumentar los impuestos indirectos. Aquí y ahora, mortales, prejuiciosos y parciales, no nos ponemos de acuerdo, pero si no estuviéramos obnubilados por prejuicios e interesadas ideologías, sí que lo lograríamos, se supone. ¿Cómo sale el constructivista del embrollo? ¿Cómo puede llegar a saber, él solo, lo que él mismo preferiría si en lugar de ser él mismo, una persona marcada por su particular situación, fuera él y fueran todos los interlocutores posibles sujetos perfectamente racionales y capaces de razonar de modo plenamente imparcial? No sé, pero lo sabe. Lo sabe, ya que nunca oímos a un constructivista decir que sus personales convicciones sobre el asunto en disputa son tales, pero que una vez pasadas por el tamiz del diálogo plenamente intersubjetivo y racional se ha dado cuenta de que estaba equivocado y de que la postura correcta es la que otro mantenía. No, lo que el constructivista hace siempre es tildar como racional o razonable su postura subjetiva, puesto que ya la habría pasado por ese filtro hipotético de la intersubjetividad y, en consecuencia, su idea subjetiva ya no es meramente subjetiva, sino la intersubjetivamente racional. Por eso son tan divertidas y aleccionadoras las discrepancias entre constructivistas, porque todos se dicen respaldados por el mismo experimento hipotético, por la misma imaginación de lo que nacería de un diálogo perfecto entre sujetos imparciales. El proceder constructivista siempre da a los constructivistas la razón; le da la razón a cada uno y no hay manera de que se pongan racionalmente de acuerdo entre ellos. Quizá necesitarían un metaconstructivismo: un constructivismo para constructivistas, un constructivismo de segundo grado; y así sucesivamente.

Nos hemos alejado bastante del punto que tratábamos, el de la tesis positivista de la separación conceptual entre derecho y moral, pero los temas estaban relacionados. Vamos ahora con la tesis del carácter convencional de todo derecho. Consiste en mantener que el derecho es cosa de este mundo y no de otros mundos hipotéticos o imaginarios, y que se hace en las sociedades o por las sociedades. El derecho por tanto, no es natural, sino obra social, y no se basa en constataciones, sino en decisiones y acuerdos. Derecho es lo que la sociedad entienda como derecho y no lo que como tal exista en alguna otra parte independiente y separada de los acuerdos sociales efectivos y del imaginario social. Derecho es, en suma, lo que una sociedad piensa, vive y practica como derecho[6]. Por eso los caracteres de los sistemas jurídicos y, por supuesto, los contenidos de las normas jurídicas cambian de sociedad a sociedad y de época a época.

Lo que el positivismo defiende es, repito, que todas las normas son de este mundo y que se trata de “objetos” socialmente creados, en su forma y en sus contenidos, que son hechos sociales de cierto tipo, constructos del imaginario social que gobiernan las prácticas sociales. En otras palabras, que no hay parámetros extra o suprasociales que determinen lo que en tal o cual sociedad puede ser o no derecho.  El derecho es social porque cada sociedad tiene y pone en práctica el suyo, y su carácter convencional indica que ninguna normatividad puede socialmente operar si no es colectivamente reconocida como tal: como normatividad que permite calificar las conductas como debidas o indebidas. Con la evolución de las sociedades y hasta llegar a la época moderna, lo que habría tenido lugar es un proceso de decantación de distintos tipos de normatividades, de forma que en estas sociedades más complejas se reconoce de hecho la diferencia entre diversos patrones y sistemas normativos: religioso, moral, jurídico, etc. Gracias a esas convenciones establecidas y vigentes socialmente, podemos diferenciar, por ejemplo, entre moral y derecho, y decir cosas tales como que la conducta X es acorde con la moral, pero no con el derecho, o que la conducta Y es conforme con el derecho pero contraria a los preceptos de la religión.

Cuando el antipositivismo rebate el carácter convencional de todo derecho posible ha de estar presuponiendo algún tipo de normatividad no convencional, por sí subsistente y existente al margen del pensar y las prácticas de las sociedades. Para el iusnaturalismo teológico esa normatividad vive, bajo la forma de ley eterna y ley natural, en el orden de la Creación, en cuanto proviene de la razón y voluntad de Dios. Para el iusnaturalismo racionalista el derecho natural no es convencional porque está presente en la naturaleza humana, igual que en ella se hallan el hígado o el corazón, si bien bajo forma no empírica o fáctica de existencia. Al fin y al cabo, la naturaleza humana se componía de cuerpo, la parte empírica, y alma, la parte no empírica pero igualmente “natural”. Del mismo modo que el alma debía gobernar el cuerpo para que la naturaleza del hombre no se rebajara a naturaleza meramente animal, las normas ideales o no empíricas del derecho natural tenían que primar sobre las normas positivas o de creación social. El humano, un ser con dos naturalezas o con una compleja naturaleza doble tenía que estar guiado por dos normatividades que se concilian en un normatividad compleja en la cual el derecho natural está por encima y pone límites al derecho positivo.

Pero el iusmoralismo antipositivista de hoy no es solo o no es todo iusnaturalismo. Ese iusmoralismo tiene que presuponer, sin embargo, algún tipo de objetividad de las normas morales, si es que éstas pueden y deben acotar los caracteres o contenidos posibles de las normas jurídicas, de las normas que resultan de las convenciones sociales. Dicho de otra manera, para que el antipositivismo pueda objetar seriamente, desde la moral, la tesis positivista del carácter convencional de todo derecho, debe dar por sentada una moral de carácter no convencional, que no sea también un producto contingente de las respectivas sociedades. Porque si la moral también es convencional, al igual que el derecho, se pierde irremisiblemente la base para sostener que hay una parte del derecho que es moral y, por tanto, no convencional. Si esas normas morales no convencionales y, por tanto, distintas de la moral social positiva viven en la mente o la voluntad de Dios, retornamos al iusnaturalismo teológico. Si están insertas en la naturaleza humana o en un orden natural y necesario del mundo, en la naturaleza de las cosas, no hemos salido del iusnaturalismo racionalista. Si están en otra parte, ¿dónde están, cómo son y cómo cabe conocerlas? ¿Y cómo es posible que unos lleguen a su preciso conocimiento y a otros no se les alcance?

El iusmoralismo sólo dejará de ser o parecer una doctrina con endeble fundamento si va de la mano de un bien desarrollado y adecuadamente explicitado objetivismo y cognitivismo ético. No será misión imposible, pero es misión necesaria si sus invocaciones de la moral como límite al derecho y a su carácter convencional tienen que parecer algo más que interesado argumento para hacer pasar las preferencias morales subjetivas del iusmoralista por tesis objetivas sobre el bien y la justicia.

 

3. A qué no compromete el positivismo

Recapitulemos. Lo que el positivismo viene  a proponer es algo extremadamente sencillo. Por una parte, nos plantea que por qué vamos a dejar de llamar derecho lo que aquí y ahora, en la sociedad que sea, se entiende como derecho, se aplica como derecho y se denomina derecho; que por qué vamos a prescindir del concepto delimitado de derecho, una vez que se ha llegado, en los hechos sociales, a esa delimitación. Y, en segundo lugar, que si se sostiene que hay derecho “fuera de aquí”, independiente de las convenciones sociales en las que se asienta la convivencia de unos u otros grupos, habrá que fundamentar muy convincente y detalladamente dónde está ese derecho que no es de aquí, sino de todas partes, y que no es de este tiempo nuestro, sino de cualquier tiempo. Porque afirmar que existe puesto que yo creo en él no parece que pueda ser razón suficiente para imponerlo como derecho de todos o como límite de los contenidos posibles de nuestras convenciones, acuerdos y procedimientos de decisión.

Con nada más nos compromete el iuspositivismo. No compromete: (i) con el juicio moral positivo sobre el derecho como tal o con los contenidos de sus normas y, por tanto, con la preferencia por la obediencia a las normas jurídicas; (ii) con el juicio político positivo sobre la aplicación de las normas jurídicas o la obediencia a ellas; (iii) con el escepticismo o el relativismo moral; (iv) con el ateísmo o la oposición a las religiones; (v) con una determinada opción política, ni siquiera con la preferencia por la democracia.

(i) A uno le enseñan un cuchillo y le preguntan qué es. Responde que es un cuchillo y le replican así: ah, entonces te gusta. Le muestran una pareja haciendo el amor y le interrogan sobre qué hacen. Contesta que están haciendo el amor o teniendo una relación sexual completa, según como queramos llamarlo, ante lo que le dicen esto: ah, por tanto estás diciendo que se aman, que se quieren con verdadero amor. Luego ponen ante él un precepto del Código Civil y, siendo evidente que se trata del Código Civil en vigor, el interpelado explica que se trata de una norma jurídica, momento que aprovechan sus interlocutores para espetarle: ah, caramba, por consiguiente te parece justo el contenido de ese precepto o, al menos, no lo tienes por muy injusto.

¿Están o no están claramente emparentados los anteriores supuestos? ¿No pasa en todos esos casos que se confunde la identificación de un objeto, comportamiento o estado de cosas (un cuchillo, un acto sexual, una norma que forma parte de un sistema jurídico) y el correspondiente nombrarlo conforme al nombre que lleva en nuestro idioma, con la calificación que desde parámetros ajenos a ese objeto se puede hacer o que algunos hacen?

El positivismo pide que no se caiga en esa confusión cuando nos referimos al derecho, a normas jurídicas; que, si existen y compartimos criterios de identificación de las normas jurídicas socialmente reconocidos y, por tanto, vigentes y operantes, no hagamos ese tipo de razonamiento con esta estructura: esta norma jurídica N no es una norma jurídica en realidad, aunque cumpla con todos los requerimientos del sistema jurídico y del sistema de fuentes reconocido, porque tiene la propiedad negativa P (es antieconómica, estéticamente horrible, políticamente inconveniente, pecaminosa, inmoral…). Nada más que eso.

A usted le enseñan una adelfa y le recuerdan que es un arbusto muy decorativo para los jardines. Usted, buen conocedor de los secretos de la botánica, responde que la adelfa es venenosa y que, en consecuencia, no es arbusto decorativo en modo alguno. ¿Qué le replicarían? Que el concepto de planta decorativa es independiente de propiedades como la de ser venenosa o no; que las propiedades que la hacen decorativa (tamaño, tipo y color de las hojas, belleza de las flores…) son independientes de otras que esa misma planta puede tener (ser cara, ser apta sólo para terrenos arcillosos, requerir abundante riego, ser venenosa…). Ni por ser venenosa deja la adelfa de ser decorativa ni por ser decorativa deja de ser venenosa.

Cuestión diferente es que esa propiedad de ser venenosa importe para usted como razón para no plantar una adelfa en su jardín, quizá porque tiene niños que puedan morder sus hojas o porque usted mismo es despistado y puede olvidarse del peligro y probar un día una ensalada con sus brotes. Que usted tenga buenas razones para no querer cerca ese arbusto decorativo no priva al arbusto de tal propiedad, la de ser decorativo o estar generalmente considerado como tal. Igual que si usted tiene alergia al polen de las gramíneas no negará a éstas su condición herbácea, sino que simplemente procurará mantenerse alejado de ellas. Si a usted (o a muchos como usted) una norma jurídica le parece descarnadamente injusta, así lo proclamará y hará lo que esté en su mano para que se cambie, pero no dirá que esa norma jurídica, por injusta, no es jurídica. ¿O sí?

Pero hay otra cosa que tampoco se sigue. Si usted ha concedido que la adelfa, sea venenosa o no, es un árbol muy decorativo, no se desprende que usted tenga, sí o sí, que colocar adelfas en su jardín. Puede preferir otro tipo de plantas o arbustos cuyas formas o colores le sean infinitamente más gratos. Es más, puede tenerles auténtica aversión a las adelfas, porque le traen malos recuerdos o porque había muchas en las fincas de su primera esposa. Pero ni ello es razón para que usted le niegue el carácter generalmente reconocido de arbusto decorativo ni el reconocerle esa cualidad a la adelfa le compromete a que a usted le agraden o a que tenga que plantarlas.

Con las normas jurídicas ocurre otro tanto, según el positivismo. Tan sólidas y claras como pueden ser las razones para identificarlas como tales, pueden ser las razones para abominar de su contenido y hasta para desobedecerlas. Ni dejarán de ser lo que son porque usted las estime muy injustas, ni porque usted reconozca que son lo que son podrá nadie decirle que, por tanto, usted las ha reconocido como justas y merecedoras de obediencia en conciencia.

Las normas jurídicas producen obligaciones jurídicas. Esto simplemente quiere decir que desde el punto de vista del sistema jurídico sus normas obligan; obligan en derecho o según el derecho. Por eso su incumplimiento se sanciona y su cumplimiento puede reclamarse coactivamente. Las obligaciones jurídicas son obligaciones a tenor del sistema jurídico. Nada más que eso[7]. Las normas morales producen obligaciones morales. Ni es pensable un derecho que diga que sus normas no importan y que cada  uno las acate nada más que si le apetece y que en caso de desacato no será sancionado, ni un sistema moral que se base en la idea de que las normas morales ninguna relevancia tienen y que tanto cuenta para bien la conducta del sujeto que sea acorde con ellas como aquella que las contradiga.

Así que hay obligaciones jurídicas porque existen los sistemas jurídicos, con sus normas jurídicas, y hay obligaciones morales porque existen los sistemas morales, con sus normas morales. Una acción o conducta de un sujeto puede ser calificada desde tantos sistemas normativos como vengan al caso y ofrezcan reglas o pautas para tal calificación o catalogación. Yo realizo la acción A. Esa acción mía para el sistema moral será moral o inmoral, para el sistema jurídico será jurídica o antijurídica, para el sistema estético será bella o fea, para el sistema económico será rentable o no rentable, para el sistema de reglas del trato social será cortés o descortés, para el sistema médico será sana o insana, etc.

Ninguna de esas calificaciones compromete las otras ni las condiciona. Por el hecho de que mi acción sea fácilmente tildable de descortés o pecaminosa no se sigue en modo alguno que tenga que ser antijurídica. Por el hecho de que sea fácilmente calificable como conforme a derecho no se desprende que tenga que dejar de ser descortés, a tenor de las reglas del trato social, o pecaminosa, según las normas de una cierta religión. Por el hecho de que sea inmoral no ha de verse como antijurídica. Porque sea antijurídica no ha de verse como inmoral.

Si las normas jurídicas, o algunas de ellas, dan razones perentorias, esa perentoriedad sólo existe desde el punto de vista propio o interno del derecho. Pero la calificación con arreglo a un sistema normativo es independiente de la calificación según los otros sistemas normativos. ¿Y qué sucede cuando uno (o varios) califica positivamente (jurídico, moral, rentable, virtuoso, cortés, sano…) y otro (o varios) califica negativamente (antijurídico, inmoral, descortés…)? Pues, sencilla y obviamente, que le corresponderá al sujeto de turno decidir a qué sistema le da prioridad como guía de su conducta. La moral me dice que mi conducta A sería inmoral, que no debo hacerla, y el derecho me indica que me está por él permitida, que sí puedo realizarla. Yo decido si llevo a cabo A o no y, con ello, asumo tanto las consecuencias positivas, conforme al sistema que la califica positivamente, como las negativas que provienen del sistema que la califica de modo negativo. Hice A porque el derecho me lo permitía, más ahora tengo remordimientos o el desprecio de los que comparten mi sistema moral; o no hice A porque la moral me lo prohibía y me he perdido la subvención que el sistema jurídico regalaba a los que A hicieran. Lo que la pluralidad de sistemas normativos que sobre nosotros concurren no permite es estar en la procesión y repicando, ganar por todos los lados y no tener nunca pérdidas o contratiempos.

Muchos de nosotros, la inmensa mayoría de los humanos de hoy, al menos en nuestra cultura, estimarán que como orientación última de la conducta ha de estar la moralidad, que somos más humanos y más dignos cuando actuamos en conciencia y por imperativos éticos que cuando acatamos otros mandatos claramente o más claramente heterónomos. Un iuspositivista también puede y suele pensar así. Kelsen lo dijo bien claro. Un servidor, modestísimamente y sin querer compararse, opina lo mismo.

Pero eso presupone que un individuo puede ver cualquier norma jurídica como injusta o inmoral y, en consecuencia, decidir desobedecerla, incumpliendo esa norma de derecho para dar satisfacción a una norma moral. Eso no sería posible con tal claridad si una propiedad de las normas jurídicas fuera la de ser morales o justas o, al menos, la de no ser (muy) inmorales o (muy) injustas. Si la justicia o moralidad es propiedad constitutiva de toda norma jurídica, de modo que la norma inmoral no es jurídica, la desobediencia a la norma jurídica será simultáneamente desobediencia a la norma moral y, por tanto, será desobediencia no sólo antijurídica, sino también inmoral. O, como mínimo, tal incumplimiento de la norma no podrá escudarse en razones morales fuertes, pues no podrá haber razones morales fuertes o de gran injusticia contra esa norma jurídica, ya que, de haberlas, no sería jurídica. La moralización del derecho, el entremezclamiento de las calificaciones de esos dos sistemas normativos cierra el paso, al menos en parte, a la autonomía moral del individuo frente a las normas jurídicas. Si la norma sólo puede ser jurídica si es moral, el comportamiento del sujeto sólo será moral si es jurídico. Esto lo vio y lo explicó claramente Hart hace décadas.

En resumidas cuentas, que resultan perfectamente congruentes la adscripción doctrinal al positivismo jurídico y la decisión de oponernos a o desobedecer las normas jurídicas que en conciencia consideremos inmorales. Cierto es que en las clasificaciones del positivismo suele aparecer el llamado por Bobbio positivismo ideológico, que es aquella doctrina que entiende que todas las normas jurídicas son por definición morales por el hecho de ser jurídicas y que existe, en consecuencia, un imperativo moral a la obediencia de todo derecho, de cualquier derecho, de toda norma que provenga del soberano. Pero de Hobbes en adelante pocos, muy pocos, han sido los positivistas de ese pelaje y todos lo eran, precisamente, por revestir el derecho positivo de alguna propiedad moral decisiva, por confundir el derecho con la moral.

También se señala a veces que en el balance de las razones que cualquiera hace para decidir si acata o no el derecho en general o una norma jurídica en particular siempre concurren razones morales, lo cual sería indicio terminante de que es moral la naturaleza última del derecho. De esa forma vuelve a mezclarse el ser del derecho con las razones personales para su obediencia o desobediencia. Es como si dijéramos, por ello, que todo derecho tiene naturaleza personal, ya que son personales aquellas razones de cada uno; o que su naturaleza es psicológica, porque la psicología del individuo tiene influencia en su posición personal ante las normas. Es como si afirmáramos que todo cuchillo es un ente moral, pues cada vez que uno se plantea si clavárselo a un vecino impertinente se sopesan razones morales para hacerlo o no.

(ii) Tampoco el positivismo compromete con el juicio político sobre la legitimidad de las normas de derecho o del sistema jurídico en su conjunto. Un positivista puede afirmar, sin incoherencia, que el derecho de un Estado carece de legitimidad y hay buenas razones de justicia social o de índole política para resistirse frente a sus mandatos o para que los jueces traten de sabotearlos. Opinar lo contrario supondría, entre partidarios de la legitimidad política de cariz democrático, pretender que solamente hay derecho en los Estados de Derecho democráticos. Tendríamos que decir que el derecho de China no es derecho, o el de Cuba, o que no hubo derecho en la España de Franco, en la Alemania de Hitler, en la Argentina de las dictaduras militares o en el Chile de Pinochet o en la Unión Soviética durante siete décadas.

Se puede ser positivista a la hora de describir y nombrar el derecho de un Estado y, a la vez, propugnar un uso alternativo del derecho de ese Estado[8]. Aquellos jueces y profesores que crearon la doctrina del uso alternativo del Derecho, en países como Italia o España, se guiaban por motivos políticos, pero en modo alguno necesitaban o estaba implícita en su acción una actitud antipositivista. Proponían que los jueces sabotearan el sistema jurídico de Estados con escasa o nula legitimidad política, a fin de contribuir de esa manera a la transformación de esos Estados en Estados más democráticos y sociales, pero no confundían esa digna finalidad política con la descripción del objeto que querían transformar, el derecho. Si por razón de ilegitimidad un derecho no fuera derecho, habría que concluir igualmente que el Estado ilegítimo no es Estado. Estado y Estado legítimo se convertirían así en sinónimos y nos quedaríamos sin nombre para esa entidad con apariencia de Estado pero que no lo sería, pese a que en el Derecho internacional cuenta y es reconocida como tal.

(iii) Algunos muy notables positivistas del siglo XX han sido relativistas en tema de ética, como Kelsen, o emotivistas, como Alf Ross. Mantenían que en las disputas morales se carece de cualquier patrón objetivo de verdad o corrección que pueda zanjarlas mostrando de qué lado está objetivamente la razón, o que quien sostiene una tesis moral sobre cualquier tema simplemente expresa una preferencia enteramente subjetiva de base emotiva; no intenta más, a fin de cuentas, que hacer que los otros se sometan a esa inclinación suya. Decir X me parece justo o X me parece injusto sería como afirmar que el pescado me gusta o el pescado no me gusta, cuestión de gusto, estrictamente personal y no apta para debate racional ninguno, pues de gustos no cabe discutir con un mínimo sentido; cada uno expone los suyos, si quiere, y no hay el gusto racional ni posibilidad de llegar a acuerdos racionales sobre el mejor gusto gastronómico.

Pero en línea de principio el positivismo jurídico no exige ese escepticismo ético ni va con necesidad de su mano. ¿Es inimaginable o incongruente que alguien pueda ser objetivista y cognitivista en temas de ética y positivista en materia de teoría del derecho? Objetivista es quien cree que existen patrones objetivos de verdad o corrección moral, desde los que podemos medir nuestros juicios morales y determinar cuándo son acertados o erróneos. Hay doctrinas éticas objetivistas de muy diverso tipo y fundamento y el objetivismo moral sigue siendo hoy un tipo de teoría ética muy pujante e interesante. Cognitivista es aquel que piensa que esas pautas o verdades morales primeras y anteriores o superponibles a nuestros juicios morales subjetivos son cognoscibles mediante nuestra razón y con ayuda de algún método de reflexión o razonamiento.

El objetivista y cognitivista (en adelante nos referiremos a él diciendo nada más que objetivismo u objetivista, sin matices aquí innecesarios) no dice que una norma moral no sea moral porque sea una norma moral errónea a tenor de las pautas de corrección objetiva correspondientes. Simplemente dirá que esa norma moral es norma moral y es norma moral errónea o incorrecta. El objetivista sabe distinguir perfectamente entre la propiedad de una norma como norma moral y la propiedad adicional de una norma moral como norma moral correcta.

Paralelamente, ese objetivista moral podrá hacer idéntico razonamiento coherente respecto de una norma jurídica: reconocer que es norma jurídica y sostener que, desde el punto de vista moral, su contenido es erróneo o incorrecto. No es una característica definitoria del objetivismo la de que sus partidarios piensen que no hay más normas morales que las moralmente correctas ni más normas jurídicas que las moralmente correctas.

Solo con ese dato ya se capta que un objetivista en ética puede ser positivista en teoría del derecho. Lo que equivale a que un positivista jurídico puede ser, en ética, objetivista. No es ninguna extraña contorsión teórica si, además, recordamos que el positivismo no compromete ni con la obligación moral o política de obediencia ni con el propugnar ningún tipo de superioridad del derecho en términos de razón práctica. El positivista, sabemos, nada más que insiste en que cada cosa es lo que es.

¿Se liga el objetivismo a la superioridad de la moral sobre el derecho? Es comprensible que cuanta mayor sea la convicción de que los juicios morales y las normas morales no son todos igual de relativos o enteramente subjetivos, mayor sea el ánimo para querer colocar la moral como rectora de la vida social. No es fácil imaginar un objetivista que, siéndolo, afirme que le resulta indiferente y le da igual por qué pautas morales se guíe cada uno o la colectividad. Pero eso tampoco será fácil oírselo al relativista o escéptico en ética. Relativista o escéptico no es el que no tiene convicciones morales propias y bien arraigadas que esté dispuesto a defender o que honestamente desee ver plasmadas en el comportamiento suyo y ajeno, sino el que no piensa que sea posible dotar sus convicciones morales, o las ajenas, de un fundamento objetivo, calificarlas como objetivamente verdaderas o falsas.

Lo mismo el objetivista que el relativista o escéptico pueden estar de acuerdo en que la sede de las normas y juicios morales es la conciencia individual y que desde ella cada individuo puede y suele verse impelido a proponer sus pautas morales como parámetro de la convivencia social y del derecho. Los dos pueden acordar que en la decisión en conciencia nos orientamos por nuestras convicciones morales y que no es de recibo que en esa sede, en la conciencia, las normas jurídicas suplanten a las morales. De otra forma dicho, ninguno tiene por qué desterrar la idea de autonomía moral individual.

¿Y en lo que se refiere a la relación entre moral y derecho cuando el conflicto entre ellos no se suscita en la conciencia del individuo, sino como conflicto entre normatividades externas o entre la moral y el sistema jurídico que, por definición, es heterónomo o externo a las conciencias particulares? El objetivista puede decir que la norma jurídica N es por sus contenidos errónea desde los patrones de la moral objetiva. Mas nada en su posición teórica le fuerza a tener que añadir que por ser moralmente errónea, la norma jurídica no es jurídica. Si acaso, tendrá más fuertes motivos para cuestionar que tal norma jurídica deba obedecerse o más poderosos fundamentos para luchar por su derogación o modificación. Ese objetivista ético puede ser al tiempo positivista jurídico sin desgarro y sin contradicción.

El iuspositivismo no es una tesis sobre el valor moral del derecho, sino sobre los criterios para la descripción y el nombrar del objeto derecho. Por eso tal tesis descriptiva no choca con ninguna doctrina ética sobre obligaciones morales o sobre si existen o no parámetros objetivos de la corrección moral.

(iv) No hará falta extenderse para resaltar que el iuspositivismo no es inconciliable con la fe religiosa. No se necesita ser ateo para poder abogar por una teoría positivista del derecho. Ni todos los positivistas son ateos ni todos los ateos son positivistas. Las religiones, al menos las de nuestro entorno cultural, las monoteístas que se basan en un libro sagrado, tienen sus propios códigos normativos y el creyente consecuente pondrá en consonancia sus creencias morales con sus creencias religiosas, considerando que los mandamientos de su fe son también mandamientos en su conciencia. Chocaría dar con un creyente sincero y mínimamente reflexivo que nos contara que para él el adulterio es pecado, porque lo prohíbe su religión, pero que es conducta moralmente lícita o indiferente para él mismo. Los códigos religiosos penetran los códigos morales y toman la forma de moralidad de base religiosa.

Los códigos religiosos invadían también la normatividad jurídica y el iusnaturalismo teológico era salvaguarda de la superioridad de la moral religiosa sobre el derecho y de la fusión entre lo religioso, lo moral y lo jurídico. La época moderna significa, en lo ético, lo político y lo jurídico, la ruptura de esa confusión o compenetración, por consideración al pluralismo de creencias y como intento de poner término a las guerras de religión. Si a cada cual se le reconoce que puede tener una fe u otra, o ninguna, y que puede cultivar una u otra moral, la conciencia pasa a verse como autónoma y la política se autonomiza también, como procedimiento para conseguir acuerdos entre personas con convicciones diversas acerca del bien, de lo sagrado y de lo profano. En un marco de diversidad religiosa y moral, los acuerdos sobre las normas comunes nada más que caben como conciertos cuya validez no esté coartada por la compatibilidad de sus contenidos con tal o cual credo religioso o moral. A la inversa, la historia nos enseña que todo intento de conciliar de nuevo el derecho con la religión o con una determinada moral rectora presupone que se acabe con o se reprima la libertad de conciencia y el pluralismo de creencias.

Cada cual, creyente o no, objetivista ético o escéptico, positivista jurídico o contrario al positivismo, piensa de buena fe que la sociedad sería perfecta si todos se atuvieran a las convicciones suyas y el derecho las reflejara. Cada uno opina que esa sociedad y ese sistema jurídico son injustos si no se orientan por esas reglas. Pero negar que, por ello, esa sociedad sea una verdadera sociedad o que ese derecho constituya derecho auténtico no parece que sea actitud exigida por la fe o la moralidad, sino rasgo de la personalidad individual, extremo afán de poder, propensión al autoritarismo o renuencia a asumir la propia desobediencia como desobediencia a las normas ajenas a uno mismo, y a aceptar las consecuencias de dicha desobediencia a las reglas colectivas. La obediencia al derecho no es una virtud, pero el ánimo de imponer a los otros la moral propia como derecho de todos, sin pasar por la política y la deliberación colectiva, tampoco parece empeño muy virtuoso.

(v) Si se viene defendiendo que el positivismo es una tesis sobre lo que el derecho es y no sobre lo que sus normas valgan desde el punto de vista moral, religioso, político, económico, estético, etc., también habrá de concluirse que no hay un vínculo necesario entre el positivismo y un determinado sistema político, igual que no tiene ese vínculo por qué estar presente en el caso del antipositivismo. Es larga la lista de positivistas que fueron, al tiempo, defensores y extraordinarios fundamentadores de la democracia, y en Kelsen hay ejemplo principalísimo. Pero también los hay que en lo político no simpatizan con la democracia. Nada existe de inconsecuente en su actitud, al menos en el hecho de no mezclar la descripción del derecho que es con la opinión sobre cuál es el mejor procedimiento o la más adecuada vía para establecer los contenidos del derecho. Idénticamente, han sido numerosos los objetivistas morales, religiosos o no, que han defendido los procedimientos democráticos con plena consecuencia. La congruencia teórica parece, en cambio, más problemática en el caso del iusmoralista que se quiere demócrata y que, desde una moral objetiva, pone límites a lo que pueda contar o aplicarse como derecho legislado por la mayoría y dentro de los márgenes que acota el sistema jurídico, empezando por la constitución misma.

 

4. Las normas jurídicas, ¿aplicables pero derrotables?

Una parte del debate de hoy sobre el positivismo no se da a propósito de la calificación de la norma en sí por causa de la inmoralidad de su contenido general, sino que versa sobre la aplicabilidad de la norma que en sí pueda no verse como inmoral o tajantemente injusta. El problema se suscita cuando esa norma no injusta resulta en sus términos y alcance aplicable a un caso, pero su solución para ese concreto caso se reputa de inadecuada por injusta o contraria a la equidad. Es una de las facetas de lo que, con expresión muy en boga, se denomina la derrotabilidad de las normas jurídicas. Entre las razones que pueden presentarse como justificaciones de la derrota de una norma en un caso que bajo ella es claramente subsumible se menciona esa de la inmoralidad o injusticia de la solución normativa para el asunto concreto que se enjuicia.

No corresponde aquí entrar a tratar de la problemática general de la derrotabilidad de las normas[9], sino solo que nos planteemos si para el positivismo, entendido del modo que lo hemos caracterizado, una norma jurídica puede ser derrotable. La respuesta requiere matices, y a ellos vamos.

Bajo el prisma positivista, una norma jurídica sólo puede ser jurídicamente derrotada por otra norma jurídica. O sea, que desde el punto de vista interno al sistema jurídico, bajo la óptica del sistema mismo, cuando una norma de tal sistema prescribe una consecuencia para un caso, en derecho únicamente estará justificada la inaplicación de esa norma, su preterición ante otra, cuando esa otra norma concurrente forme parte también del mismo sistema jurídico o a ella el sistema jurídico remita para un caso como ese. ¿Cómo se calificaría, entonces, ese hecho de que una norma jurídica es derrotada por una norma ajena al sistema jurídico, como pueda ser una norma moral a la que el tal sistema no remite para esos casos? El positivismo dirá que lo sucedido es que el derecho se ha incumplido, que la solución dada no es jurídica o no tiene fundamento jurídico (al margen de que esa solución se torne jurídica, ya no en sus fundamentos, sino en sus efectos, cuando deviene cosa juzgada). Sencillamente, un sistema diferente, el moral cuando de él se trate, ha prevalecido como base de la solución de ese litigio.

¿Eso será bueno o malo, según el positivista? Será antijurídico, por disconforme con lo prescrito por el derecho. Pero sabemos ya que para el positivismo la calificación jurídica es autónoma frente a e independiente de otras calificaciones basadas en otros sistemas normativos. El positivista puede sin problema admitir que esa solución antijurídica es moralmente encomiable, económicamente conveniente, políticamente necesaria, etc. Y puede estar de acuerdo con tal derrota del derecho en dicha ocasión. Lo que él no hace es llamar obediencia al derecho o aplicación del derecho a lo que es incumplimiento del mismo, por muy buenas que sean las razones para ello y por mucho que, vistas todas las cosas y consideradas todas las razones, no solamente las jurídicas, eso fuera lo mejor que se podía hacer en tal oportunidad. El iuspositivista no confunde el hecho de que una norma sea derrotada con la afirmación de que haya de ser derecho cualquier regla que la derrote.

Por el contrario, el iusmoralista llama derecho a cualquier norma no jurídica que derrote a una norma jurídica; o, al menos, a cualquier norma moral que venza a una norma jurídica. Es el iusmoralista, no el positivista, el que da por sentado que el derecho sólo puede perder ante el derecho y que las razones que justifiquen la derrota de una norma de derecho tendrán que ser razones jurídicas. Cuando en la consideración general de las razones para decidir con arreglo a la norma jurídica que viene al caso o en su contra, con incumplimiento de la misma, predominan las razones contra la norma jurídica y es de hecho vencida por tales razones, el iusmoralista pone el sello de juridicidad a esas razones o a la regla que en ellas dominó. En resumen, que si una norma moral gana a una jurídica, esa norma moral es norma jurídica, es parte del sistema jurídico. De hecho, así, el derecho no pierde nunca y solo unas normas jurídicas podrán derrotar a otras. ¿No era esta última la misma tesis del positivismo cuando adoptaba el punto de vista interno del derecho? Sí y no.

Discrepan unos y otros en el sistema de fuentes que aplican o en la configuración del sistema jurídico de la que parten. Para el positivismo el conjunto de las normas que integran el sistema jurídico es un conjunto finito y delimitado por los criterios de pertenencia que dispone el propio sistema. Cuando, para bien o para mal –ese ya no es el punto de vista del sistema jurídico-, una de esas normas del sistema es derrotada por una norma externa o ajena a él, nos encontramos, para el positivismo, ante el hecho de que no se ha decidido con arreglo a derecho. Cómo califiquemos desde otros sistemas normativos ese hecho, que bajo el prisma del derecho es antijurídico, es cuestión que no cambia el contenido de la calificación interna al derecho, que no modifica la antijuridicidad de la solución recaída. Y también es asunto de ello independiente el tipo de jerarquía que cualquiera, positivista o no, trace entre los diversos sistemas normativos como guías de las decisiones de los sujetos, incluidas las decisiones de los jueces. Un positivista puede afirmar que la decisión de marras es antijurídica, pero profundamente justa y que él mismo la habría tomado así. Solo que no dirá que al tomarla así esté obedeciendo al derecho, sino atendiendo a otras reglas que considera más importantes que las jurídicas en la tesitura de que se trate.

El iusmoralista, en cambio, sostiene que del sistema jurídico forman parte no sólo aquellas normas que en él estén en función de los criterios de pertenencia puestos por el propio sistema, por su sistema de fuentes, sino que también son derecho y se integran en al sistema jurídico todas las normas ante las que nos (les) parezca bien que pierda una norma jurídica en algún caso, especialmente si son normas morales. De esa manera, el conjunto de las normas que conforman un sistema jurídico ya no es un conjunto finito, acotado: son normas de un sistema jurídico todas las que en él se insertan a tenor de sus criterios de pertenencia más todas (o todas las morales) que en alguna ocasión pueden justificar su derrota. El derecho es el conjunto de las normas positivas (llamémoslas así para abreviar) más todas aquellas otras normas (al menos las morales) que puedan alguna vez excepcionarlas. Así pues, el juez que decide un caso contra el derecho (positivo) y conforme a la moral, sigue fallando de conformidad con el derecho. ¿Siempre? O siempre que esa moral que lo orienta sea la moral adecuada o la moral verdadera. Con lo que volvemos a los problemas del objetivismo moral y sus fundamentos, que no repetiremos.

 

5. ¿Positivismo jurídico inclusivo?

El llamado positivismo jurídico inclusivo o incluyente o soft positivism viene a cuestionar la tesis de la separación entre derecho y moral (o ciertas concepciones de esa separación) con el argumento de que de la regla de reconocimiento, es decir, de aquellas pautas que en un sistema permiten clasificar ciertas normas como las normas que pertenecen al sistema jurídico, puede formar parte la remisión a condiciones de moralidad de las normas del sistema jurídico o de las soluciones que dichas normas del sistema jurídico ofrecen para los casos que en el sistema tienen que resolverse[10].

Lo primero que conviene distinguir es entre contenido de la regla de reconocimiento y contenido de las demás reglas del sistema jurídico respectivo. Una norma del sistema que no sea la regla de reconocimiento puede contener remisiones a cualquier tipo de pauta o patrón normativo de carácter extrajurídico. Esas remisiones pueden aparecer tanto en el supuesto como en la consecuencia jurídica de la norma.

En el supuesto o antecedente de la norma se establecen las condiciones que, de darse, justifican que se aplique la consecuencia jurídica. Esas condiciones pueden ser fácticas (que acontezca el hecho H o acontezcan los hechos H1…Hn) o normativas (que esos hechos sean calificables positiva o negativamente con arreglo a una pauta normativa: que sean morales o inmorales, justos o injustos, favorables o contrarios al interés económico, etc.). En la consecuencia jurídica o consecuente de la norma esas pautas normativas pueden figurar como condición de aplicabilidad de la consecuencia misma, bajo un esquema de este tipo: que la consecuencia jurídica se aplique siempre que el resultado en el caso no sea inmoral, injusto, contrario al interés económico, antiestético, etc.

Aparezca en un lado u otro o sea cual sea el tipo de condición normativa que así se pone, es condición jurídica por figurar en una norma del sistema, aun cuando su contenido se rellene por remisión a otro sistema normativo de cualquier tipo. Si, por ejemplo, una norma del sistema jurídico dispone que en los museos estatales solamente podrán exponerse aquellas obras que sean estéticamente hermosas y que no tengan un coste superior a cien mil euros, tales condiciones no conllevan que no exista separación entre el sistema jurídico y el sistema estético o el sistema que fija los valores económicos de los objetos.

¿Qué sucede si es en la propia regla de reconocimiento, en las pautas reconocidas como de identificación de las normas del sistema jurídico, de las normas que son derecho, donde figura una remisión a normas morales? Por ejemplo, la regla de reconocimiento operante se reconstruiría así: son derecho en este sistema, son parte de este sistema jurídico, las normas que satisfagan conjuntamente las condiciones C1, C2 y C3, siendo C3 la condición de que las normas de ese sistema no tengan contenido inmoral. Entonces, una norma N, sea cual sea la jerarquía de la misma y aun cuando se tratara de una norma constitucional, no podría ser una norma de tal sistema jurídico si su contenido es inmoral, aunque sí cumpla las otras dos condiciones, C1 y C2.

Varias son las cuestiones de la mayor importancia que aquí vienen a colación. Una, la de si esa presencia de condiciones morales en la regla de reconocimiento es contingente o necesaria. Otra, la de si con ella se ponen en cuestión las tesis positivistas de la separación entre derecho y moral y de la convencionalidad del derecho. Y todas ellas se ligan el asunto de si tal referencia constitutiva a la moral presupone la moral verdadera o la moral convencionalmente vigente en la sociedad, la llamada moral positiva. Si tal referencia es contingente y, por tanto, no necesaria en cualquier sistema jurídico que propiamente sea tal, y si alude a la moral positiva y no a la moral verdadera o a la llamada moral crítica, como distinta y superior a la moral socialmente vigente o positiva, será totalmente compatible con el positivismo y en nada esencial lo contradirá.

Las doctrinas antipositivistas iusmoralistas destacan que esa referencia a pautas morales en los fundamentos del sistema o los criterios de identificación de sus normas es necesaria y tiene que tomar en cuenta la moral verdadera. Si pudieran considerarse derecho cualesquiera normas de un sistema jurídico que no fije en su regla de reconocimiento una condición como C3, perdería sustento la tesis iusmoralista de que todo derecho mantiene ese vínculo esencial y constitutivo entre derecho y moral. Basta para ello que se admita que sea considerado sistema jurídico uno en el que la moralidad mínima de las normas no se reconozca como condición de juridicidad para que dicha tesis deje de ser constitutiva y se convierta en contingente.

Pero, de esa forma, lo que el iusmoralismo tiene que acabar negando es la propia idea de regla de reconocimiento. Decir regla de reconocimiento es poner un hecho social como fuente o sustento último de lo jurídico, es atribuir al derecho una naturaleza constitutivamente social y meramente social: derecho es lo que en la sociedad –y especialmente entre los operadores jurídicos- se reconoce y se practica como tal. El derecho es un punto de vista sobre normas, punto de vista que es constitutivo: derecho de cada sociedad es lo que en esa sociedad es entendido y vivido como tal. Ante la pregunta de qué normas son derecho en una sociedad dada, la respuesta es la siguiente: aquellas que en esa sociedad poseen los atributos formales o sustanciales que en dicha sociedad se reconozcan como definitorios del derecho en cuanto normatividad específica y distinta de otras normatividades (moral, usos sociales, normas técnico-instrumentales, reglas estéticas, reglas religiosas, etc.).

Si hablamos de ese hecho social del reconocimiento, de que el derecho se constituye en su fondo como una categoría del imaginario colectivo sin otra propiedad estructural que como normatividad lo defina con alcance general o suprasocial, estamos colocando un elemento de contingencia como delimitador de cualquier derecho, pues ese reconocimiento social es cambiante: cada sociedad reconocerá unos u otros atributos como delimitadores de lo jurídico, y la moralidad de los contenidos podrá ser o no incluida entre tales atributos o condiciones en función de variables históricas y sociológicas y del tipo de mentalidades que impere. Sólo hay una vía de escape para ese elemento de contingencia unido a la idea de regla de reconocimiento como base de la juridicidad: anclar lo jurídico en elementos no contingentes, necesarios. Tales elementos pueden ser y han sido tres, según la clase de iusmoralismo antipositivista ante el que nos encontremos: el orden de la Creación, como orden necesario del mundo, la naturaleza humana como naturaleza desdoblada en empirie y esencia no empírica, y la naturaleza de las sociedades como prefiguración ideal y necesaria de cualquier sociedad posible. Pero, en esos casos, el origen de la juridicidad ya no está en el hecho social del reconocimiento, en la regla de reconocimiento.

Sea la que sea la opción que de esas tres se escoja, la teoría del derecho adquiere una configuración contrafáctica. Frente a los hechos, frente a la empírica o fáctica configuración de lo jurídico en las sociedades, se proclama un modelo de juridicidad no fáctica, ideal, que constituye la esencia necesaria de todo lo que pueda ser derecho. De esa manera el derecho se desdobla entre derecho socialmente reconocido y vivido como tal y derecho verdadero. El primero, el derecho en los hechos sociales, únicamente será derecho (o lo será plenamente) si se adecúa a aquellas condiciones ideales de verdad del derecho: nada más que será derecho de verdad el derecho en los hechos sociales, reconocido socialmente, que cumpla dichas condiciones; pero habrá una parte del derecho de verdad que es derecho, y es la parte superior o jerárquicamente más elevada del derecho, aunque no encuentre plasmación en hechos sociales. El derecho primero es el derecho ideal, mientras que el derecho fácticamente reconocido en una sociedad sólo será en verdad derecho si sus contenidos no contravienen los de aquel derecho ideal. En consecuencia, la gran mayoría de los derechos que han sido y son, en los hechos sociales, no son propiamente derechos, sino simple apariencia de tales. Muchas sociedades se habrán equivocado y se equivocarían al reconocer y vivir como derecho lo que en puridad no lo es o no lo es del todo.

Importa grandemente, en este punto, la distinción entre moral positiva y moral verdadera. La moral positiva se compone de aquellas normas morales que una sociedad comparte en un momento histórico determinado, aquellas normas que son consideradas o reconocidas de modo unánime o sumamente extendido como verdaderas; son las normas morales que no se discuten o que no se discuten apenas y que conforman el cemento último de esa sociedad. Por ejemplo, en las sociedades nuestras de hoy, integradas en la llamada cultura liberal-occidental, tales normas de moral positiva son las que fundan el convencimiento generalizado de que la esclavitud es radicalmente injusta o de que la discriminación de la mujer frente al hombre o de unas razas frente a otras es moralmente aberrante.

Si decimos que difícilmente, aquí y ahora, será viable un sistema jurídico que contradiga esas convicciones morales generalizadas, estamos mencionando una importantísima condición de eficacia de los sistemas jurídicos actuales. Un derecho de contenidos opuestos a los de la moral positiva vigente en esa sociedad será un derecho que necesitará un ingrediente mucho mayor de coacción para imponerse y que estará más expuesto a su transformación por la vía revolucionaria, por la vía fáctica de la revolución. Sin embargo, no conviene olvidar los mecanismos interrelacionados por los que en una sociedad se impone o se extiende el reconocimiento del derecho o de la moral positiva, que son también mecanismos ideológicos. Todo hecho social de reconocimiento o de vivencia normativa es en alta medida dependiente de adoctrinamientos ideológicos y manipulación de las conciencias. Por tanto, resulta artificioso contraponer la moral positiva al derecho, como si la primera funcionara al modo de instancia crítica, fruto de la reflexión racional de los sujetos, frente al derecho, que sería instrumento del poder o de los intereses más difícilmente racionalizables.

Cuando frente a ese carácter relativo o dependiente, ideológico incluso, en el sentido de la ideología como falsa conciencia, se quiere contraponer una instancia moral crítica independiente, reflexiva y más ligada a parámetros objetivos de racionalidad que a determinaciones puramente sociales, se habla de moral crítica. Desde la moral crítica los sujetos pergeñan autónomamente patrones de moralidad con los que enfrentarse a las determinaciones de la moral positiva. Mientras que la moral positiva sería el resultado de la socialización y el ambiente de los individuos y tendría una raíz escasamente reflexiva (creemos que es bueno o malo lo que nos han enseñado a ver así y lo que aquí y ahora así se juzga), la moral crítica presupone al capacidad para la reflexión autónoma y para la captación de pautas independientes sobre el bien y el mal, sobreponiéndose el individuo a esos condicionamientos sociales de su valorar, a base de conectarse con las claves de la racionalidad moral.

¿Son equiparables moral crítica y moral verdadera? Supóngase que yo, aquí y ahora, tras ardua reflexión concluyo que la esclavitud de los negros o la sumisión de las mujeres a los varones son perfectamente justas y racionales. Sin duda, de esa manera me estoy oponiendo a la moral positiva, a la moral aquí y ahora vigente, a la que con esos postulados míos, autónomamente gestados desde mi propia reflexión moral, me enfrento críticamente. ¿Sería el mío un ejercicio de moral crítica? Creo que no se consideraría así. La moral crítica es algo más que moral personal opuesta a la moral establecida, que mera crítica a la moral positiva. Para que esas hipotéticas tesis morales mías pasaran el filtro para ser consideradas producto de la moral crítica deben superar cierto test o algunos controles. ¿Cuáles?

Si se mantiene que para que el fruto de mi reflexión moral sea conforme con la moral crítica ha de estar en consonancia con la moral positiva, la moral crítica deja de ser concepto que vale como contrapunto de la moral positiva y se convierte en refuerzo de la misma. Si se dice que mi defensa moral de la esclavitud no es un ejercicio de moral crítica porque es irracional por contraria a las convicciones morales entre nosotros vigentes, se está llamando moral crítica a la que respalda la moral establecida. Si se presupone que moral crítica es nada más que la que critica o trata de superar la moral establecida a partir de una mejor concepción de los fundamentos mismos de la moral establecida, de manera que se critican algunas normas de esta y se propone su sustitución por otras que impliquen una mejor y más coherente realización de las bases presupuestas por la moral establecida, la moral crítica se torna elemento dinamizador de la moral positiva, pero no moral que pueda ser en puridad opuesta a la moral establecida. Y tampoco por ese camino podría pasar por moral crítica, aquí y ahora, mi defensa moral de la esclavitud.

Por esas razones, la moral crítica que hoy en día suele mencionar el iusmoralismo como constitutiva de cualquier derecho posible sólo puede ser la moral verdadera. Una moral verdadera no a tenor de los patrones de verdad moral social y coyunturalmente vigentes aquí y ahora, sino por encima de ellos y más allá de ellos. Porque si lo que se defiende es que únicamente puede ser derecho aquella normatividad que no contradiga la moral positiva de la sociedad en la que ese derecho vaya a regir, ese parámetro de juridicidad sería contingente en sus contenidos y, sobre todo, no se estaría atacando la tesis positivista del carácter convencional de todo derecho, ya que la moral positiva es moral convencional: es lo que cada sociedad en cada momento considera moral e inmoral[11].

Si lo que el positivismo inclusivo defiende es que podemos encontrar sistemas jurídicos en cuya regla de reconocimiento figure, como una de las condiciones de juridicidad o pertenencia de las normas al sistema, la condición sustantiva de que tales normas han de ser acordes con determinadas normas morales, esa tesis merece algunas consideraciones adicionales y bien relevantes.

En primer lugar, es una tesis poco menos que trivial, pues es fácil encontrar ejemplos de sistemas con esa característica, especialmente en aquellas sociedades pasadas o presentes en las que no se ha producido la decantación plena del sistema jurídico y el sistema moral (y el religioso muchas veces) como sistemas reconocibles y operantes como autónomos; donde la separación conceptual de derecho y moral no se haya consumado plenamente.

En segundo lugar, la tesis de que pueda haber sistemas jurídicos con esa nota no cuenta como tesis acerca de la unión constitutiva entre derecho y moral a no ser que cambiemos su enunciado por uno de este tenor: en todo sistema jurídico existe esa unión constitutiva entre derecho y moral, pues en la regla de reconocimiento de todos los sistemas jurídicos está presente esa condición de moralidad como condición de juridicidad. Bastará que pueda encontrarse o concebirse uno en que dicha unión no acontezca, para que esta última tesis quede rebatida.  Y un sistema sin semejante unión lo toparemos siempre que podamos describir uno en el cual socialmente son reconocidas y aplicadas como jurídicas normas que cumplan determinadas condiciones entre las que no esté esa de la moralidad de sus contenidos. Mientras pongamos la clave del sistema en la regla de reconocimiento[12], no podremos sustraernos al hecho de que existen sistemas jurídicos así. Por eso el iumoralismo no puede reconocerse en la regla de reconocimiento y el positivismo no deja de ser positivismo ni añade al positivismo nada muy novedoso o relevante por decirse positivismo inclusivo.

En tercer lugar, hay que preguntarse de dónde o desde qué se nutre de ese contenido moral la regla de reconocimiento. Si es desde la moral positiva y lo que se plantea es que resultará difícilmente eficaz un sistema jurídico cuyas normas masivamente se opongan a la moral establecida en la respectiva sociedad, hemos saltado de la ontología de lo jurídico a la sociología del derecho y ya no hablamos de qué notas diferencian la normatividad jurídica de las otras normatividades, sino de los condicionamientos prácticos de la normatividad jurídica. Y si es desde la moral crítica, estamos presuponiendo una moral que puede ser la de pocos o, incluso, de ninguno de los miembros de esa sociedad, con lo que, como ya se ha indicado antes, esa condición en la regla de reconocimiento es radicalmente incompatible con la noción de regla de reconocimiento: en la regla de reconocimiento estaría una condición socialmente no reconocida[13]. Eso es una contradicción en los términos.

A lo que se propende a veces al hablar de positivismo inclusivo es a la confusión entre constitución y regla de reconocimiento[14]. Se subraya que en las constituciones actuales acostumbran a estar presentes, y en lugar prominente, normas de contenido marcadamente moral, remisiones a fundamentos morales que dan su impronta moral a las constituciones mismas y que las conectan inescindiblemente con la moral. En esas constituciones que, como la española, elevan la justicia a “valor superior” del ordenamiento jurídico y que ponen la dignidad humana como eje esencial y barrera infranqueable de la normatividad jurídica dentro de ese sistema, estaría manifestándose el nexo inescindible de juridicidad y moralidad, inescindible al menos para esos sistemas con constituciones así[15].

Pero las condiciones de validez que para la normativa infraconstitucional fijen las constituciones no pueden confundirse con las condiciones establecidas en la regla de reconocimiento. La constitución no es la regla de reconocimiento[16]. La constitución es derecho porque es acorde con la regla de reconocimiento. Lo cual, si no queremos caer en las aporías u oscuridades de la idea kelseniana de norma hipotética fundamental, solo puede leerse así: la constitución es constitución jurídica, es derecho y cúspide del sistema jurídico, porque  así es socialmente reconocida. La constitución es, jurídicamente, constitución porque los ciudadanos y los operadores jurídicos creen que lo es y obran en consecuencia; en otras palabras, porque está funcionando ese hecho del reconocimiento al que se llama regla de reconocimiento. Reconocimiento que no deja de ser un hecho aunque se lo llame regla.

Si, por ejemplo, la justicia o la dignidad no fueran condiciones puestas en la constitución, sino en la regla de reconocimiento, no podrían ser jurídicamente constituciones, no podrían ser reconocidas como constituciones jurídicas, aquellas “constituciones” que en sus preceptos contravengan o no “reconozcan” suficientemente la justicia y la dignidad de los sujetos. Y ello quiere decir que socialmente no se consideraría como elemento del sistema jurídico una constitución así. Una tesis de ese calibre tropieza con varios problemas serios.

Uno, que lleva a negar la cualidad de derecho a toda constitución que, en una sociedad con una regla de reconocimiento de ese tenor, no ampare la justicia y la dignidad. Se nos viene a decir, por ejemplo, que si en lugar de promulgarse en 1978 en España esta constitución que se promulgó, se hubiera establecido una constitución que prolongara las Leyes Fundamentales del franquismo, tal constitución alternativa no podría haber sido derecho porque no se habría reconocido socialmente como tal, aunque de hecho se aplicara y se hiciera valer. Como tesis de sociología-ficción, dicha tesis es más que cuestionable.

Dos, que presupone que nociones morales como las de justicia o dignidad poseen un contenido generalmente reconocido y suficientemente claro y completo como para que pueda servir de parámetro social de juridicidad. Porque de no ser de esa manera, tendríamos el absurdo de que en la regla de reconocimiento figuran palabras susceptibles de las más variadas interpretaciones, y no auténticos parámetros aptos para guiar ese reconocimiento social. En la regla de reconocimiento no puede estar meramente el enunciado de que el derecho debe ser justo, sino una noción densa de qué sea lo justo. Pero dicha noción es inviable en una sociedad pluralista por definición y que precisamente se dota de una constitución que es garantía del pluralismo de concepciones sobre el bien y la justicia. Una condición de contenido socialmente discutible, de contenido sobre el cual la sociedad abrigue ideas contrapuestas, no puede servir como pauta común de reconocimiento[17].

Cabe que aquí se aduzca que lo mismo ocurre cuando nociones como esas de justicia o dignidad aparecen en el texto constitucional. Pero no es lo mismo. Las propias constituciones articulan órganos decisorios llamados a concretar y decir la última palabra en disputas en las que estén concernidas concepciones contrapuestas sobre qué sea lo justo o lo digno. En cambio, en la regla de reconocimiento no puede, por definición, haber previsión de órganos que pongan fin a las disputas, pues en la regla de reconocimiento la disputa, por definición, no cabe: si hay disputa, no hay reconocimiento como hecho social[18].

Así pues, lo que en la discusión de hoy entre positivistas incluyentes, excluyentes y iusmoralistas parece cada vez más oscuro es la idea misma de regla de reconocimiento, en unión con la tesis del carácter convencional de todo derecho[19]. Parece que se tiende también a confundir la identificación de las normas que son derecho con el contenido que imponen para los casos de esas normas que son derecho. Se olvida que la regla de reconocimiento no proporciona soluciones para los casos, sino que indica dónde deben buscarse, en el punto de partida, para los casos las soluciones que son derecho[20]. Que la regla de reconocimiento, en tal sentido, sea clara, no implica que sean claras o brinden para cada asunto soluciones indubitadas las normas que, según la regla de reconocimiento, son derecho.

Imaginemos un sistema en el que la regla de reconocimiento establezca que constituyen derecho los mandatos del Oráculo. Eso significa que en la comunidad en la que impera esa regla de reconocimiento está generalmente admitido que lo que el Oráculo disponga obliga de esa manera especial y con esa particular autoridad de lo jurídico. Y pongamos que el Oráculo empieza a sentar mandatos de contenido tan enigmático como el que dice que “Los padres deben ser trascendentes en el trato con sus hijos”. Estaría claro en esa comunidad que esa es una norma jurídica, pero habría serias dudas sobre lo que quiere decir y, consiguientemente, sobre qué implica para la resolución de tales o cuales casos de relaciones paterno-filiales. El hecho de que los aplicadores de la norma a esos casos tengan que interpretarla y, para elegir su sentido, echen mano de consideraciones morales, religiosas, políticas, económicas o de cualquier otro tipo no pone en cuestión la regla de reconocimiento y su carácter convencional o de hecho social, ni integra como parte del sistema jurídico las normas morales, religiosas, etc. que se utilicen para ese fin.

Resumiendo su propia doctrina, al polemizar con Coleman, dice Dworkin: “en la práctica, afirmé, cuando la gente discute acerca del contenido del derecho, recurre a consideraciones morales de una forma que el positivismo no puede explicar[21]”. ¿Qué significa “que el positivismo no puede explicar”? ¿A qué se alude cuando se dice discutir “acerca del contenido del derecho”? Si Dworkin se está refiriendo a cuáles normas son o no derecho dentro de un sistema jurídico dado, las discusiones son escasas o nulas, desde el momento en que hay un sistema de fuentes “reconocido”. Si en un sistema jurídico hubiera continuo debate sobre si se debe llamar derecho a la ley que emana del Parlamento y no ha sido anulada por los mecanismos al efecto previstos por el propio sistema, o si se debe llamar derecho, en lugar de eso o además de eso, a las decisiones de los ancianos o a los mandatos de los sacerdotes, no estando reconocidas estas dos instancias como fuentes del derecho, lo que ocurriría es que en esa comunidad no habría propiamente un sistema jurídico, sino varios candidatos a tales, en concurrencia entre sí. En una comunidad social no existe sistema jurídico cuando no hay coincidencia entre sus miembros a la hora de atribuir la condición de derecho a unas u otras normas, provenientes de tales o cuales fuentes.

Sin embargo, si en esa comunidad, o entre los jueces de la misma, lo que se duda y discute es qué quiere decir o implica para el caso tal o cual norma de las que se originan en una fuente del derecho reconocida, estamos hablando de otra cosa, no nos estamos refiriendo a qué norma es o no es jurídica, sino a qué solución es acorde o no con esa norma o con el conjunto de las normas jurídicas originadas en las fuentes reconocidas. Que no haya claridad plena o acuerdo claro sobre el contenido de una norma jurídica no es dato que niegue la regla de reconocimiento o la convencionalidad, el hecho social del reconocimiento de las fuentes, sino que sólo muestra que es cosa distinta el saber qué norma es derecho y cuál no y el saber o establecer qué prescribe una norma jurídica para un caso.

Si Dworkin está hablando de ese segundo aspecto, sus consideraciones no obran contra el positivismo, salvo que al positivismo se le atribuya la siguiente tesis: que todas las normas que son derecho por provenir de las fuentes reconocidas ofrecen para los casos soluciones claras e indubitadas, de modo que hacen inviable o prescindible la discrecionalidad judicial. Pero precisamente una de las razones de la crítica de Dworkin al positivismo se halla en que éste deja sitio a la discrecionalidad judicial en la resolución de los casos cuando surgen dudas interpretativas, entre otras.

Dice Dworkin: “Afirmé que el contenido del derecho no se fija por ningún comportamiento o convención uniforme de los abogados y jueces, este contenido es más bien objeto de controversia entre ellos; cuando los abogados discrepan acerca del derecho defienden algunas veces sus posiciones divergentes y tratan de resolver sus desacuerdos apelando a consideraciones morales; y que cuando el desacuerdo es especialmente profundo estas consideraciones morales pueden incluir juicios acerca de la mejor comprensión del sentido o propósito de la práctica jurídica como un todo[22]”. Cuando los abogados discrepan acerca del derecho no suelen hacerlo, aquí y ahora, porque unos opinen que las resoluciones del consejo de ancianos del país sean derecho y otros piensen que no, sino que todas las discrepancias se basan en un acuerdo previo: que tales normas, por ejemplo, las que resultan bajo la forma de ley del Parlamento, son jurídicas. Una vez “reconocido” así el material jurídico, la discrepancia trata sobre asuntos tales como la relación entre esas normas del sistema, sus interpretaciones, etc. Pero si todo lo que para resolver dichas divergencias sobre las normas jurídicas se invoca es derecho nada más que por esa función complementaria que cumple, también serán jurídicas las leyes de la economía, por ejemplo.

Contra el carácter convencional que el positivismo atribuye al derecho dice Dworkin que “si los jueces discrepan de modo muy básico en torno a los criterios para identificar el derecho válido, entonces no comparten ninguna convención que estipule los criterios para identificar el derecho válido[23]”. Mas los jueces no discrepan “de modo muy básico” sobre los criterios para identificar el derecho válido, pues si lo hicieran, hasta tendrían que debatir entre ellos cuáles en verdad son jueces y cuáles no, ya que son las normas identificadas coincidentemente como válidas las que les otorgan dicha condición jurídica de jueces. Si, al margen de las convenciones constitutivas de lo jurídico -y, consiguientemente de las instituciones jurídicas, como los jueces-, hay normas extrasistemáticas con efecto intrasistemático y que condicionan la validez de las soluciones del sistema por razón de su compatibilidad con aquellas normas extrasistemáticas, cualquiera puede decir que el juez J no es juez porque es un inmoral, o mala persona o deficiente conocedor y aplicador de las normas morales debidas.

En realidad Dworkin no puede estar queriendo negar que en nuestro sistema haya un acuerdo social general en que es ley la norma que emana del Parlamento bajo cierta forma, o que en el derecho norteamericano el precedente judicial de ciertos tribunales vincula a otros tribunales. Lo que él pretende, meramente, es subrayar que la moral, o cierta moral, es la base para que a veces se excepcionen aquella ley o aquellos precedentes, y que, por servir así, se tienen que desprender dos efectos para el sistema jurídico: que esa moral excepcionadora de la aplicación de las normas del sistema jurídico es parte, y parte superior, de ese mismo sistema y que los jueces que por razón de esa moral hacen tales excepciones deciden conforme al sistema jurídico y no contrariamente a él. Y sobre esto habremos de remitirnos a lo ya expuesto aquí anteriormente.

 

6. Sobre el trasfondo práctico y político de un debate aparentemente conceptual

La llamada tesis de la separación, con la que se alude a una de las notas definitorias del positivismo, viene a decir que no hay ninguna conexión conceptual necesaria entre el derecho y la moral. Pero reparemos en cómo expone esta tesis uno de los máximos representantes del iusmoralismo actual, Robert Alexy: “Todas las teorías positivistas sostienen la tesis de la separación. Según ella, el concepto de derecho debe ser definido de forma tal que no incluya ningún elemento moral. La tesis de la separación presupone que no existe ninguna conexión conceptual necesaria entre derecho y moral, entre aquello que ordena el derecho y aquello que exige la moral o entre el derecho que es y el derecho que debe ser”[24].

¿De qué manera puede darse una conexión conceptual necesaria entre cómo algo es y cómo algo debe ser? Una conexión conceptual necesaria es la que existe, por ejemplo, entre padre e hijo, pues no podemos pensar padre sin presuponer hijo, ni hijo sin presuponer padre. Conexión conceptual necesaria hay también entre “esposo” y “esposa” (o esposo y esposo o esposa y esposa, si se está admitido el matrimonio homosexual), mientras no exista el automatrimonio. Conexión conceptual necesaria quiere decir que no puede pensarse una cosa si no es unida a la otra. En cambio, una conexión conceptual contingente es la que se da entre dos conceptos que pueden tanto presentarse unidos o implicados, como no unidos o implicados; por ejemplo, entre “varón” y “rubio”, pues los varones pueden ser rubios o no.

Las conexiones necesarias pueden ser de dos tipos, que denominaremos aquí unidireccionales o bidireccionales. Entre el concepto A y B hay unión necesaria unidireccional cuando B no puede pensarse sin implicar A, pero A sí puede pensarse sin implicar B. En cambio, la conexión es bidireccional cuando A y B se implican mutuamente y ninguno puede pensarse independientemente del otro, sin implicarlo. Tal ocurre entre padre e hijo, o entre esposo y esposa.

Para los iusmoralistas, como Alexy, la conexión conceptual entre moral y derecho es unidireccional, pues todo derecho implica conceptualmente la moral, pero no toda moral implica conceptualmente el derecho. De ahí que, para tales autores, no pueda haber verdadero derecho que no sea acorde con la moral, pero, en cambio, la moral contraria a derecho sigue siendo moral: una norma moral antijurídica no deja de ser una norma plenamente moral.

Es común que los iusmoralistas ilustren esa tesis suya como también acaba haciéndolo Alexy  en el párrafo arriba citado: diciendo que la conexión conceptual necesaria se da entre el derecho que es y el derecho que debe ser. Esa expresión no tiene sentido. Carece de todo sentido un enunciado del tipo siguiente:

“El objeto O, que es como es, no es lo que es si no es como debe ser”.

Hagamos una comparación. Los consejos que una persona da a otra pueden ser acertados o desacertados. Si entendemos que hay una conexión conceptual necesaria entre consejo y acierto, diremos:

“Un consejo desacertado no es un consejo”.

En ese caso tenemos un grave problema expresivo, pues en la propia expresión llamamos “consejo” a lo que decimos que no es un consejo, por ser desacertado. Hablaríamos en sentido impropio si dijéramos, por ejemplo:

“Ese consejo que A ha dado a B es un mal consejo, pues fue desacertado”.

Todo consejo propiamente dicho sería un consejo acertado y, en consecuencia, si llamamos mal consejo al consejo desacertado, no deberíamos usar la expresión “mal consejo”, sino algo así como “emisión con apariencia de consejo pero que no es tal”.

Idénticamente, si hay tal conexión conceptual necesaria entre derecho y moral, no podríamos decir “El sistema jurídico S es un mal sistema jurídico, por inmoral”.

Al mantener que se da aquella conexión conceptual necesaria entre el derecho que es y el derecho que debe ser se habla de modo figurado y sólo tiene sentido pleno la expresión si agregamos lo siguiente: el derecho que debe ser se determina con arreglo a la moral. Por tanto, la diferencia decisiva no es entre el derecho en su estado actual y el derecho mismo en un estado ideal debido, sino entre el derecho que hay ahora y la moral. Es un parámetro exterior al derecho el que determina si el derecho que es es o no derecho. La conexión, entonces, no es conceptual, sino normativa.

No queda más claro el asunto de Alexy cuando se expresa de otra manera: “en la realidad de un sistema jurídico están necesariamente incluidos ideales jurídicos”[25]. Según esto, cuando el derecho que es no se corresponde o no se corresponde por completo con el ideal, no es derecho o lo es deficientemente. Si en el concepto de consejo está incluido un ideal de buen consejo, no podremos decir que es consejo, o lo es del todo, un consejo malo.

¿Cómo debe definirse un concepto, al menos para que esa definición sea útil y no un puro juego con las palabras y las ideas? Supóngase que yo defino el concepto de árbol de forma que entre las propiedades que atribuyo a los árboles se halla la de ser de hoja perenne. Puedo decir que, en mi concepto, los árboles de hoja caduca, como robles o castaños, no son árboles, pues incumplen una de las notas definitorias del concepto de “árbol”. En cambio, un pino sí sería un árbol. ¿Existe alguna instancia desde la que se pueda medir lo apropiado de mi concepto? Sí, el uso lingüístico común, ligado al entendimiento común. Si preguntamos a mil personas, distintas de mí, si un roble es un árbol, nos contestarán que sí lo es. Por tanto, puede afirmarse, con esa base, que mi concepto es erróneo o inapropiado. O que mi sistema conceptual es mío, pero no se corresponde con los conceptos “vigentes”. Por las mismas, puedo defender que no hay más árbol que el que tenga colgadas unas guirnaldas navideñas. Cuando perdemos el “pie a tierra”, las definiciones y los conceptos son libres; y arbitrarios.

Yo puedo tener una idea bien precisa de cómo me gustaría que fueran lo árboles o de cómo deberían ser si el mundo fuera como debe. Por ejemplo, puedo desear que todos los árboles sean de hoja perenne; o con flores rojas. Ese ideal puede ser mi acicate para tratar de convencer a los demás de que planten árboles de esas características y talen los que no las tengan. Pero ese ideal no me autoriza a imponer mi concepto de árbol frente al concepto de árbol socialmente establecido. Podré decir que son árboles feísimos los de hoja caduca o flor azul, pero no que no son árboles. No puedo confundir los árboles que son con los árboles que deberían ser (para mí).

Ahora leamos de nuevo a Alexy:

“En cambio, todas las teorías no positivistas sostienen la tesis de la vinculación. Según ella, el concepto de derecho debe ser definido de manera tal que contenga elementos morales. Ningún no positivista que merezca ser tomado en serio excluye del concepto de derecho los elementos de la legalidad conforme al ordenamiento y de la eficacia social. Lo que lo diferencia de los positivistas es más bien la concepción de que el derecho debe ser definido de forma tal que, a más de estas características que apuntan a hechos, se incluyan también elementos morales”[26].

Habla Alexy de cómo “debe ser definido” el derecho. ¿Cómo deben ser definidos los árboles? Indicamos antes que por referencia al uso y entendimiento socialmente establecidos. Si en una sociedad dada se considera que derecho son las normas que presentan ciertos atributos formales y entre las propiedades que en esa sociedad se ligan al concepto de derecho no está la de que sus normas sean conformes con la moral, ¿debe seguir en esa sociedad definiéndose derecho “de manera tal que contenga elementos morales”? Al identificar el derecho que es con el derecho que debe ser, la concepción del segundo suplanta al concepto del primero: no hay más derecho que el derecho que debe ser, igual que no hay más árbol que el de hoja perenne o flor roja. ¿Tiene sentido y utilidad jugar así con los conceptos?

El sentido de esas manipulaciones de los conceptos es puramente pragmático e instrumental. Primero veámoslo con el ejemplo de los árboles. Pongamos una sociedad en la que los árboles se consideraran divinidades, por lo que estaría vigente una prohibición de talarlos. Quien reconceptualiza “árbol” estará perdiendo el tiempo con divertimentos perfectamente estériles y arbitrarios, salvo que lo mueva un propósito que pueda llegar a tener éxito: si convence a los demás miembros de esa sociedad (o a un gran número) de que los robles no son árboles porque se les caen las hojas en otoño, habrá logrado seguramente que se puedan talar robles y demás árboles de hoja caduca. Es el objetivo de alterar la norma y su aplicación lo que explica la desfiguración del concepto. Una vez que los taladores de robles y castaños hayan sido convencidos de que no es pecado cortarlos, se convertirán en guardianes del nuevo concepto y ni llamarán árboles a esos árboles ni permitirán que los demás así los denominen. A medio plazo, puede haberse modificado el concepto. Pero no para llegar a uno más apropiado o menos, pues si la referencia es el uso y el entendimiento social, no existen parámetros externos o ajenos a ese uso que sirvan para medir la calidad de los conceptos. Dicha alteración se deberá a una transformación social buscada por quien manipuló para ese fin los conceptos.

Con el derecho y su concepto para los iusmoralistas ocurre algo bien similar. Lo que Alexy y los iusmoralistas en general persiguen es que los tribunales de derecho no apliquen ciertas normas, aunque sean derecho positivo, y sí apliquen otras, aunque no lo sean. Para ello dicen que no son jurídicas las normas “jurídicas” que contravengan la moral y que sí son jurídicas, aunque no estén como derecho positivadas, otras normas que son antes que nada morales[27]. El mejor indicio de que detrás de esos manejos conceptuales hay una pretensión política es el siguiente: nunca, que yo sepa, se ha visto un iusmoralista que haga de modo expreso y claro un razonamiento como el que sigue:

“Yo, moralmente, desde mi sistema de normas morales, apruebo el contenido de la norma jurídica N, pero creo que N no es verdadero y pleno derecho a tenor de la moral mejor o la moral verdadera, que resulta que no es la mía”.

O como este otro:

“Yo, moralmente, desde mi sistema de normas morales, rechazo por inmoral el contenido de la norma jurídica N, pero considero que N es verdadera y plena norma jurídica porque está de acuerdo con la moral mejor o la moral verdadera, que es distinta de la mía”.

Cuando el iusmoralista dice moral, no dice la moral de otros, no dice moral distinta de la suya, elevada a moral racional o verdadera, sea como moral de mínimos o de máximos. La unión conceptual necesaria entre derecho y moral se torna unión pragmática entre derecho y moral propia. El positivista, en cambio, no llama derecho a su moral, sino a lo que la gente considera derecho.


  • § Publicado en: Andrés Ollero, Juan Antonio García Amado, Cristina Hermisa del Llano, Derecho y moral: una relación desnaturalizada, Madrid: Fundacion Coloquio Jurídico Europeo, 2012, pp. 163-264. ISBN: 978-84-615-9505-1

* Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de León (España). Este trabajo se encuadra en el proyecto de investigación DER2010-19897-C02-01, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Este trabajo se ha publicado en español en : A. Ollero, J.A. García Amado, C. Hermida del Llano, Derecho y moral: una relación desnaturalizada, Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2012, pp. 163-264.

[1] En palabras de Gardner, se trata de la tesis nuclear del positivismo: “In any legal system, whether a given norm is legally valid, and hence whether it forms part of the law of that system, depends on its sources, not its merits” (John Gardner, “Legal Positivism”, en Aileen Kavanagh, John Oberdiek (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 153).

No se pierda de vista un matiz importante respecto de las que acabamos de llamar condiciones sustanciales: como dice Gardner, “The validity of legal norms can depend on their content so long as it does not depend on the merits of their content” (ibid., p. 158).

[2] Hablamos aquí de fuentes en el sentido en que, entre tantos, ya lo hiciera Bobbio hace décadas: “son fuentes del Derecho los hechos o los actos a los que un determinado Ordenamiento jurídico atribuye idoneidad o capacidad para la producción de normas jurídicas. (Decimos hechos o actos según si se prescinde o se incluye el elemento subjetivo –conocimiento y voluntad-, propio del obrar humano, en los fenómenos a que el Derecho se refiere; con respecto a los hechos decimos idoneidad con respecto a los actos decimos capacidad)” (Norberto Bobbio, El positivismo jurídico, Madrid, Debate, 1993, trad. de R. de Asís y A. Greppi, p. 169). Añade: “La importancia del problema de las fuentes del Derecho consiste en que con él se puede determinar la pertenencia de las normas que encontramos en la práctica cotidiana a un Ordenamiento jurídico: esas normas pertenecerán o no a un Ordenamiento según deriven o no de aquellos hechos o de aquellos actos a los que el propio ordenamiento atribuye la producción de sus normas” (ibid., p. 169). “Por otra parte, los Ordenamientos jurídicos que han alcanzado una cierta complejidad y madurez, como los modernos, establecen por sí mismos las fuentes del Derecho, lo que significa que establecen por sí mismos los criterios de validez de sus propias normas” (ibid., p. 170).

[3] “Cabe distinguir entre dos tipos de exigencias morales que pueden estar en una relación necesaria con el sistema jurídico: formales y materiales. Un ejemplo de una teoría que sostiene una conexión necesaria entre criterios morales formales y el sistema jurídico es la de Fuller sobre la moralidad interna del derecho (internal morality of law). Aquí incluye Fuller los principios del Estado de derecho (legality) tales como la generalidad de la ley (generality of law), la publicidad (promulgation) y la prohibición de la retroactividad (retroactive laws). En cambio, se trata de la conexión entre criterios morales materiales y el sistema jurídico cuando Otfried Höffe afirma que sistemas normativos que no satisfacen determinados criterios fundamentales de la justicia no son órdenes jurídicos” (Robert Alexy, El concepto y la validez del derecho, Barcelona, Gedisa, 1997, trad. de Jorge M. Seña, pp. 37-38).

[4] En palabras de Alexander Somek, “Morality is not a necessary condition of legal validity. The separability thesis extends to other modes of evaluating norms on their merits, for example, on grounds of either economic efficiency or comprehensibility. Inefficient norms are just as legally valid as regulations that are too complex to make any sense” (Alexander Somek, “The Spirit of Legal Positivism”, German Law Journal, vol. 12, nº 2, 2011, p. 733). Similarmente, Jon Gardner: “Legal positivists line up equally against views according to which the validity of law depends upon, for example, its economic or aesthetic merits” (John Gardner, “Legal Positivism”, cit., p. 168).

[5] Resulta de lo más tentador reproducir aquí la clasificación propuesta por Ulises Schmill (“El positivismo jurídico”, en Ernesto Garzón Valdés, Francisco J. Laporta (eds.), El derecho y la justicia, Madrid, Trotta, 1996, p. 74). Dice:

“Si consideramos la posición que, pragmáticamente puede asumirse con respecto a las relaciones posibles entre un conjunto personal de principios o máximas personales y un orden de normas válido preexistente, podemos encontrar, en general, que estas relaciones tipifican posturas que han sido asumidas en el ámbito de la política:

1) considerar el orden personal de normas como idéntico al orden normativo preexistente; es la consideración que haría un conservador optimista.

2) considerar el oren personal de normas existiendo independientemente del orden normativo preexistente; es la consideración que haría un pluralista democrático.

3) considerar el orden personal de normas como supraordenado al orden normativo preexistente, el cual deriva su validez de aquél; es la consideración del autoritarismo.

4) considerar que el orden personal de normas está supraordenado al orden normativo preexistente y lo deroga en caso de contradicción entre ellos; es el caso del autoritarismo intolerante”.

[6] La tesis del carácter convencional del derecho se llama también tesis del carácter social del derecho y, en cuanto elemento nuclear del positivismo jurídico, Raz, entre tantos, la describe así: “In the most general terms the positivist social thesis is that what is law and what is not is a matter of social facts”, y tal tesis expresa “the view that the law is posited, is made law by the activities of human beings” (Joseph Raz, “Legal Positivism and the Sources of Law”, en Aileen Kavanagh, John Oberdiek (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 117).

[7] De ahí que explique Gardner que el positivismo, con su la tesis de que la validez de las normas jurídicas es independiente de su mérito, no da ninguna indicación sobre lo que una persona debe hacer en cada ocasión, por lo dicha tesis es “normatively inert”. “By itself it does not point in favor of or against doing anything at all. I don´t just mean that it provides no moral guidance. It provides no legal guidance either. It merely states one feature that all legal guidance necessarily has, viz. that if valid qua legal it is valid in virtue of its sources, not its merits” (John Gardner, “Legal Positivism”, cit., p. 155).

[8] O defender el activismo judicial. “One could equally be a legal positivist enthusiast for judges to be the main lawmakers” (John Gardner, “Legal Positivism”, cit., p. 161).

[9] Cfr. García Amado, J.A., “Sobre la derrotabilidad de las normas jurídicas”, en: Pablo R. Bonorino (ed.), Teoría del Derecho y decisión judicial, Madrid, Bubok, 2010, pp. 179ss.

[10] Veamos la presentación general que hace Waluchow, uno de los autores canónicos y que sintetizan mejor esa postura: “En los últimos años ha surgido una controversia en las líneas del positivismo sobre la posibilidad de una conexión particular entre el derecho y la moral que algunos positivistas reconocidos aceptan como posible e incluso característica de los sistemas jurídicos modernos, pero que otros rechazan por considerarla inconsistente con la naturaleza misma del derecho Filósofos como Jules COLEMAN, John MACKIE y David LYONS han sugerido que entre las conexiones concebibles entre el derecho y la moral que un positivista podría aceptar está el hecho de que la identificación de una regla como válida dentro de un sistema jurídico, así como el discernimiento del contenido de una regla o el modo en que influye en un caso jurídico, pueden depender de factores morales. En esta concepción, que hemos llamado positivismo jurídico incluyente, los valores y principios morales cuentan entre los posibles fundamentos que un sistema jurídico podría aceptar para determinar la existencia y contenido de las leyes válidas. Como ejemplo, podría considerarse la posibilidad de que la(s) regla(s) de reconocimiento de un sistema jurídico contenga(n), tests o criterios explícitamente morales para la validez de legislación emanada del Congreso o el Parlamento. Si es posible que la regla de reconocimiento contenga criterios tales, entonces la validez de una ley podría, en alguna ocasión, no estar determinada sólo por su linaje, esto es, por el hecho y modo de adopción” (Wilfrid J. Waluchow, Positivismo jurídico incluyente, Madrid, Marcial Pons, 2007, trad. e M.S. Gil y R. Tesone, revisada por H. Zuleta, p. 97).

Para un primer acercamiento a los debates entre positivistas jurídicos incluyentes y excluyentes puede servir, en castellano, Juan B. Etcheverry, Pedro Serna (eds.), El caballo de Troya el positivismo jurídico. Estudios críticos sobre el Inclusive Legal Positivism (Granada, Comares, 2010), comenzando por el breve y clara “Presentación” (pp. 1ss.). Siempre recomendable, también en castellano, Rafael Escudero Alday, Los calificativos del positivismo jurídico: el debate sobre la incorporación de la moral, Madrid, Civitas, 2004.

[11] Cfr. Rafael Escudero Alday, Los calificativos del positivismo jurídico, cit., pp. 252-254.

[12] No se eche en saco roto que hasta alguno de los iniciadores del positivismo inclusivo lo defiende ahora prescindiendo (o queriendo prescindir) de la regla de reconocimiento, como es el caso de Coleman. Vid. Jules L. Coleman, “Beyond Inclusive Legal Positivism”, en Ratio Iuris, vol. 22, nº 3, 2009, pp. 380ss.

[13] Frente a la “moralización” de la regla de reconocimiento que Coleman explica como posible, sagazmente observa Dworkin que eso entra en contradicción con la tesis positivista de la convencionalidad de todo derecho, que Coleman trata de mantener bajo la forma de positivismo inclusivo (Cfr. R. Dworkin, Justice in Robes, Cambidge (Massachusetts)/London, The Belknap Press of Harvard University Press, 2006, p. 198; en la traducción española, La justicia con toga, Madrid, Marcial Pons, 2007, trad. de Marisa Iglesias Vila e Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno, p. 216). Una crítica radical y muy fundada de cómo la noción de regla de reconocimiento es incompatible con la posible presencia en ella de pautas sustanciales controvertidas, tal como Coleman pretende, puede leerse en Alexander Somek, “The Spirit of Legal Positivism”, cit., pp. 738ss.

[14] Dicha confusión es palmaria en Waluchow. Así, cuando indica, por ejemplo, que la cláusula del debido proceso del Acta de Derechos (Bill of Rights) puede verse como parte de la regla de reconocimiento (Wilfried M. Waluchow, Positivismo jurídico incluyente, cit., p. 97. La repetición de tales confusiones puede verse también en ibid., pp. 117, 127, 129-131. Elementales y muy convenientes aclaraciones sobre la imposibilidad de identificar regla de reconocimiento y constitución pueden verse en Claudio Luzzati, Questo non è un manuale. Percorsi di filosofia del diritto: 1, Torino, Giappichelli, 2010, pp. 122ss.

[15] Un nuevo ejemplo de las confusiones. No al exponer sus tesis propias, sino al glosar los orígenes del soft positivism en el Postscript de Hart, dice Escudero Alday: “Entonces, de lo dicho se desprende la posibilidad, recogida expresamente por el propio Hart, de que la conformidad con principios o valores morales sea un requisito a cumplir por toda norma que pretenda ser jurídica. Así por ejemplo, nada obsta para que la consonancia con el principio del respeto a la dignidad humana sea, como efectivamente sucede en algunos sistemas jurídicos, un requisito de validez normativa” (Rafael Escudero Alday, Los calificativos del positivismo jurídico, cit., p. 56). Y en nota al pie aclara: “Así sucedería, en el caso de que se asuma la argumentación expuesta en el texto, en el sistema jurídico español, donde se reconoce tal principio en el art. 10.1 de su Constitución” (ibid., p. 56, nota 23). La confusión -no de Escudero, sino de los autores que glosa- entre regla de reconocimiento y constitución es estridente, grosera casi. Lo que la norma de reconocimiento nos explica es por qué es derecho lo contenido en la constitución, incluidas las condiciones de validez –formales o sustanciales- ahí puestas para las normas infraconstitucionales. El art. 10.1 de la Constitución Española es parte de la Constitución, sí, pero no un elemento de la regla de reconocimiento del sistema jurídico español. Lo que sucede es que tanto los iusmoralistas (diciéndolo), como los positivistas inclusivos (sin decirlo), cambian la regla de reconocimiento por condiciones morales de validez del derecho, condiciones morales que, además, son independientes del hecho social del reconocimiento. Para ellos, el derecho vale por ser moral su contenido (o no fuertemente inmoral), y el fundamento último del sistema, de su juridicidad, no está en un dato fáctico, como es la regla de reconocimiento, sino en uno directamente normativo: en las reglas del sistema que aluden a los que, en opinión de tales autores, son supremos valores morales de cualquier sistema jurídico de verdad. En cuanto concepto explicativo, al menos para una concepción positivista y no metafísica del derecho, la regla de reconocimiento es primero colonizada, luego transformada desde dentro y, finalmente, desechada por las contradicciones en ella así inducidas.

[16] En tal sentido y muy agudamente, Rafael Escudero Alday, Los calificativos del positivismo jurídico, cit., pp. 74ss.

[17] Vid. Joseph Raz, “Legal Positivism and the Sources of Law”, cit., pp. 124-125.

[18] Vid., en un sentido en cierto modo similar, Scott J. Shapiro, “Was Inclusive Legal Positivism Founded on a Mistake?”, en Ratio Iuris, vol. 33, nº 3, 2009, p. 334 y anteriores.

[19]  En la abundantísima bibliografía sobre la hartiana regla de reconocimiento también se discute sobre si dicha regla tiene carácter convencional o es otro tipo de pauta social. No entramos aquí en tales pormenores. Sobre el tema véase, últimamente, Adrei Marmor, Social Conventions. From Language to Law, Princenton/Oxford, Princeton University Press, 2009, pp. 155ss.

[20] Vid. Jules L. Coleman, “Negative and Positive Positivism”, en Aileen Kavanagh, John Oberdiek (eds.), Arguing About Law, Londres y Nueva York, Routledge, 2009, p. 113.

[21] R. Dworkin, La justicia con toga, cit., p. 205.

[22] Ibid., p. 207.

[23] Ibid., p. 215.

[24] Robert Alexy, El concepto y la validez del derecho, cit. p. 13. En realidad, la traducción de este fragmento es incompleta, pues en el original alemán, de 1992, se dice algo más: “Alle positivistischen Theorien vertreten die Trennungsthese. Diese sagt, dass der Begriff des Rechts so zu definieren ist, dass er keine moralischen Elemente einschliesst. Die Trennungsthese setzt voraus, dass es keinen begrifflich notwendigen Zusammenhang zwischen dem, was das Recht gebietet, und dem, was die Gerechtigkeit fordert, oder zwischen dem Recht, wie es ist, und dem Recht, wie es sein soll” (Robert Alexy, Begriff und Geltung des Rechts, Freibuurg/München, Karl Alber, 1992, p. 15). Hacemos la traducción complete desde el último punto, subrayando lo que en la traducción original falta: “La tesis de la separación presupone que no existe ninguna conexión conceptual necesaria entre derecho y moral, entre lo que el derecho prescribe y lo que la justicia exige, o entre el derecho tal como es y el derecho tal como debe ser”.

[25] Robert Alexy, El concepto y la validez del derecho, cit., p. 32.

[26] Ibid., p. 14.

[27] En tal sentido, Raz: “To impose independent conditions on the identity of law will inevitably mean either that not all the rules forming a part of the social institution of the relevant type are law or that some rules which are not part of such institution are law. Either way ´law` will no longer designate a social institution” (Joseph Raz, “Legal Positivism and the Sources of Law”, cit., pp. 121-122).

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