LITERATURA COMO PRETEXTO.
SOBRE LIBERTAD, COACCION Y JUSTICIA*
Juan A. García Amado
Es lugar común afirmar, a menudo no sin razón, que la filosofía del derecho se cultiva con demasiada frecuencia en un limbo conceptual desconectado de la vida real y de los problemas prácticos. Escasean en los trabajos de la materia, al menos en nuestro país o, más ampliamente, en la tradicción continental sobre el asunto, las referencias legales y jurisprudenciales, como si el filósofo del derecho tuviera a gala no mancharse las manos con las cuestiones que ocupan al jurista ordinario y al ciudadano de a pie. Un buen expediente para evadirse a estratosferas más puras donde la razón pretende expresarse incontaminada del mundanal ruido. El iusfilósofo parece huir por derroteros que más parecen literarios, cultivando una versión del arte por el arte que abomina de la política y hasta de la ciencia social. Pero con ese proceder no sólo se deja de lado el único material con el que se puede contrastar la validez u operatividad de toda tesis que no quiera ser enteramente gratuita o irrelevante; se desconoce también que, puestos a hacer literatura, existen obras literarias en las que los problemas iusfilosóficos se manifiestan e imponen con la fuerza y el rigor que a veces falta a nuestras especulaciones. De ahí que no esté de más que, puestos a abrir nuestras doctrinas a la práctica y a la vida, nos fijemos también en los fragmentos de realidad que en la literatura, la buena, se recrean.
Contamos ya con excelente ejemplos de análisis de los problemas jurídicos y iusfilosóficos planteados por la creación literaria. Baste pensar en las obras de Weisberg, Posner o Peter Schneider[1]. Lo que en este trabajo pretendo es, siguiendo de algún modo esos ejemplos, utilizar una novela reciente como vehículo y referencia para tocar algunos de los problemas que el derecho penal y la actividad sancionadora del Estado plantean a la reflexión iusfilosófica de nuestros días.
La obra en cuestión es de Henrik Stangerup y lleva por título, El hombre que quería ser culpable[2]. El protagonista, Torben, es un danés, antiguo escritor de dos novelas de éxito que vivió la efervescencia de los acontecimientos del 68 y se sintió, junto con su esposa, comprometido en aquellas inquietudes y afanes renovadores. Sin embargo, la sociedad en la que vive, en una Dinamarca de trazos a medias realistas y fantásticos, se encuentra considerablemente alejada de aquellos ideales, razón que se insinúa como causa principal de la crisis literaria y vital del protagonista. Un Estado poderoso y omniabarcador vela por el bienestar y la felicidad de los súbditos a través de todo tipo de medidas tendentes a preservar la sensación de solidaridad social y bienestar individual. Se trata de crear el ser humano del futuro, esencialmente comprometido con la felicidad general y partícipe en la lucha por el bienestar común. Los comportamientos y actitudes que se quiere eliminar son los de aquellos que se embarcan en crisis individuales, los de quienes padecen algún tipo de patología que les lleva a sentir su identidad como dramáticamente individual, su vida como mónada que han de cultivar y gobernar por sí mismos y angustiadamente. De ahí que literaturas de corte existencial, como la practicada por el protagonista, no se editen y, además, se expurguen incluso los cuentos de Andersen para que los niños no reciban modelos de conducta asociales, individualistas o de lucha personal por la vida. El propio personaje gana su sustento trabajando en un instituto estatal de depuración del idioma, encargado de eliminar del acervo lingüístico palabras con resonancia negativa, como “vejez”, y sustituirlas por otras que posean para sus destinatarios una carga positiva.
Toda la sociedad se encuentra controlada y dirigida por una tropa de “ayudantes” que velan por el mantenimiento de los comportamientos solidarios y generosos y que tratan de reconducir, mediante todo tipo de medidas y terapias amables, cualquier comportamiento asocial o vivencialmente dramático. El protagonista se ve forzado a asistir, junto con su esposa, a las reuniones periódicas del CA (Control de Agresividad), si bien lo hacen con la actitud del resistente interior que no acepta los principios alienadores de tal terapia y que se pliega únicamente para no perder la custodia de su hijo, primera medida, la de perder sus hijos o no ser autorizado para tenerlos, que se toma con quienes no acatan los principios de la socialidad que el Estado fomenta. Pero la acción de la novela se desencadena la noche en que Torben descubre indicios de que su mujer ha comenzado a aceptar los principios difundidos en las reuniones de CA y se muestra de acuerdo con ciertos programas estatales de formación del ciudadano del futuro. Es en ese momento cuando, bajo los efectos de la agresividad acumulada y el alcohol, el protagonista mata brutalmente a su mujer.
Desde ese momento espera ser castigado en la medida correspondiente a su culpa y a la brutalidad de su acción, pero se encuentra con que, tras una serie de pruebas psicológicas, se le devuelve a la vida en sociedad, bajo el argumento de que no tiene sentido en una sociedad solidaria y orgánicamente trabada, donde cada acto no es expresión de una personalidad libre sino de la concatenación causal de las interacciones colectivas, hablar de culpa o de responsabilidad individual. Su acto habría sido un mero accidente, un elemento del entramado de causas y efectos en el que él también habría sido más protagonista pasivo que activo. No hay, por tanto, castigo, sanción penal para su acción. Hay únicamente toda una serie de medidas destinadas a reconducir su implantación social y a prevenir cualquier influencia perniciosa por su parte sobre la salud del grupo. Así, por ejemplo, le quitan todo contacto con su hijo y todo objeto que le pueda recordar a su mujer y hacer surgir en él cualquier dañino sentimiento de culpa o responsabilidad. A partir de ahí toda la novela transcurre como ilustración de su lucha por afirmar el carácter criminal y libre de su acción contra su mujer y su derecho a ser castigado por tal conducta. Sólo el castigo puede salvar su libertad, mostrarle que fue dueño de sus opciones y de su biografía, rescatarle de la anulación de su personalidad individual en el seno de una comunidad que busca la perfección para sus miembros a costa de anularlos en su identidad.
Toda la novela está atravesada por la tensión, tan actual también en los debates de filosofía jurídico y política, entre individuo y comunidad y entre fines individuales y comunitarios, y se dibuja un Estado que “ponía el llamado bien común por encima de la felicidad individual y golpeaba con dureza a todos los que se apartaban, por poco que fuese, de las normas aceptadas” (138). El propio protagonista se siente corresponsable de una lucha en pro de un ideal social que descuidaba la libertad individual en aras de la utopía, si bien el Estado bajo el que padece se le presenta como una realización espuria y perversa, en clave tecnocrática, de sus revolucionarios afanes juveniles. Él mismo recuerda, como sus mejores momentos junto a su mujer, aquellos tiempos en que “renunciaron a la pesadilla de la perfección humana y volvieron a saber lo que significaba ser libres” (30).
Pero lo que esta obra puede iluminar con particular brillantez es la polémica teórica acerca de los límites de la responsabilidad penal y acerca de la justificación del castigo jurídico. Sabido es cómo ya en tiempos de la Ilustración[3] se polemiza sobre si el castigo penal se justifica como retribución por el mal deliberadamente ocasionado o como prevención social para que en el futuro tales actos negativos no se repitan. Pero subyace en todo caso una idea de responsabilidad individual y de gobierno libre del sujeto sobre sus propias acciones. La sanción penal es el contrapunto de la libertad y se explica, bien como consecuencia a que esa misma libertad se hace acreedora por no escuchar la voz de la razón, legisladora del bien moral y social, bien como reconducción, que no supresión, de esa libertad por parte de una sociedad que tiene que defender los fundamentos de su convivencia. No es tanto, o no es sólo el debate ilustrado y actual entre retribucionistas y utilitaristas lo que en esta novela se representa, como la discusión, más actual, entre una política penal preventiva, basada en medidas de seguridad y actuaciones administrativas[4], y el mantenimiento de los esquemas penales clásicos de sanción como consecuencia del delito culpable e imputable al sujeto. Se trata de la alternativa, respectivamente, entre un Estado que se anticipa al mal y corta sus mismas condiciones de posibilidad, actuando sobre las condiciones y circunstancias de los sujetos, y un Estado que reacciona ante el mal acontecido mediante una sanción que corre paralela a la índole del acto y, todo lo más, al juicio social que merece, antes que a cualquier otra consideración de utilidad general. Pero la polémica con el utilitarismo no puede desaparecer del trasfondo, pues cuando lo que se busca es la utilidad general sin paliativo, ideas como la de culpabilidad o merecimiento son más un obstáculo que un útil conveniente.
La tesis de la novela vendría a ser que allí donde el individuo es tratado constantemente como menor o incapaz por un Estado que reglamente todos sus actos, con la mirada puesta en la consecución de un ideal de sociedad perfecta, y teje para él una red total de medidas de seguridad y controles administrativos, la idea de culpabilidad y de delito se hace superflua[5], y, con ello, la de sanción penal.
Así, cuando, por ejemplo, se aisla al individuo o se lo limita en sus expresiones y movimientos como medida profiláctica debida a su modo de ser, y antes aún de que tal modo de ser pueda expresarse siquiera en comportamientos delictivos, ya no es preciso castigarlo por sus actos ni entender que tiene sentido la idea de que él es responsable de ellos. Si la sociedad lo es todo y desde ella se explica cada uno de nuestros comportamientos[6], es esa misma sociedad la que ha de cargar con la dirección y prevención de esos comportamientos, la que artificialmente ha de crear las situaciones y circunstancias que determinen a cada sujeto a moverse en el sentido buscado. Y cuando algún individuo se sale del papel marcado en la sociedad que se quiere perfecta, es ésta la que ha fallado, es un accidente de integración o programación social. De otro modo, si se reconoce a cada uno dueño de su identidad y responsable de sus actos ¿cómo construir tecnocráticamente, científicamente, la sociedad que se desea[7]? Libertad y resonsabilidad individuales parecen asi incompatibles con planificación social organizada y equivalen a abandonar la idea de una construcción social dirigida, en aras de una evolución social incierta, bajo el albur del uso generalizado de una libertad sin gobierno ni meta segura ni adivinable.
Bajo esta óptica podemos acercarnos a los conocidos hitos del debate sobre la justificación de la pena. Aun cuando no pretendo aquí pronunciarme sobre el fondo del debate teórico entre utilitaristas y retribucionistas, cobran, desde el argumento de nuestra novela, una más fácil comprensión las razones retribucionistas de Kant o la conexión que Hegel establece entre castigo penal y dignidad humana del delincuente[8]. En ambos la defensa de la conexión esencial entre conducta y libertad individual ocupa el primer plano, de manera que la pena se debe entender como tributo o retribución[9] de esa libertad, en cuanto mal utilizada, pero libertad al fin y al cabo. De otro modo, cuando el derecho no reacciona sancionando con su actuación la libertad, sino que se adelanta al ejercicio de ésta para, al condicionarla, suprimirla (mediante la persuasión, la manipulación, etc.), estamos ante un sistema jurídico que no realizaría ya aquella función primordial que Kant le asigna como garante último de la libertad y al servicio del hombre como fin en sí mismo[10], libertad que puede ser reprimida únicamente a efectos de compatibilizarla con la de los demás, pero que, pese a ello o precisamente por ello, permanece como razón de ser de lo jurídico. De no ser así, para no respetarse como bien primario la libertad, como libertad incluso para obrar el mal, es decir, cuando importa más el grupo que el individuo y los comportamientos se califican antes por su relevancia para el grupo que por su proveniencia de una conciencia moral individual y libre, el derecho puede fácilmente ser sustituido por medios más eficaces de control social, como nos muestra la novela en cuestión, pero también la triste experiencia de nuestro siglo: psiquiatras, “educadores”, etc.[11].
Por todo ello siguen sonando en nuestros días las voces de teóricos que combaten en nombre de la libertad y dignidad humanas cualquier extensión del poder del Estado por la vía de las medidas de seguridad o las sanciones preventivas, asociadas a la idea de disuasión como función primordial de la pena. Sus palabras tienen un eco especial sobre el trasfondo de la novela de que partimos. Tal ocurre cuando Duff afirma que “un delincuente sano tiene un derecho a ser castigado: un derecho a ser castigado en lugar de sujeto a cualquier tipo de tratamiento manipulativo o preventivo que no le contemplaría como un agente racional; y un derecho a ser castigado en lugar de ser ignorado o repudiado, pues su castigo expresa una adecuada respuesta a su delito, en cuanto mal realizado por un agente moral responsable y un adecuado intento en favor de su bienestar como miembro de la comunidad”[12]. Tal es también el caso de Agnes Heller cuando defiende el principio retributivo[13] y afirma que “las sanciones preventivas que tienen intención de disuadir son las formas de castigo en situaciones en las que no hay nada que castigar. No son los delitos cometidos, sino los esperados, el objeto de este principio. Las sociedades totalitarias -añade- operan con el principio de disuasión”[14]. Un planteamiento similar puede verse asímismo en D’Agostino, si bien desde postulados de fondo bien distintos, y parece estar hablando de Torben, el protagonista de la narración, cuando dice que la pena justa y conforme a derecho “no es la liquidación del reo o de sus posibilidades de acción (criminal)…, sino que es siempre, incluso en su aspecto estrictamente aflictivo, justa consideración de su identidad humana y del respeto que en cualquier caso le es debido”[15]. De ahí que, para este autor, el retribucionismo no signifique venganza ni crueldad, y de ahí también que lo que quepa reprochar a posturas antirretribucionistas no sea, ni mucho menos, la insistencia en la humanización de las penas, sino el riesgo de que, al subordinar la pena a otros fines contingentes y distintos de la persona del delincuente, “se salga de la lógica jurídica de la pena, sustituyéndola con otras perspectivas de gestión social del fenómeno criminal”[16]. Y, por último, no podemos dejar de mencionar a Morris, quien, en defensa del retribucionismo frente a medidas preventivas y terapéuticas, de base utilitarista, traza un cuadro comparativo de una sociedad regida consecuentemente por estas últimas en detrimento de la pena basada en la retribución de la culpabilidad, cuadro que se corresponde casi exactamente con el que nos pinta la novela que analizamos y que le lleva a afirmar el derecho de cada persona que delinque al castigo, entendiendo que lo que ese derecho implica es el derecho a un sistema de castigos, es decir, a un sistema jurídico-penal, como alternativa a la arbitrariedad o la manipulación terapéutica[17].
Con esto llegamos a otro tema fundamental para la teoría y la filosofía jurídicas, como es el de la relación entre sanción jurídica y libertad, o, en términos kelsenianos y kantianos, entre causalidad de nuestras conductas e imputación de sanciones por nuestra responsabilidad jurídica. Sabido es el desdoblamiento de lo humano que realiza Kant para salvar nuestra condición de sujetos morales compatibilizándola con la causalidad a la que en cuanto seres empíricos estamos atados. La presencia en nuestra conciencia del deber moral como dato a priori es al tiempo testimonio y garantía de nuestra capacidad, en tanto que seres inteligibles, para decidir atenernos o no, libremente, al deber que se nos muestra como moral, más allá de toda explicación determinística de nuestro comportamiento en tanto que seres empíricos[18] .
Y conocido es también como esa misma disyuntiva entre determinismo y libertad, entre las explicaciones empírica y normativa de la acción humana, se presenta igualmente en Kelsen, si bien en su caso por referencia a las normas jurídicas. No es en este caso la presuposición de la libertad implícita en la presencia del deber moral en nuestra conciencia lo que interesa a Kelsen directamente[19], sino el dato de que la estructura ontológica misma de las normas jurídicas, que imputan una sanción a la hipotética realización de una determinada conducta, presupone igualmente la libertad del sujeto jurídico para optar entre someterse al dictado de la norma o hacerse acreedor de la sanción. Piénsese que Kelsen escribe con conocimiento ya de teorías psicológicas, como la freudiana, que se pueden entender en clave determinística, de modo que la responsabilidad individual o libre gobierno de los propios actos se disuelve en una red de influencias y pulsiones socialmente inducidas que hacen aparecer las conductas como fruto de la necesidad causal más que de la libre elección[20].
Pero Kelsen va a proceder aquí mediante lo que en otro lugar he calificado como una ficción epistemológica con propósitos morales y políticos[21]. Por mucho que la ciencia social o psicológica pueda mostrarnos al ser humano como empíricamente determinado hasta en sus más mínimos actos, es constitutivo de las normas jurídicas y de su misma condición de posibilidad el presuponerlo libre. Pero este presupuesto no es antropológico u ontológico, sino epistemológico y, tal vez, de modo mediato, ético: para que el derecho sea posible, incluso en aquella kantiana función de garante de la libertad, ha de verse como dando por sentada una libertad que es un requisito funcional o condición práctica de posibilidad del derecho mismo y que sólo a través de ese derecho que la presupone puede hacerse real y efectiva en la vida social. Para el derecho la conducta humana se verá, por principio y como regla general, como producto de la libertad y como base por tanto de la responsabilidad jurídica. La sanción jurídica tiene sentido únicamente en cuanto se imputa a un individuo del que se presupone que pudo actuar de modo distinto a como lo hizo. Como dice el propio Kelsen
“no es la libertad, es decir, la no determinación causal de la voluntad, la que hace posible la imputación, sino justamente al revés: es la determinabilidad de la voluntad la que la posibilita. El hombre no es objeto de imputación por ser libre, sino que el hombre es libre porque es objeto de imputación. Imputación y libertad se encuentran, de hecho, esencialmente entrelazados. Pero esa libertad no puede excluir la causalidad, y, en realidad, no lo hace. Si la afirmación de que el hombre, como personalidad moral o jurídica es libre, ha de tener algún sentido posible, esa libertad moral o jurídica ha de poder conciliarse con la determinación por leyes causales de su conducta. El hombre es libre, en razón y en tanto y en cuanto a una determinada conducta humana, como condición, puede imputarse un premio, una penitencia o una sanción penal; no porque esa conducta no se encuentre causalmente determinadaa, sino aunque esté causalmente determinada; más, por estar causalmente determinada”[22].
La norma jurídica se introduce en la cadena misma de las causas del actuar y se somete a sus determinantes “naturales” últimos, pero abriendo siempre la posibilidad dual de que, bajo los resortes empíricos que se quiera, el sujeto opte entre el acatamiento o la vulneración, con el consiguiente riesgo de sufrir una penalidad como sanción[23].
De tal manera el derecho aparece en Kelsen como más aún que mero garante de una libertad kantiana, libertad que en tiempos de Kant apenas había sido cuestionada aún por la ciencia, únicamente por ciertos debates religiosos[24] que terminaban, bajo la óptica protestante de Kant, por garantizar una efectiva libertad en el reino terrenal ante la imposibilidad humana para conocer con certeza los designios de la divina predestinación. Pero en Kelsen, el derecho, al presuponer la libertad, la constituye de alguna manera. El ámbito jurídico es aquel en que los individuos son constitutivamente libres aún a costa o a pesar de los diagnósticos deterministas de la ciencia empírica. Y ahí estriba una de las más hondas paradojas del derecho moderno: ese derecho que castiga y reprime, da por sentada y garantiza la libertad última de elección mejor que cualesquiera otras medidas de un Estado que quiera encarrilar las conductas operando sobre sus mecanismos motivadores y limitando las opciones comportamentales efectivas mediante la acción psicológica o psiquiátrica, la persuasión propagandística, el adoctrinamiento pedagógico, la manipulación de masas, o cualquier otro procedimiento de lo que Ross lamaba “higiene social preventiva”[25]. En todos estos casos no se actúa sobre la conducta por medio de normas que reprimen sobre la base de presuponer la posibilidad de un hacer contrario a sus prescripciones, sino que se procura directamente controlar el acontecer causal de las conductas para eliminar de la conciencia del sujeto hasta el mero planteamiento hipotético de una acción que no sea la inducida por el poder controlador.
Es ésta una temática con evidentes repercusiones en la doctrina penal, aunque no se trate aquí de exponer las respuestas que la dogmática penal ha venido dando al problema del libre arbitrio en relación con el concepto penal de culpabilidad. Baste mencionar que también aquí el derecho, para tener sentido y mantenerse en su función, trata de sustraerse al problema del determinismo, sin llegar a convertirse a cambio en elemento determinista, es decir, supresor a priori, como técnica de manipulación personal y social, de toda libertad. Gimbernat mostró una posible salida al argumentar que, contrariamente a lo que a veces se ha entendido, no es posible basar el derecho penal en el libre albedrío, puesto que no se puede demostrar que éste exista[26] (y puesto que hay ciencias dispuestas a alegar que no existe), pese a lo cual el derecho penal ni deja de tener sentido ni de ser necesario. Es decir, el derecho penal no tiene necesariamente que configurarse como derecho de la culpabilidad. La pena se justifica objetivamente por su carácter imprescindible para mantener la convivencia social, reforzando la inhibición de sujetos ante comportamientos prohibidos por dañinos. Y en ello no ha de verse atentado contra, sino garantía de la dignidad del hombre en sociedad: “es lamentable, pero necesario, que sufran personas de las que no sabemos si han actuado libremente, a fin de conseguir una situación en la que la inhibición del impulso de matar sea tan fuerte que cada ciudadano pueda tener la fundada esperanza de que va a morir en la cama y no con las botas puestas a manos de un asesino”[27]; dignidad que queda a salvo precisamente porque a través del derecho penal en cuanto técnica jurídica es posible castigar sin negar la dignidad de la persona y los principios del Estado de Derecho[28].
Tales maneras de dejar de lado por el derecho la cuestión de la libertad psicológica o de la voluntad, esto es, la disyuntiva entre determinismo y libre albedrío, pero a fin de hacer posible socialmente la libertad, es decir, un orden social que plantee a los sujetos alternativas de comportamiento en lugar de eliminarlas de raiz y determinar socialmente una única conducta sin escapatoria, se pueden ejemplificar también en el modo en que otro penalista de la máxima actualidad aborda, aún más radicalmente, la relación entre sanción penal y voluntad libre. Así, Günther Jakobs entiende que el concepto jurídico-penal de acción se ha de concebir desde los parámetros del propio ordenamiento y su función de producción de orden, mediante el aseguramiento de expectativas, en lugar de entender que el derecho remita, al hablar de acción, a la verdadera sustancia psicológica (supuesto que alguna ciencia nos permitiera ya conocerla con certeza) de los sujetos. El sujeto sólo puede ser tomado aquí como “Zurechnungssubjekt”, como sujeto de imputación[29]. De otro modo, si para el derecho contase la individualidad de cada persona hasta sus últimas determinaciones, no podría propiamente operar como regla común para el aseguramiento de expectativas compartidas[30]. Más claramente aún se aprecia la cuestión cuando Jakobs habla de la idea penalística de culpabilidad como elemento del delito. También aquí se parte de la función social de convivencia ordenada que la norma penal tiene que cumplir como su razón de ser. Por eso sostiene que “para la determinación de la culpabilidad deben traerse a colación aquellas razones motivadoras de la acción antijurídica sobre las que el autor deba verse como competente si no se quiere que por razón de la violación de la norma deba sufrir la expectativa de que la norma vincula con carácter general. Con ello, a la inculpación (o a la renuncia a ella) le corresponde una cierta plausibilidad socio-psicológica, consistente en que existe una disposición general a aceptar responsabilidad en una situación como aquella en que el autor se encuentra”. Y culmina, en relación con nuestro tema: “también un determinista podrá estar de acuerdo en que no existe alternativa a la atribución de responsabilidad, en la medida en que se quiera que exista orden social”[31]. Así pues, si la libertad con que el derecho opera es creación o presupuesto ineludible para que el propio derecho exista en su función de ordenación social y alternativa al caos y la violencia, donde cualquier libertad tendría alcances más cortos que en una sociedad organizada, tenemos que la libertad, o alguna libertad, en sociedad sólo es posible fingiendo el derecho una amplia libertad[32] en cada uno de nosotros. Y sin esa ficción como paso previo ninguna libertad podría hacerse real[33].
Posiblemente interese también resaltar cómo en la teoría penal de Jakobs influye poderosamente la teoría social de Luhmann, en tantas cosas parangonable a la de Kelsen, especialmente en el interés por mantener el funcionamiento autónomo de un sistema jurídico, inmune a las determinaciones directas por la política, la economía, etc. También en Luhmann la libertad (y la propia idea de acción, tal como el derecho la presupone) es una invención del sistema jurídico para regular su propio funcionamiento como sistema autopoiético[34], si bien la complejidad del mundo moderno parece imposibilitar la efectividad del modelo ilustrado de ser humano capaz de ponderar racionalmente cada asunto y decisión y optar libremente en cualquier materia. Ahora bien, también en última instancia parece guiar a Luhmann un designio moral y político en aras del mejor de los mundos posibles: aquellos mundos en que todos podían decidir sobre todo eran las sociedades más primarias donde las opciones vitales eran sumamente escasas y elementales. En nuestros días, la más alta riqueza de perspectivas y posibilidades vitales se combinaría con una inevitable pérdida de libertad para controlarlas todas a un tiempo y por todos y cada uno de los sujetos. Pero mientras haya un derecho que finja que somos libres se conseguirá al menos que no sea ley de ningún sistema jurídico la voluntad arbitraria e incontrolada de ningún tirano; o que la ciencia no traspase los ámbitos de su propio sistema y sustituya al derecho en la guía de nuestras conductas, explicando estas causalmente[35] y operando a continuación sobre las causas, en detrimento de una libertad que no queremos perder, pues aun finjida es mejor que negada.
* Este artículo se publicó por primera vez en el libro Justicia, solidaridad, paz. Estudios en Homenaje al Profesor José María Rojo Sanz, Valencia: Universidad de Valencia, 1995, pp. 167-180.
[1] R.H.Weisberg, The Failure of the World, New Haven, Yale U.P., 1984; R.A.Posner, Law and Literature. A Misunderstood Relation, Cambridge, Harvard U.P., 1988; P.Schneider, “…ein einzig Volk von Brüdern”. Recht und Staat in der Literatur, Frankfurt M., Athenäum, 1987. Entre los precedentes más antiguos de tales análisis merece especial mención J.Kohler, Shakespeare vor dem Forum der Jurisprudenz, Berlín, Walther Rotschild, 2ª ed., 1919.
[2] Barcelona, Tusquets, 1991 (trad. J. Pardo Santayana).
[3] Vid. L.Prieto Sanchís, “La filosofía penal de la Ilustración. Aportación a su estudio”, Anuario de Derechos Humanos, 3, 1985, pp. 287ss.
[4] Baste recordar las tesis sostenidas en los años cincuenta por autores como Gramatica y De Vicentiis, dentro de la llamada “Sociedad Internacional de Defensa Social”, quienes propugnaban la sustitución del derecho penal por un sistema de medidas de seguridad de carácter puramente preventivo, éticamente neutrales y ligadas a la personalidad del agente (Cfr. J. Graven, “Droit Pénal et Défense sociale”, Schweizerische Zeitschrift für Strafrecht, 70, 1955, pp. 1-53, esp. pp. 4-5, 41-42).
[5] “El psiquiatra explicó que el complejo de culpabilidad era un complicado fenómeno y podía ser considerado como residuo de un tiempo pasado que daba primacía al individualismo, basándose en la absurda, y, cuando menos, exagerada idea de que la “personalidad” era algo inviolable, sacrosanto. Los ayudantes se mostraron de acuerdo y vieron en su caso un ejemplo de hasta qué punto contribuía el culto a la personalidad a crear un ser humano completamente asocial, con todo lo que distingue a los seres humanos asociales: psicosis de huida, obsesión por sí mismos, confusión entre el sueño y la realidad, y convicción de que la vida es una aventura personal” (143-144).
[6] “¿Y no era acaso esta desproporcionada egomanía lo que había acabado por convertirse en un exagerado complejo de culpabilidad, como si Dios todopoderoso le hubiera escogido a él como chivo expiatorio de todos los pecados del universo, para transformarle en un ser verdaderamente excepcional?”(116).
[7] “Pero ninguno de los participantes en el debate tenía la menor duda de que esa sociedad se conseguiría crear, y de que se podía extraer un valioso material empírico, de utilidad científica, de este caso específico de culpa imaginaria, derivado de una fe terca e irracional en la existencia de algo llamado ‘núcleo de la personalidad`” (144).
[8] “La lesión que afecta al delincuente no es sólo justa en sí; por ser justa es al mismo tiempo su voluntad existente en sí, una existencia de su libertad, su derecho. Es por lo tanto un derecho para el delincuente mismo, es decir, puesto en su voluntad existente, en su acción”. “…en la acción misma del delincuente está la racionalidad formal, el querer del individuo. Al considerar que la pena contiene su propio derecho, se honra al delincuente como un ser racional. No se le concedería este honor si el concepto y la medida de la pena no se tomaran del hecho mismo, si se lo considerara como un animal dañino que hay que hacer inofensivo, o si se toma como finalidad de la pena la intimidación o la corrección” (G.W.H. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, parágr. 100 -sigo la traducción de Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política, a cargo de J.L. Vermal, Buenos Aires, Ed. Sudaméricana, 1975).
[9] Para una crítica rotunda de las concepciones retribucionistas de Kant y Hegel puede verse U. Klug, “Abschied von Kant und Hegel”, en U. Klug, Skeptische Rechts-Philosophie und humanes Strafrecht, Berlín, Springer, 1981, vol. II, pp. 149-154.
[10] “El castigo judicial (poena forensis)…nunca puede establecerse meramente como medio para alcanzar otro bien, ya sea para el criminal mismo o para la sociedad civil, sino que le debe siempre ser infligida al criminal por el hecho mismo de que ha cometido un crimen. Y ello porque el hombre nunca puede ser tratado como un simple medio al servicio de los propósitos de otro y ser confundido con los objetos de derechos reales, de lo cual le protege su innata condición de persona” (I. Kant, Die Metaphysik der Sitten, en Werke, vol IV, p. 453).
[11] En este contexto podríamos citar las palabras de Coleman y Murphy cuando se plantean la posibilidad, alguna vez enarbolada teóricamente como alternativa “progresista”, de que la terapia sustituya a la pena jurídica (precisamente porque el criminal estaría determinado por causas empíricas que no controla y de las que no es responsable por no ser libre frente a ellas): “para toda su severidad el derecho penal se rodea con una considerable protección a través del debido proceso. Es maldad admitida y por ello se toman medidas para proteger a los individuos frente a él y a sus abusos. Sin embargo, si hablamos de curar enfermedades, la retórica benevolente puede ocultarnos el hecho de que nuestra terapia será coercitiva, supondrá confinar a personas en instituciones contra su voluntad (…). Juzgar a una persona como delincuente y solicitar para ella una pena es tomar en serio a esa persona como un ser humano autónomo y responsable. Por otro lado, es degradante decir de tal persona que está enfermo, que no es responsable de lo que ha hecho y que es digno de lástima y cuidado. Esta es una manera de no tomar en serio a la persona y lo que la persona ha hecho, tal como no atribuímos seriedad moral a los daños causados por animales, niños pequeños o idiotas” (J.G. Murphy, J.L. Coleman, Philosophy of Law. An Introduction to Jurisprudence, Boulder, etc, Westview, 1990, p. 130).
[12] R.A. Duff, Trials and punishments, Cambridge, etc., Cambridge University Press, 1986, p. 263.
[13] “El único principio de castigo digno del ser humano es el de retribución. Desde el punto de vista de este principio el hombre es tratado siempre como un “fin en sí” y el individuo es considerado como responsable de su acción, siendo considerado un agente libre y racional” (A. Heller, Más allá de la justicia, Barcelona, Crítica, 1990, trad. de J.Vigil, p. 217-218). “Si el castigo se administra mediante el principio de retribución, las personas son tratadas como seres libres y racionales, como únicos autores de sus actos” (ibid. 218).
[14] Ibid. p. 211.
[15] F. D’Agostino, La sanzione nell’esperienza giuridica, Torino, Giappichelli, 1989, p. 109.
[16] Ibid., p. 110. Y continúa más adelante, como si hablara del problema que la novela plantea: “Al centrar en la expiación la función jurídica de la pena, el derecho reconoce que cada ser humano es portador de una dignidad innata e irrenunciable, que puede ser manchada por el delito, pero nunca eliminada y que es misión de la pena reafirmar” (ibid., p. 124).
[17] H. Morris, “Persons and Punishment”, en J.Feinberg, H.Gross (eds.), Philosophy of Law, Belmont, Wadsworth, 3ª ed., 1986, pp. 661ss. “Una persona -dice Morris- tiene un derecho a instituciones que respeten sus opciones. Nuestros sistemas penales lo hacen así; nuestros sistemas terapéuticos no” (ibid., p. 663). En parecidos términos, D.A. Hoekema, Rights and Wrongs, Selinsgrove, Susquehanna U.P., 1986, pp. 129ss. Razones similares son las que llevan incluso a un antrirretribucionista y partidario del “derecho penal mínimo”, como es Ferrajoli, a oponerse a doctrinas abolicionistas que reemplacen la pena por “sistemas de control estatal disciplinarios”, en los cuales “es muy posible eliminar o reducir al máximo los delitos mediante una limitación preventiva de la libertad de todos” (L.Ferrajoli, “El derecho penal mínimo”, Poder y control social, nº O, 1986, p. 41).
[18] Sobre el problema que ese dualismo supone en la doctrina penal de Kant y sobre el modo como Kant presupone la libertad interior al definir el concepto de imputación, contrariamente a lo que más adelante veremos que ocurre hoy, puede verse M.A. Cattaneo, “Sulla filosofia penale di Kant e di Hegel”, en L. Eusebi (ed.), La funzione della pena: Il commiato da kant e da Hegel, Milán, Giuffrè, 1989, pp. 120, 124.
[19] Sus diferencias con Kant en este punto pueden verse en H. Kelsen, Teoría Pura del Derecho, traducción de la segunda edición en alemán por Roberto J. Vernengo, México, UNAM, 1982, pp. 111-114, nota 78.
[20] Véase H. Kelsen, “El concepto de Estado y la psicología social (teniendo como referencia especial la teoría de las masas según Freud)” (trad. de F. Lucce), en O. Correas (comp.), El otro Kelsen, México, UNAM, 1989, pp. 333-372.
[21] J.A. García Amado, “Kelsen et les règles du jeu de la science du droit”, en F.Ost, M.van de Kerchove (dir.), Le jeu: un paradigme pour le droit, París, LGDJ, 1992, pp. 209-217.
[22] H. Kelsen, Teoría Pura del Derecho, cit., p. 112.
[23] Ibid., p. 108.
[24] Es interesante resaltar cómo resuelve Hobbes, de modo en el fondo similar a Kelsen o los autores que se mencionarán más adelante, la tensión entre su determinismo (“las acciones voluntarias tienen todas ellas causas necesarias y por tanto están determinadas” – Th. Hobbes, Libertad y necesidad y otros escritos, Barcelona, Península, 1991, ed. y trad. de B.Forteza, p. 166) y derecho (“la necesidad de una acción no vuelve injustas las leyes que la prohíben” (ibid., p. 145).
[25] Citado en L.L. Hierro, “Libertad y responsabilidad”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, XLII/1989, p. 565.
[26] Exactamente lo contrario sostiene D’Agostino con el argumento inverso: por mucho que las ciencias digan, no han demostrado que el libre albedrío no exista (F. D’Agostino, op.cit., p. 136). Ello le permite afirmar que la pena se basa en la culpa y ésta es concebible porque es posible la libertad como sustrato antropológico y ontológico del derecho. “La responsabilidad nace de la culpa, es decir, de un mal uso de la libertad” (ibid, p. 118). “Si la culpa no existe, si la culpa es un mito, la pena es ciertamente un sinsentido y el deseo de castigar es evidentemente irracional” (ibid., p. 136).
[27] E. Gimbernat, “¿Tiene un futuro la dogmática jurídicopenal?, en el mismo, Estudios de Derecho Penal, Madrid, Tecnos, 3ª ed., 1990, p. 154.
[28] Ibid., p. 145. Concluye así Gimbernat su estudio: “Porque la existencia del Derecho penal es imprescindible y no depende para nada de la posibilidad de demostrar la libre decisión humana en el caso concreto, porque toda idea jurídica progresiva necesita una formulación legal que será tanto más perfecta y eficaz cuanto más alto sea el nivel científico-jurídico, porque una ciencia desarrollada del Derecho penal es la que hace posible controlar los tipos penales, porque la pena es un medio necesario y terrible de política social, porque tenemos que vivir con el Derecho penal, por todo ello: La dogmática jurídicopenal tiene un futuro” (Ibid., p.161) Y podríamos añadir: esperemos que un futuro mejor que el de otras técnicas de dominación social o que el futuro que nos esperaría si la dominación a que nos sometemos dejara de ser jurídica, en el sentido en que lo jurídico se entiende en la época moderna.
[29] Aquí podríamos enlazar nuevamente con Kelsen y su separación entre ser humano y “persona”, entendiendo que este segundo concepto no alude a una realidad natural, sino a una realidad jurídica, construída por la ciencia el derecho (vid. H. Kelsen, Teoría pura del derecho, cit., pp.178ss). Como explica Lippold, siguiendo precisamente a Kelsen, “nadie es ‘en sí` persona sino que alguien es persona sólo en tanto le es imputado” (R. Lippold, Reine Rechtslehre und Strafrechtsdoktrin, Wien/New York, Springer, 1989, p. 115).
[30] Cfr. G. Jakobs, Strafrecht. Allgemeiner Teil. Die Grundlagen und die Zurechnungslehre, Berlin/New York, W. de Gruyter, 2ª ed., 1991, pp. 136-137. Más adelante en la misma obra podemos ver la siguiente afirmación ilustrativa: “Vom Handlungsbegriff an ist die Entwicklung einer Straftat zugleich Entwicklung dessen, was ein Subjekt im Strafrecht ist. Dabei zeigt sich schon zum Handlungsbegriff, dass die Binnenverfassung des Subjekts insoweit unaufgeklärt bleibt, als es jedenfalls Sache des Subjekts ist, mit ihr fertig zu werden. Was strafrechtlich interessiert, ist der Output eines Subjekts, nach dessen Zustandekommen auf der Unrechtsebene nicht -und auf der Schuldebene nicht erschöpfend- gefragt wird. Das wiederum dürfte psychologisch, insbesondere tiefenpsychologisch, inakzeptabel sein” (ibid., pp. 312-313).
[31] Ibid., p. 484.
[32] En términos de Jakobs, una vez más, el poder determinarse libremente (das Können) “es una construcción normativa” (ibid. p. 485). Sobre el carácter “presuntivo” que poseen las condiciones jurídico-penales de la culpabilidad, R. Lippold, op.cit., pp. 248-249. Según Liborio Hierro (op.cit., p. 568) “la demostración de la libertad de la voluntad como dato empírico sería imposible en abstracto y en concreto, pero no es eso lo que pretende la afirmación del principio de culpabilidad. Lo que, por el contrario, significa es que el juez penal trata al imputado como si fuera un ser racional y libre, como si tuviera una conciencia a la que dirigir un reproche moral contenido ya en la norma (…). El libre albedrío actúa así no como un dato empírico que el juez debiera comprobar, sino como un presupuesto valorativo general del sistema que convierte a la reacción penal en un reproche con contenido moral“.
[33] “Ciertamente existe, con arreglo a este concepto, una relación entre responsabilidad y libertad, pues aquello de lo que el autor ha de responder no necesita, en la medida en que ha de responder de ello, el control a cargo de ninguna otra persona. Quien ha de hacerse cargo y responder de su errónea motivación, puede, remitiéndose a su propia responsabilidad, rechazar la influencia de otra persona sobre su motivación. El ámbito en que se puede ser culpable es al mismo tiempo un espacio libre para la autodeterminación, pero no en el sentido de entender ésta como una voluntad libre, sino en el sentido de una ausencia de impedimentos jurídicamente relevantes para los actos de propia organización” (G.Jakobs, op.cit, p. 485).
¿No estamos, con esto, en el meollo mismo de la novela de la que hemos partido?
[34] Veamos, mejor que extendernos en una interpretación de Luhmann que nos llevaría demasiado lejos (vid. J.A. García Amado, “Introduction à l’oeuvre de Niklas Luhmann”, Droit et Societé, 11-12, 1989, pp. 15-52), algunos textos de dicho autor. “La libertad no es una característica del comportamiento en sí mismo ni una propiedad natural de los seres humanos. Es un efecto de la comunicación de expectativas”. La libertad surge “como resultado de una evolución sociocultural en cuyo transcurso aumentan la especificación de las prescripciones de comportamiento y los efectos de libertad que éstas producen” (N. Luhmann, “Soziologie der Moral, en N.Luhmann, S.H.Pfürtner (eds.), Theorietechnik und Moral, Frankfurt M., Suhrkamp, 1978 pp. 60, 61).
En su última época cambian ciertos parámetros teóricos, pero la idea central se mantiene: “La acción no aparece como resultado de la descomposición de la conciencia en sus unidades mínimas y no ulteriormente descomponibles, sino como resultado de procesos sociales de imputación” (N. Luhmann, Soziale Systeme, Frankfurt M., Suhrkamp, 2ª ed., 1985, p. 44). “Son procesos de imputación los que constituyen aquellas unidades que, en cuanto acciones, van a aparecer en un sistema vinculando intenciones y expectativas… Justamente son las condiciones de la imputación las que pueden personalizar la acción” (N. Luhmann,Soziologische Aufklärung III, Opladen, Westdeutscher, 1981, p.57). “Las acciones son constituídas mediante procesos de imputación”, y ello al margen de que no se proporcione así “una suficiente explicación causal de la acción porque se deje sin atender lo psíquico” (ibid. 228). Es por la necesidad de reducir complejidad por lo que se imputan las acciones a personas concretas “como si siempre tuviera que haber una persona y una persona completa como ‘agente` de la acción” (ibid. 229). La “tan poco realista” atribución de la acción a los individuos responde “a una necesidad de reducción de complejidad” (ibid. 229).
[35] “¿Quiere decir que es verdad que usted la mató a golpes? -Le preguntó, curioso, el hermano, al tiempo que se ajustaba un pañuelo floreado que llevaba en el bolsillo delantero de la chaqueta-. ¿O sea, que no actuó usted solamente dictado por las circunstancias?” (127).
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